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La escritura como trabajo: una apología

Por María Sonia Cristoff

"Hay muchas veces, como hoy con el albañil del otro lado del vidrio, en las que poema en el que no quiero creer me sobrevuela las teclas". Segunda entrega de las series caminantes en torno a la escritura de la autora de Derroche.

Por María Sonia Cristoff.

 

 

 

Suelen ser muchos, la mayoría, los días en los que salgo a caminar como eyectada por mi escritorio, agotada, la cabeza en ritmo zumbido, girando en falso. Hay como una especie de válvula que se activa sola, y que me indica cuándo la insistencia sobre determinado material no dará como resultado otra cosa que no sea insistencia, o dolor de espalda, y entonces me pone en modo andante. Me encuentro caminando sin siquiera haberlo decidido. Pero hoy no es uno de esos días. Hoy salí de mi escritorio porque, cada vez que levantaba la cabeza de mi pantalla, me encontraba con la cara de alguien que asomaba a mi balcón, el cual está ubicado a una cantidad considerable de metros del suelo. No era un pájaro ni un avión ni una aparición, sino uno de los albañiles que está pintando el frente de mi edificio. Parece que, justo hoy, les tocaba pintar a la altura de mi balcón, justo hoy que en Buenos Aires hace un frío verdadero de invierno, justo hoy que yo me había puesto una manta debajo de los pies y una ración de jengibre extra en el té. Me acordé inmediata e inevitablemente de ese poema de César Vallejo, el que empieza diciendo “Un hombre pasa con un pan al hombro/¿Voy a escribir, después, sobre mi doble?” y sigue con una enumeración en la que hay unas líneas como estas: “Un cojo pasa dando el brazo a un niño/¿Voy a leer, después, a André Breton” y entre las cuales hay también una referencia a un albañil que no voy a citar acá para no invocar a la redundancia, porque además no es por esa coincidencia que me acuerdo hoy de ese poema, en realidad es un poema del que me acuerdo siempre que el hecho de escribir me genera, como hoy, una tan borrosa como insistente sensación de culpa. No es que yo adhiera, no es que yo apruebe esa sensación, más bien pienso que justamente porque un cojo pasa dando un brazo a un niño voy a leer a Breton, pero lo cierto es que hay muchas veces, como hoy con el albañil del otro lado del vidrio, en las que poema en el que no quiero creer me sobrevuela las teclas. 

 

En alguna esquina, en alguna avenida, me abrumo pensando que se trata de una especie de retroceso. Pensé que había dejado atrás esos ramalazos de culpa después de dar, mientras preparaba mi última novela publicada, con Trabajos de mierda, un libro extraordinario de David Graeber, un antropólogo anarquista contemporáneo que analiza hasta qué punto muchos de los trabajos que al día de hoy se consideran valiosos y que no han parado de crecer en las últimas décadas -entre los que enumera a los encargados de relaciones públicas y a los abogados corporativos, entre algunos otros- no son más que cómplices la mayor parte de las veces inconscientes de la maquinaria de explotación que mueve al mundo, no son más que trabajos absurdos, cínicos, innecesarios, mientras por otro lado se consideran poca cosa, y se les paga en consecuencia poco, a todos esos trabajos generadores de valor social como, entre otros, enumera Graeber, el de los maestros y los enfermeros y los trabajadores del subte y los escritores. Durante mucho tiempo me pregunté qué era lo que en ese libro me había hecho un clic frente a los ramalazos culposos, frente a las acusaciones de inutilidad que cualquiera que se dedique a escribir conoce bien, cuando mucho de lo que se dice ahí es algo que vengo sabiendo desde hace tanto y, sobre todo, cuando me dan urticaria las buenas almas que creen salvar al mundo con su arte, hasta que me di cuenta de que la postulación de Graeber me interesa porque hizo mucho para que pudiera pensar mi oficio como un trabajo, uno capaz de generar valor social no por su contenido, no por su función didactizante, no por adherir a ese control aduanero sobre cada una de las obras de arte al que son afectos algunos progresismos, sino por el potencial transformador que el oficio tiene en sí mismo, por el hecho de tratarse de una práctica que, cuando no es cínica, es intrínsecamente cuestionadora, una práctica que inevitable implica un distanciamiento de las prerrogativas de la doxa, que implica no plegarse a las estrategias alienantes y, fundamentalmente, una que se hace con placer, con ganas.

Siempre tuve claro que, en un mundo plagado de mandatos productivos, hacer cosas con ganas era una forma de la resistencia, del activismo, pero hasta leer a Graeber no había podido trasladar eso a un trabajo, estaba siempre pensando mi actividad de escritora más como un desvío, lo que hacía más allá de las actividades rentadas, en una estela que tiene mucho de Romanticismo, sin duda, y también de las hesitaciones de los escritores latinoamericanos frente a una profesionalización del campo literario que en estos sures globales nunca termina de cristalizar del todo, como tan bien analiza Julio Ramos en Desencuentros de la modernidad en América Latina, un análisis centrado en el estado de las cosas durante sus inicios decimonónicos que sin embargo hoy, bastante avanzado ya el siglo XXI, sigue en muchas instancias vigente. 

Queda claro, pienso en otra esquina, en otro semáforo, en otra encrucijada, que esas tensiones no se resuelven mágicamente por la lectura de un libro, sino que más bien siguen activas, activas aunque transformadas. Porque también queda claro que, lejos de toda inocencia acrítica, lejos de toda fruición aduanera, una postulación como la de Graeber piensa a la escritura literaria como trabajo para ponerla a salvo tanto del punitivismo de las lógicas productivistas como del frenesí ornamental de los adoradores de las bellas letras; la piensa como trabajo para liberarla, para expandirla, para celebrarla. 

 

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