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Henri Roorda redimido

Por Ariel Dilon

Los escritores suicidados son legión, y sin embargo no abundan –aun entre los más brillantes– aquellos que nos hayan legado, como lo hizo el escritor suizo en lengua francesa Henri Roorda (Bruselas, 1870 - Lausana, 1925), un genuino “suicidio autógrafo”. Aquí, el compilador y traductor de Tómelo o déjelo (Paradiso) presenta al autor que rescata con obras por primera vez en español.

Por Ariel Dilon.

 

 

Biathanatos

Los escritores suicidados son legión, y sin embargo no abundan –aun entre los más brillantes– aquellos que nos hayan legado, como lo hizo el escritor suizo en lengua francesa Henri Roorda (Bruselas, 1870 - Lausana, 1925), un genuino “suicidio autógrafo”. Como si unos seres que han vivido (re)escribiéndose se mostrasen reticentes –suerte de pudor liminar– a dejar tras de sí una palabra pretendidamente última. Tal vez por eso la nota de suicida considerada como una de las bellas artes va a la zaga respecto de otros géneros literarios, de desarrollo más constante: ni aun sus cultores más conspicuos se ensayan en la especialidad sino una vez en la vida. Hay, con todo, algunos ejemplos sobresalientes: cuando no por su fuerza poética, por la fama de sus ejecutores. Salgari, Maiakovski, von Kleist, Virginia Woolf, Akutagawa, Stefan Zweig, Yukio Mishima, Herzy Kozinsky, Hunter S. Thompson (que se dirige a sí mismo pero, de paso, intima al lector: “Relájate. No va a doler”). Más cerca, Leopoldo Lugones, Alfonsina Storni, Scalabrini Ortiz, Arguedas, Reinaldo Arenas. Con delicadeza o exasperación, abrumados o lúcidos, justificativos o rotundamente fácticos, y por regla general en forma sumarísima, toman la pluma por última vez y detienen la acción, in extremis, para dar cuenta dela pesadumbre, la bancarrota, el exilio, el miedo a la enfermedad y a la vejez, el sentimiento defracaso o de agotamiento creativo, la desesperación de la ternura o el cansancio de las ilusiones que apuran la despedida.

Rara vez persiste en dejarse oír, en esas piezas de convicción, el aliento literario que caracteriza la producción de sus autores, como si hicieran de una cierta repugnancia del estilo el sello con que vida y escritura se clausuran. Perla de lacónica belleza, la última línea que Gérard de Nerval dejó a su tía: “No me esperes esta noche, porque la noche será negra y blanca”. O esta gragea de discurso performativo autoinmune que formuló Pavese: “No más palabras. Un gesto. No escribiré más”. Acaso cuenten como notas de suicida las frases que, según Breton, Jacques Vaché dijo horas antes de llevarlas al acto en una forma muy de su gusto: “Moriré cuando quiera morir. Pero entonces moriré con alguien... Morir solo es demasiado aburrido”. Eso valdría también para la propaganda de la dadaísta “Agencia general del suicidio” lanzada por Jacques Rigaut, prefiguración del disparo –primer y último servicio provisto por la firma– al corazón de su fundador.

En 1608, John Donne había escrito su Biathanatos, reivindicación del suicidio publicada póstumamente, pero murió de muerte natural. Igual que su contemporáneo Robert Burton, autor de la Anatomía de la melancolía. Muchos libros de Primo Levi, al contrario, podrían leerse como fragmentos de esa larga y meditada nota de suicida que él nunca escribió. (A cierto lector que preguntó por qué no se había matado aún, el escritor le respondió: “Paciencia”.) Levantar la mano sobre uno mismo. Discurso sobre la muerte voluntaria (1976) del filósofo Jean Améry –otro sobreviviente delos campos deexterminio– precedeen dos años el ademán definitivo de su autor. Más cerca en el tiempo, en octubre de 2007, Edouard Levé entregó al editor el manuscrito de su novela Suicidio –que evoca la autoeliminación de un amigo de la infancia– y se ahorcó diez días después: la novela lo deja adivinar entre líneas. Se trata, en sentido cabal, de una “obra pre-póstuma”, aun si se da a sí misma un estatuto de ficción y una segunda persona provisional.

La singularidad de Henri Philippe Benjamin Roorda van Eysinga (o Balthasar, su nom de plume) no reside únicamente en haber consagrado al género un libro entero –su nota de suicida ocupa unas cuarenta páginas, él mismo le escoge un título que la adscribe a la literatura y una serie de subtítulos que organizan el texto, al que se refiere como “mi libro”– escrito inmediatamente antes de “infligirme la pena de muerte” y dejado allí, a modo de continuación o nota al pie de su propio cuerpo; sino también, sobre todo, en haber mantenido, hasta la última línea de esa suerte de confesión de un condenado que es Mi suicidio, los rasgos distintivos del estilo de escritura que había desplegado antes en un vasto corpus de crónicas y ensayos. Se los podría enumerar así: una prosa a un tiempo elegante y límpida que nombra con discreción y franqueza el inefable lugar de tensión entre la libertad individual y la coerción social; una suerte de pureza desencantada, madre de la lucidez, de la melancolía y del sentido del absurdo; una elasticidad mental y bruscos cambios de plano que, afirma, son la condición necesaria del humor; un contrariado amor al mundo en medio de la zozobra personal; y la tozuda preferencia –siempre y en la hora de la muerte– por la divagación contemplativa, la alegría y el placer: “con ebriedad en mi espíritu y con fugitivas emociones, querría admirar la belleza del mundo y saborear los ‘alimentos terrestres’ de la mañana a la noche”. Estas inclinaciones casi retratan a otro gran escritor suizo,en su caso, de expresión alemana: Robert Walser (1878-1956). Aunque los medios artísticos del autor de El paseo, El ayudante o Jakob von Gunten fueran acaso más vastos y más refinados que los de Roorda, los dos contemporáneos, hombres del siglo que industrializó la muerte, conciudadanos del país cuya cultura había incubado la semilla de la religión capitalista, fueron, cada uno a su modo y por propia y soberana decisión, dos “ceros a la izquierda” (“Yo, la milmillonésima parte…”, titula Roorda una de sus crónicas). Por auto-confinamiento el uno, por auto-eliminación el otro, ambos rehusaron hacer de sus vidas un cálculo de interés. Como el escribiente Bartleby, Walser y Roorda son de esas criaturas who “prefer not”. Mi suicidio es la suprema afirmación de ese NO.

 

Las estaciones indisciplinadas

Bastante olvidado hoy incluso por sus compatriotas –aunque en su ciudad existe una leal cofradía de “amigos de Henri Roorda” con cómplices en Europa y más acá, impulsora de reediciones y de la exposición “Drôle de zèbre” (2009) en el Museo Histórico de Lausana–, el escritor gozó en su hora de considerable popularidad como pedagogo heterodoxo y gracias al brío de las crónicas sociales, filosóficas, cómicas, provocadoras que escribió durante varios años para diarios y revistas de entonces y de las que él mismo llegó luego a reunir más de cien en dos volúmenes: À prendre ou à laisser (1919, cuya traducción incluimos aquí bajo el título Tómelo o déjelo) y Le roseau pensotant (1923). A estos se añade una colección póstuma que prácticamente duplica en porte a las otras dos: Les saisons indisciplinés, publicado por Éditions Allia (París, 2013).

Pero la obra de este humorista, pacifista, pedagogo libertario y profesor de matemáticas (antes y después de su muerte, varias generaciones de estudiantes aprendieron aritmética con su Cours de mathématiques élémentaires, 1912) comprende además algunas piezas de teatro, un ensayo antibelicista y varios libros de pedagogía: Roorda escribe contra la escuela de la docilidad, que fuerza a los niños a resignar de antemano la soberanía sobre sus cuerpos y su tiempo. Dato llamativo, su panfleto Efectos de la educación moderna fue publicado en Buenos Aires,en 1925, por la editorial del periódico anarquista La protesta, en traducción de Diego Abad de Santillán.

A sus expensas, contribuyendo sin duda a la quiebra monetaria del amante de la buena vida que el sueldo de docente y sus colaboraciones periodísticas no le permitían costear, publicó entre 1922 y el año de su muertelos cuatro anuarios del Almanach Balthasar, compuestos de poemas y relatos cómicos, fábulas y adivinanzas, “problemas para noches de insomnio”, efemérides, recetas de cocina originales, palabras cruzadas con definiciones extravagantes, calambures y consideraciones inopinadas. Entre los mensajes de los anunciantes, propagandas de los libros del propio Balthasar / Roorda. El título recuerda a otro humorista de genio, contemporáneo suyo, aunque de muerte más temprana: Alfred Jarry. La grave liviandad o liviana gravedad de los materiales lo acerca acaso más a su gran mentor –y predecesor de ambos–: Alphonse Allais.

 

El músculo zigomático

La obra de Roorda permanece casi totalmente desconocida para los lectores en lengua castellana, a excepción de Mi suicidio, que la española editorial Trama había publicado en 1997 (el texto también ha circulado en inglés, portugués y neerlandés). Aquel bello librito editado en Madrid, del que por entonces llegaron a Buenos Aires cuatro solitarios ejemplares que Elvio Vitali compró para su librería de la calle Corrientes, le hizo guiños a este traductor desde una mesa de la Gandhi. Allí comenzó un largo viaje de descubrimiento, plasmado ahora en el presente volumen que –con la ambición de dar a conocer facetas diversas pero esenciales del autor– incluye una nueva versión de Mi suicidio, precedida de Tómelo o déjelo (73 crónicas) y La risa y los que ríen, conferencia pronunciada en 1923 en la Maison du Peuple de Lausanne y publicada en volumen dos años después, el mismo año –llamativamente prolífico– de su suicidio.

El ensayo, que resume las ideas de algunos filósofos sobre la risa –de Aristóteles a Bergson, pasando por Kant, Schopenhauer, Sully, Spencer y Schwob– para luego hacer su propio aporte a la materia, articula el ideario humorístico del escritor y su sombrío humor final (para Mi suicidio, había pensado en otro título: “El pesimismo alegre”). En el último capítulo del ensayo sobre la risa, “El humorista y el fanático”, Roorda representa al “pobre humorista” como un espíritu elástico, al que caracteriza “por la extrema movilidad que hay en sus pensamientos y en sus estados de ánimo”. “Voluble, diverso y demasiado cambiante, no puede fijar su atención por mucho tiempo en un mismo aspecto de los fenómenos. Bien sabe que la realidad tiene aspectos múltiples y que todas las cuestiones, por consiguiente, son complejas. La natural agilidad de su espíritu le permite franquear, sin darse cuenta, las fronteras que los hombres han puesto entre aquellas cosas que son ‘serias’ y aquellas que no lo son. Y él puede estar, simultáneamente, alegre y triste.” Tensión entreextremos del ánimo que no sorprenderá al lector de Chejov, al de Vonnegut.

La risa y los que ríen, texto por lo demás muy “serio”, contiene algunas piezas de “humour zèbre”, un particular giro roordiano: “Mis propias observaciones me han enseñado que los peces no ríen jamás. Y no es el agua la que les impide hacerlo; ya que al ser retirados de ese líquido elemento, permanecen impasibles y fríos”. Es un humor por sustracción, que oblitera en la cosa la clave misma de su comprensión: un punto en el que podría encontrar no poca afinidad con una de las vertientes del humor de Jarry, no la del Padre Ubú, más próxima al grotesco, sino la que titila en la fina retórica de “siloquios” e “interloquios” como “Costumbres de los ahogados”, “Antropofagia” o tantos otros publicados en revistas y que se cuentan entre lo mejor del fundador dela Patafísica.

Esa elasticidad que Roorda señala en el carácter del humorista es la misma que se aprecia en las crónicas que componen Tómelo o déjelo. En algunas de ellas puede leerse, muy entre líneas, el “anuncio” de la todavía lejana decisión de acabar con su vida. Así, “Los salvadores” es una defensa del supremo derecho al suicidio, un biathanatos a la manera de Donne o de Améry, pero en clave cómica. Es ese mismo “pesimismo alegre” de Balthasar, que sin embargo coloca sus crónicas bajo un subtítulo al menos discutible: “El programa de lectura del profesor de optimismo”. El afecto predominante estira sus límites hasta abarcar, por momentos, la ternura o la exasperación,el tedio o la hilaridad, la paciencia o la revuelta ante lo que ve, sin dejar nunca de dirigir hacia el propio cronista la misma mirada a la vez aguda, amorosa y perpleja. De los modos de estrechar la mano al abuso de la regla de tres como automatismo mental, de la genealogía del estornudo a la banalidad de las modas artísticas, de las desventajas del a absoluta sinceridad a la necedad de creerle a la prensa, del extrañamiento ante las alegrías pautadas por el calendario oficial al elogio del número, de la proliferación inútil de los discursos a la contundencia de algunas palabras, de la vacuidad de ciertos mitos históricos a las verdades del vientre, de la sonrisa esclava del trabajador asalariado a la “justa indignación” del avinagrado consumidor, de la importancia del buen beber y el buen comer a las privaciones que no nos dejan pensar, Roorda ofrece una radiografía desfamiliarizada de la sociedad que es a la vez su autorretrato como flanneur-soñador-librepensador.

 

Delicias y peligros de la incorrección política

Y son la Gran Guerra y sus privaciones, precisamente, el telón de fondo de no pocas de estas piezas escritas entre 1914 y 1918. Enemigo detodo nacionalismo y de todo militarismo, Roorda sabe que en algunas circunstancias no es posible hacer otra cosa que combatir hasta vencer al adversario fanático y expansionista. Pero su mirada siempre va más allá: espera (sin hacerse ilusiones) que al final de la guerra se exija de los gobiernos del mundo un “desarme universal”. La “neutralidad perpetua” de Suiza cumplía porentonces un siglo, pero su economía y su seguridad dependían de “ciertos compromisos” con vecinos poderosos y ariscos, particularmente Alemania. Al mismo tiempo que algunos industriales se enriquecían proveyendo insumos de guerra o queso gruyere a los contendientes, la población se veía sujeta al racionamiento, de cuyas penurias obtiene Roorda no obstante algunos exquisitos bocadillos. Aunque humanista y “defensor de la criada”, el Roorda más mordaz no le ahorra sus dardos a nadie: “a los macacos perfumados, a los negros, a los pachás gelatinosos y somnolientos, a los mercaderes de cacahuetes, a los amputados con rueditas, a los jugadores de loto, a los forzados, a los alienados, a las viejas duquesas maquilladas e inútiles, a los emperadores en fuga, a la mujer barbuda, a los pedantes, a mi insoportable ayuda de cámara y a esos atroces industriales que fabrican aceite de nuez con escarabajos. Y omito a algunos que, por cortesía, no voy a nombrar”. Fuerza es advertir contra el fácil anacronismo de indignarse, hoy, en plena era de la justa lucha contra el patriarcado, por dos larvadas formas de machismo que una lectora o lector actual podría detectar en algún texto de Roorda: por un lado, el escarnio –en “¿En qué piensan, ellas?”– de la banalidad propia de cierto estereotipo femenino representado por las lectoras de revistas de moda de su época (a veces la realidad es ciertamente estereotípica); por el otro, su contrapartida: la idealización positiva e igualmente convencional de esa entelequia, “Eleterno femenino”.

 

La sociedad del pudor y los hombres sin patria

La escuela de anarquismo de Roorda comenzó con la influencia paterna: Sicco Ernst Willem Roorda van Eysinga (1825-1887), funcionario del imperio colonial neerlandés, denunció los crímenes de la corona en Java, lo que derivó en su repatriación y posteriorexilio en Bélgica y luego en Suiza. En Mi suicidio, Henri se “queja” de haber recibido de sus padres el alimento de los más bellos ideales para nutrir su mente, su espíritu y su cultura, y de ser por ende incapaz de hacer provisiones para la hora de su vejez. Esa suprema mala educación, no dejó jamás de cultivarla, y desde muy joven frecuentó a anarquistas y librepensadores, como el geógrafo francés Elisée Reclus, amigo de su padre y vecino, que había debido exilarse en Suiza tras apoyar la Comuna de París. Es la tradición de la acogida helvética que va de Voltaire a Lenin, de Tristán Tzara a Bertolt Brecht, de Charles Chaplin a Agota Kristof. El cosmopolita Roorda exhibe un particular desprecio por “los patriotas que componen poesías para el Estado”, y sus ideas sobre los fervores nacionalistas quedan más que ilustradas por su crónica “Los dos patriotismos”.

La noticia de “la muerte súbita del señor [Henri] Roorda van Eysinga”, que “causó una dolorosa sorpresa en la Suiza romanda” fue publicada pudibundamente en la prensa, sin aclaración de la causa del deceso. El libro Mi suicidio fue editado al año siguiente, por cuenta de sus amigos, en edición limitada y numerada. Una carta acompañaba el envío a cada suscriptor, en la que se le solicitaba mantener el libro bajo la mayor reserva, y lejos del alcance de los alumnos del profesor idolatrado.

Los amigos habían intentado disuadirlo de lo que, lejos de sorprenderlos, sería un final presentido y presagiado. Una larga depresión, deudas más altas de cuanto la honorabilidad consentiría, una agravada inclinación al alcohol o los remordimientos que roían su consciencia: todo ello acabó volviendo intolerable la antigua incompatibilidad entre el idealista Roorda y la realidad del mundo. Luego de que se despidiera, una tarde, de los amigos en el café, uno de ellos declaró, resignado: “Será probablemente para esta noche”.

El 7 de noviembre de 1925, Roorda escribió la última frase de su libro, referida a “un corazón sensible”, y alojó una bala en el propio. El 12 de julio de 1920, un noble portugués,el Barón de Teive, había tenido un gesto análogo: concluyó su librito, La educación del estoico, y acto seguido se quitó la vida. Este no es quizá un suicidio à part entière: a menos que la supresión por mano propia valga como tal en casos de heteronimia, donde la muerte por fuerza ha de ser parcial. Bueno sería poder suicidar solamente una parte de nosotros mismos. De haberse conocido, el pluri-poeta Fernando Pessoa y nuestro Roorda –quien supo también crearse al cuasi-heterónimo Balthasar–, habrían podido compartir más de una buena botella de vino de Oporto, e invitar a brindar con ellos a ese otro noble cero a la izquierda, Robert Walser.

 

 

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