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La guerra de las especies

Gentileza Filba / Foto de Matías Moyano

"¿Vamos a apostar unos pesos a la riña de ratas contra mapaches?": Michel Nieva y una historia pandémica en el último Filba Internacional.





Por Michel Nieva.


Fue al poco tiempo de instalarme en Harlem, durante el primer verano pandémico, en que me enteré de la guerra de las especies. Yo había perdido mi trabajo y, cerradas todas las fronteras, había quedado varado en Nueva York. En chiste le decía a Nelson que, si por las restricciones no había podido volver a Buenos Aires, Buenos Aires había vuelto a mí. Pero ciertamente el Buenos Aires que las circunstancias me plantaban era su versión más pesadillesca, ese Buenos Aires espectral que había configurado los primeros años de mi adolescencia allá por el 2001, época de nuestra mayor crisis económica, social y política, cuando cambiaron cinco presidentes en un solo mes, el país se declaró en la quiebra, y el nivel de pobreza extrema superó más del 50%. Iba a la secundaria al turno noche, y cuando bajaba del subte de regreso a mi casa por calles desiertas siempre me robaban a punta de navaja, y me había acostumbrado a usar mis peores atuendos o mejor dicho los únicos que quedaban en mi guardarropa, unas zapatillas topper agujeradas y raídas por el uso y una campera militar vieja y enorme, heredada de un tío. Como mi escuela quedaba a pocas cuadras de la Plaza de Mayo, donde ocurrían las protestas contra el gobierno, la policía de civil, sólo por mis zapatillas rotas, siempre me detenía y pedía los documentos, pese a ser un inverosímil niño de doce años. Recuerdo que las clases se suspendían al menos dos veces a la semana por los tiroteos en la Plaza de Mayo, y esas callejuelas de Montserrat, hoy plagadas de bancos y hoteles de lujo, eran un gueto de casas ocupadas, venta al menudeo de sustancias y gente viviendo en la calle. Recuerdo que mi mamá me daba una plata semanal en lecop y patacones, unos bonos de emergencia que el Estado había emitido para suplir el faltante de dinero, y no solo no los aceptaban en casi ningún comercio sino que aquellos que los aceptaban no devolvían cambio, de manera que había que usar cada patacón con sumo juicio, no fuera que una compra imprudente (un sándwich de 5 con un billete de 10, por ejemplo) comiera los pocos y valiosos billetes con que contaba. Fue en suma una época de escasez terrible, faltaba todo en todos lados, pero yo tenía doce años y era feliz. Y de pronto algo de ese recuerdo distorsionado volvía a Nueva York. Cuando llegué a Manhattan sentí la íntima fe de que sus rascacielos y marquesinas eran invencibles, de que nada podía detener el flujo de personas y de capital. La plata abundaba y era impensable que la imponente escenografía de los barrios más lujosos y las avenidas más emblemáticas fuera alterada por nada. Y de pronto cayó como un telón la pandemia, la gente rica huyó a Upstate, y a las calles espectrales cruzadas nada más que por rugientes ambulancias se sumaba el caldo de protestas que emergió con Black Lives Matter. Los supermercados desabastecidos de los insumos más básicos como en una guerra y las tiendas de lujo de la Quinta Avenida tapiadas para evitar los saqueos.

Yo vivía en Harlem y había perdido mi trabajo por el cierre de la perfumería donde atendía. Mi casa era en un cuarto de pensión de la que casi todo el mundo había huido y las protestas masivas de BLM que ocurrían en la calle 125 y Saint Nicholas Ave eran el único refugio donde armar comunidad y sentirme acompañado en ese momento terrible, en el que de pronto la Buenos Aires que había abandonado, y a la que no podía volver por el cierre de fronteras, reencarnaba en este hito histórico de una Nueva York irreconocible a sí misma aunque siniestramente reconocible en la Buenos Aires de 2001.

Por la tarde-noche visitaba la única licorería abierta del barrio, donde trabajaba Nelson, un mendocino que vivía hacía 30 años en la ciudad sin documentos, y que era la única persona con quien conversaba cara a cara por esos solitarios e insólitos días. Hice el cálculo de que la plata que me ahorraba en el pase mensual de subte equivalía a 6 botellas de bourbon (el acohol más barato y rendidor, dado que cada botella equivalía a cuatro vinos-mi bebida predilecta, pero fuera en ese contexto de mi presupuesto-) aunque rápidamente la matemática se fue de mis manos y empecé a tomarme una botella por día. Cuestión que entonces diariamente visitaba a Nelson y después de comprarle mi suministro diario charlábamos un rato. Yo le contaba, como decía, de esta reencarnación de Buenos Aires en Nueva York, cuando él, como si no me hubiera escuchado nada de lo que le contaba, simplemente lanzó:

-¿Vamos a apostar unos pesos a la riña de ratas contra mapaches?

Al parecer, debido a la cuarentena, agregó Nelson, frente a la desaparición abrupta de basura en las calles, las ratas habían enloquecido. No entendían la causa del cese repentino de su fuente de alimentos, y habían empezado a comerse a sus propias crías. Rápidamente, según me explicaba Nelson, se habían dividido en dos bandos, las caníbales, que se comían los hijos de sus rivales, y las que se habían aliado con los mapaches (que habían plagado la ciudad) para matar a las otras. Pero al parecer los mapaches, contrariamente a las ratas, se habían beneficiado de la desaparición de los humanos, ya que les había permitido regresar de los bosques del norte a tomar posesión definitiva de las calles desiertas. Por otro lado, la debilidad de las ratas, ensañadas en su propia guerra civil, les había abierto una vía regia para robarles sus alcantarillas y refugios. De manera que los mapaches terminaron por traicionar a sus ratas aliadas, y se enfrentaron a todas ellas, en una encarnizada guerra de las especies que se apreciaba en toda su crudeza en cualquier espacio verde de la ciudad. 

Y según me contaba Nelson, un amigo suyo puertorriqueño no había dejado pasar la oportunidad de monetizar semejante espectáculo que ocurría a plena luz del día en cualquier parque de Nueva York, y había armado un círculo de apuestas en que la gente jugaba a ratas o a mapaches. Se juntaban todos los días a eso de las seis de la tarde en Inwood Hill Park, y el cover mínimo era de diez dólares.

No entendí muy bien de qué se trataba la movida, pero yo estaba tan solo y desesperado que la sola idea de juntarme con gente me ilusionó, y le dije que sí.

Nos llevamos una botella de bourbon -esta vez invitaba Nelson- y nos internamos por la colina del parque, a la altura de la 207, en dirección al río, que es como entrar a una pequeña foresta que te hace olvidar que estás en una ciudad. El piso es de tierra cubierto por hojas y las gruesas y tupidas ramas de los pinos arman una especie de túnel misterioso y feérico. Caminamos por un sendero en ascenso algunos minutos hasta que de pronto, guiados por los murmullos (nadie gritaba, debido al carácter ilícito de la actividad) los encontramos. Se apiñaban unas veinte o treinta personas en círculo, del que emanaban unos alaridos estremecedores. Nos escabullimos entre la multitud y vimos una enjambre de ratas desbocadas abalanzándose sobre una figura mayor, de un metro de alto, que cuando agitó sus brazos y su cintura, lo reconocí: era, en efecto, un mapache, pero que de tan palpitante y sanguinario parecía otra cosa, una especie de bestia cibernética creada para matar. 

No llegué a comprender la situación, cuando un hombre me encaró y preguntó en perfecto español:

-¿Rata o mapache?

Y fue ahí que, sin ser del todo consciente de ese momento sagrado en que uno se afilia a un equipo al que acompañará para siempre en las buenas o en las malas, sentencié:

-Rata

Le di diez dólares, y me dejé llevar por el espectáculo.

Las ratas mordisqueaban con sus paletas amarillentas la cabeza y el pecho del mapache, que extrañamente se erguía en dos patas como bípedo, y con sus largas y precisas garras las atravesaba al medio, dejando sus vísceras al aire, y luego lanzaba sus cadáveres destripados a la oscuridad del bosque. Pero las ratas eran tantas que hacían resistencia. Una rata logró arrancarle de una dentellada una oreja al mapache, que engulló deseosa como el más preciado manjar. Mientras tanto, de la herida manaba incontrolable sangre negra como volcánica erupción y que embarró toda la cara del pobre animal. Pero el mapache se limpió la cara con una pata y apresó de la cabeza a la rata, que seguía mascando los más duros cartílagos auriculares, con tanta fuerza y saña que la hizo explotar en un crujido húmedo de hueso y seso. Para este momento, la multitud que presenciaba el espectáculo ya no contenía su éxtasis y, con sus fichas en la mano, arengaban, según por quién hubieran pagado, en un vocinglerío descontrolado de lenguas del que sólo discriminaba el español:

-¡Rata!

-¡Mapache!

-¡Rata!

-¡Mapache!

Pero rápidamente aprendí que en hausa rata se dice bera y que en vietnamita chuot y que en ruso krisa y que en árabe yordan y panya en suajili y eku en yoruba. Es que éramos un grupo de inmigrantes desclasados de Harlem, la mayoría gente que había perdido su trabajo, sin lugar a donde regresar ni aunque pudiese o deseara, y sin otra cosa que hacer que apostarle sus pocos billetes a la guerra de las especies que se había desatado de manera descarnada en los parques de la ciudad.

Cuestión que en esa estábamos cuando de pronto unas sirenas ensordecedoras escalaron y retumbaron y la gente, de un momento a otro, huyó despavorida. Había empezado el toque de queda decretado para reprimir las protestas de BLM, y los apostadores se hicieron humo en todas direcciones. Nelson me gritó:

-¡Corré, boludo, que vienen los polis!

Pero no había terminado la riña y yo estaba cebado por saber quién ganaba y el mapache, con una energía furiosa y desesperada, arrancó del penacho de su cabeza las tres o cuatro ratas que seguían royendo con la intención de perforar su cráneo y las despedazó, una por una. Su cabeza se pegoteaba de sangre ya casi seca y barro y lanzó un bramido siniestro, una especie de grito de guerra que ahuyentó a la única rata que seguía en pie, entre un charco de roedores reventados como mangolias de carne recién florecidas.

El mapache había triunfado sobre las ratas.

Tiré mi ficha de diez dólares, que ya no servía para nada, y me di vuelta, pero Nelson ya no estaba. El ruido de las sirenas aumentaba y me di a la fuga en dirección al río por una pronunciada pendiente en penumbras, tanteando entre las rocas. Deambulé hasta que el ruido de las sirenas gradualmente amainó, y los faroles a pocos metros me guiaron hacia una parte del Inwood Hill Park en la que antiguamente solía haber un café (ahora clausurado) y que no importaba la hora o el día, siempre había gente haciendo deportes, o tal vez sólo sentada, conversando en el pasto o en los bancos o sacándose fotos en dirección al Hudson. Pero ahora sus nuevos conquistadores, los mapaches, habían eliminado hasta la más mínima huella de esa rémora pasada. Eran cientos o tal vez miles, y merodeaban sospechosa y silenciosamente como espectros. Caminé con la tranquilidad de haber huido de los patrulleros, pero de pronto tres mapaches, que ya habían advertido mi presencia, se acercaron en actitud amenazante. Uno me rugió con sus largos y filosos dientes. Me miró, y sus ojos radiantes me revolvieron la boca del estómago, porque de pronto comprendí algo que no podía explicar, pero que sin embargo entendía en la hondura de mis entrañas con total precisión, y era que a partir de ahora todos éramos adictos a la guerra de las especies. Apostaríamos y ganaríamos a veces, pero la compulsión a jugar y a perder y a jugar o a ganar consumiría hasta la última energía de nuestros cuerpos y nuestras mentes. Era el aire pleno de un aroma de guerra librada a la ley del más fuerte, y no nos quedaba otra alternativa que someternos a su soberanía indiscutida.

Y todo lo que vendría a partir de ahora sería rata o mapache.

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