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Ficción argentina

Eva Fischer se dirige hacia la felicidad

Un cuento de Norberto Soares

"Contra toda esperanza", escribe Ricardo Piglia al presentar su libro en la Serie del Recienvenido que dirigía, en 1993, al filo de los 50 años, el escritor que "estaba siempre anunciando libros que nunca escribía" publica ese extraordinario y único libro de cuentos que se llama Gente que baila (Fondo de Cultura Económica). Un libro, dice, "a la altura de las altísimas exigencias que Soares solía imponer a los demás cuando leía sus libros". Aquí uno de sus cuentos.

Por Norberto Soares.

 

Para Antonio Dal Masetto

 

Eva Fischer está enamorada. Locamente enamorada. Ama —con una pasión que desespera a sus pasiones antiguas— al hombre alto y oscuro, de rasgos aindiados, que en este momento, en la otra punta de la ciudad, mira atentamente, en un rincón de su jardín, a tres gatitos recién nacidos —dos blancos, uno negro—, prendidos a las tetas de su madre, una gata blanquísima. ¡Plock! El corcho salta desde el pico de la botella, traza una rápida curva en el aire, cae, pega contra el suelo, rueda y se detiene al costado del pie derecho de Marianne Pojar. Ella es rumana, pronuncien Poyar.

Empezaron los brindis, los brindis febriles, melancólicos, tirando a tristones, a veces alegres, de la misma vieja fiesta de todos los años nuevos. Estamos en Buenos Aires —una brasa ardiente suspendida en el aire de vidrio—, en el último día de diciembre, el mes de las muertes y las resurrecciones.

Eva Fischer ama. Es una pura intensidad sin control, una vibración inaudible que hace tintinear los caireles de las viejas arañas y que amaga con hacer trizas los vidrios del gran ventanal, delante del cual Eva Fischer camina, con pasos marciales, desplazando una y otra vez su cuerpo desnudo, aún adolescente, cobrizo por el sol de este verano, un exacto contrapunto de su pelo dorado y del brillo pálido de sus claras pupilas.

Sí. Eva Fischer ama. Y para que su felicidad sea total, el hombre alto y oscuro que mira a los gatitos en su jardín también la ama, con una pasión rara, infrecuente, y ese inconfundible anhelo de eternidad que proyecta a los grandes amores más allá de los espacios poblados del espacio y de los tiempos puntuales del tiempo.

El hombre alto y oscuro sigue mirando atentamente a los gatitos. Ahora están solos, aferrados entre sí, los ojos cerrados, dibujando una figura compacta con tres cabezas y un lomo blanco y negro. Cuando el hombre se agacha estirando una mano hacia ellos, la gata se interpone, súbitamente, entre él y los gatitos, en guardia, desafiante. Surge ahí, de golpe, creada por el pase mágico de un acto inconcluso, el lomo curvado, los ojos fijos en las manos del hombre. “La vida cuida a la vida.” Viktor tenía razón. “En la vida, lo más importante es la vida”, piensa el hombre levantándose, en el instante en que la imagen cegada de Eva Fischer se incorpora a esas palabras hasta convertirse ella misma en una forma de aquella reflexión, un jeroglífico de carne y hueso, un cuerpo que busca ser descifrado como las palabras que él acaba de capturar aquí en este jardín, al lado de los gatos, entre flores de colores rabiosos, bajo el cielo sin matices de esta tarde en llamas de diciembre, atraído por el hombre que evoca el color que no llega de los ojos de Eva Fischer, los mismos que en este momento, en la otra punta de la ciudad, se miran a sí mismos en ese cara a cara ilusorio que crean los espejos, mientras los labios de esa cara pronuncian, en silencio, una palabra que ignoro.

Cuando llega el color —un resplandor en la tarde blanca—, el hombre siente, con un temblor imaginado, que su cuerpo se despoja de su forma precisa y familiar para convertirse en la extensión de cierta armonía que arremete hacia este presente desde los días perdidos de la infancia, desde el orden intuido que regula la vida de este jardín y esta Tierra y desde el propio cuerpo de Eva Fischer, quien evoca, en este momento, la cara de su hombre tecleando la simétrica botonera de un teléfono azul, rectangular. En la otra punta de la ciudad, en el interior de la casa fresca y solitaria, suena otro teléfono. El hombre atiende.

—Mi amor —dice Eva Fischer.

—Mi amor —dice él.

—Estoy desnuda, sola y desesperada.

—Hay remedio para las tres cosas.

—¿Qué estás escuchando? ¿Qué es ese tam-tam?

—Es mi corazón.

—Me visto y voy para allá. Llego en media hora.

Taconeando sobre el umbral de la puerta de entrada de su casa, Eva Fischer mira impaciente la deshabitada avenida Coronel Díaz. Más impaciente, empieza a caminar rumbo a Santa Fe, con el ritmo y la decisión que exige una carga de infantería. Avanza resuelta, cortando en dos el aire irrespirable y compacto de la tarde, la muñeca de su mano derecha pegada a su nariz, aspirando el aroma del Coriandre para neutralizar ese olor nauseabundo suspendido en el aire del último día de diciembre, que se adhiere a todo y a todos bajo la quietud casi irreal de las copas tupidas de los altos árboles.

Una mancha lejana, negra y amarilla, avanza lenta por Santa Fe hasta tomar la forma de un taxi una cuadra antes de la figura solitaria de Eva Fischer, recortada en una esquina sobre la tarde blanca. Lo para, agitando exageradamente su brazo derecho, abre la puerta con una energía algo excesiva, la cierra con mayor control y le dice al chofer:

—Tome por Libertador y siga derecho. Yo le indico dónde tiene que doblar.

Eva Fischer apoya su espalda contra el respaldo del asiento, saca un cigarrillo de un paquete de Galaxy, saca un fósforo de una cajita sin nombre, raspa el fósforo contra la superficie rugosa y marrón del costado de la cajita, se pone el cigarrillo en la boca, y une, con un movimiento espontáneo, la llama del fósforo y la punta del cigarrillo. Entrecierra los ojos y recuesta su cabeza.

 

¿Te imaginabas esto? No. ¿Entonces ya estaba todo perdido? No. Si hubiera estado todo perdido lo habría imaginado. Tanta felicidad, ¿no es intolerable? Basta, por Dios. ¿Cómo se hace para seducir a una mujer que todos los hombres desean? Con talento, querido, con talento. ¿Vas hacia allá realmente? Sí. ¿Vas a encontrarte con él, realmente? Sí. Es raro. ¿Qué es lo raro? Siempre creí que tus grandes amores están marcados por el incumplimiento perpetuo de tu promesa. Pavadas. Siempre creí que hay algún placer en esa espera infinita de un acto imposible. Querido, no nos escucha la eternidad. Sin ironía, estoy convencido de que es por esa promesa siempre postergada que tus grandes amores llegan a desear tus palabras. No te conocía esa pasión por las sentencias. No me digas que ignorás que es, justamente, por esa tensión que crea esa promesa que tus palabras ocupan el lugar de aquello que prometen. Denso, querido, muy denso. Canallesco y mentiroso. No puedo creer que desconozcas ahora ese juego implacable que inventaste. Y tampoco puedo creer que renuncies, de golpe, a tu gran pasión de crear grandes y frágiles escenas inconclusas. ¿Y esa sonrisa? ¿Es o no es tu gran pasión? Era. ¿Era? Sí. ¿Qué hacemos, entonces, Eva Fischer, en un taxi que corre a toda velocidad por esta ruta de San Francisco rumbo a Alaska?

 

Eva Fischer abrió los ojos enérgicamente. Tardó un rato largo en identificar el paisaje vagamente familiar que la ruta partía en dos. Recién pudo precisar las imágenes difusas que titilaban ante sus ojos al divisar la estructura metálica y colgante del Golden Gate y la niebla que se adhería a ella, cuarteada, desgarrándose entre los fierros, atropellada por el viento de la melancolía que sopla por debajo del Golden Gate.

De vuelta de su sorpresa, Eva Fischer notó que, pese a todo lo que pueda suponerse en contra, el estado de sus sentimientos era neutro. No toleró esa neutralidad. Intentó hacerla virar hacia el odio por sí misma, el dolor o la nostalgia.

Imposible. Fue entonces cuando Eva Fischer soltó esa carcajada ronca que suele acompañar con un brusco envión de su cabeza y que deja al descubierto dos colmillos blancos y aguzados.

Seguía riéndose a carcajadas cuando el taxi flanqueaba Tacoma y se lanzaba, sin bajar la velocidad, hacia Vancouver, hendiendo la transparencia increíble del aire lavado por la lluvia del invierno. Comenzó a serenarse cuando un leve estremecimiento de su párpado derecho actualizó un recuerdo largamente olvidado al filtrarse por la ventanilla el olor inconfundible de Brighton —que el taxi acababa de dejar atrás— idéntico al olor de la piel de Trudeau, a quien Eva Fischer vuelve a olvidar. Observó deslumbrada, como si asistiera al parto de este mundo, dos soles rojizos, circundados por un redondel amarillo, engarzados como aros, formando un fantástico ocho, contra el cielo de febrero, en el alba de Anchorage. No vio a Kotlik, borrada por la bruma. Pensó en mí, cuando la luna fiel de la Tierra, redonda y plateada, acentuó, aún más, la negrura absoluta del cielo nocturno de Vladivostok. Lloró de felicidad —una felicidad remota— cuando se insinuaron, a través del parabrisas empañado de nieve, las luces de Odessa y Sebastopol...

Eva Fischer jamás le indicó al chofer dónde tenía que doblar. El hombre vio crecer, multiplicarse y morir a los gatitos. Después de enterrar al último, miró su reloj en busca de una hora, un día y un año, mientras murmuraba sonriendo: “Nunca fue puntual”. Marianne, la divina Marianne, pateó hacia un costado, con un toque suave de su pie derecho, el corcho que todos olvidaron, desvió hacia mí la mirada inolvidable de sus ojos pardos y alzó la copa del viejo champán. Feliz año nuevo. Feliz año nuevo a todos. Brinden conmigo. Y hagan como Eva. No vuelvan atrás.

 

 

Norberto Soares, Gente que baila, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2014, pp. 45-51. 

Serie del Recienvenido / Dirigida por Ricardo Piglia

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