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Esoterismo y literatura

Por Matías Moscardi

De los fantasmas de Schopenhauer a los monstruos de Lovecraft, pasando por Jung, Freud, Cappana, Sagan, Agamben y Bourdieu, otro de los ensayos geniales de Moscardi. "El elemento no lingüístico de la lengua, de su materialidad escrita, es su fantasma originario, la fe primordial que implica todo texto, su condición esotérica reprimida"

Por Matías Moscardi.

 

Escribe Marshall McLuhan, atónito, en El medio es el mensaje (1967): «¿De dónde surgieron estas artes místicas y asombrosas de pintar el habla y hablar a los ojos?» refiriéndose al advenimiento de la escritura como tecnología en las sociedades pre-alfabéticas, para las cuales la letra impresa era cosa de mandinga. De acuerdo con McLuhan, la aparición del alfabeto modifica radicalmente al hombre en términos antropológicos. La misma hipótesis de base es compartida, desde otro paradigma, por Walter Ong, en su clásico Oralidad y escritura. Tecnologías de la palabra (1982). Para tener una idea de la dimensión que tanto McLuhan como Ong confieren al desplazamiento entre la tecnología de la voz y la tecnología de la escritura y la imprenta, podríamos mencionar una referencia bibliográfica compartida: el psicólogo norteamericano Julian Jaynes sostiene que, en un estado primitivo, el cerebro era intensamente «bicameral». Esto quiere decir que el hemisferio derecho producía «voces» atribuidas a los dioses, mientras que el izquierdo las transformaba en el habla de los seres humanos. La aparición del alfabeto, alrededor del año 1500 a. C., contribuyó, según Jaynes, a la desintegración de este estado. Jaynes lee esto en la distancia entre la Ilíada y Odisea, dos textos que, a pesar de estar adjudicados a un mismo autor, parecen de sujetos distintos. Entre uno y otro, pasamos de personajes sin autoconciencia, gobernados por las voces de los dioses, al astuto Odiseo, consciente de sí, liberado de esas divinas resonancias vocales. Ahora bien: ahí donde históricamente la voz interior de la consciencia parece perder su estatuto olímpico, la exterioridad de la escritura gana, de pronto, cierto poder esotérico, cifrado en esa pregunta primordial que se hace McLuhan. Dicho de otro modo: la escritura queda asociada, en su origen y como producto de su propia emergencia violenta e imprevista, a una magia inexplicable, que siglos después será captada por la racionalidad de la economía y de la ley, como notación numérica contable e inmediatamente legislativa: modo de reprimir su condición mágica originaria a la vez que forma de conservarla, de manera inconsciente, en el delirio monetario del dinero.

La literatura y la filosofía, como formas de lenguaje donde mejor se expresan los lapsus culturales, hacen volver esta condición esotérica de la letra en su obsesión por lo inexplicable del lenguaje, esa X escurridiza que ningún «escrito» puede terminar de desplegar jamás, por inmenso y totalizante que sea. La Filosofía oculta (1533), del alquimista y nigromante alemán Agrippa de Nettesheim, es un buen primer ejemplo del imán que ejercieron históricamente las artes mágicas sobre la escritura filosófica. El siguiente es el clásico De la magia (1590), del filósofo italiano Giordano Bruno. Tanto Agrippa como Bruno tuvieron, por supuesto, problemas con la Inquisición. El texto de Agrippa, de hecho, formó parte del Index librorum prohibitorum de la Inquisición. Giordano Bruno fue directamente quemado por hereje. Con el advenimiento de la Modernidad, la filosofía deberá pretender cierta sobriedad objetiva para poder rivalizar, de alguna manera, con el saber científico decimonónico, heredero del Iluminismo del Siglo XVIII. Sin embargo, vemos cómo muchos pensadores vuelven sobre lo paranormal, incluso cuando toda posibilidad de análisis se sabe saldada desde el comienzo. En estos casos, el enfoque será distinto. Quiero decir: jamás esperaríamos que Schopenhauer, en su poco conocido Ensayo sobre las visiones de fantasmas (1851), nos diga que los fantasmas efectivamente existen. El fantasma es, para Schopenhauer, por el contrario, una «prueba fáctica de que la voluntad es el principio de toda vida espiritual y corporal»: el que ve un fantasma es aquel que, en algún punto, consciente o inconscientemente, quiere ver un fantasma. Algo parecido le sucede a Carl Jung, enemistado con Freud por su simpatía por el esoterismo, cuando en su libro Sobre cosas que se ven en el cielo (1958), llega a la conclusión de que el fenómeno ovni responde al deseo colectivo de ser abducidos: la posibilidad de que esas señales desconcertantes que vemos en el cielo sean, al fin y al cabo, nuestra única posibilidad de salvación. Los ovnis serían, luego, proyecciones de arquetipos primordiales que llevamos en la cabeza. Pero ¿por qué estos dos pensadores terminan explicando lo inexplicable, inscribiéndolo en los diagramas de sus propias teorías? ¿Qué afán de inferioridad los mueve cuando incluso filosofía y psicología se paran de guantes contra la dureza del saber científico? Como si algo de la materia prima con la que está hecha el pensamiento debiera ser reprimida para que existan estas disciplinas: ¿no será la escritura misma, su condición mágica primitiva, lo que hay que negar a priori, incluso para poder devenir sujetos hablantes? Como apunta Giorgio Agamben en su ensayo «Experimentum Vocis», sólo podemos hablar presuponiendo una lengua: esto significa, en palabras de Agamben, que el hombre no sólo es un homo sapiens, sino un homo sapiens loquendi, el ser viviente que no sólo habla sino que sabe hablar. Ese saber de la lengua presupuesto para tomar la palabra es, en sí mismo, lo que podríamos llamar un verdadero acto de fe, un truco de magia en el que, indefectiblemente, creemos para poder decir algo.

Quizás, por eso, los monstruos que aparecen en la obra de Lovecraft no entran en la lengua: siempre son «indescriptibles», «innombrables». Escribe en su cuento «El extraño»: «Estaba casi paralizado, pero no tanto como para no hacer un débil esfuerzo hacia la salvación: un tropezón hacia atrás que no pudo romper el hechizo en que me tenía apresado el monstruo sin voz y sin nombre». Lo monstruoso inhibe, literalmente, la escritura: como si ese exceso atroz fuera el mismísimo núcleo insoportable de la letra. Y, a la vez, eso que no tiene nombre, produce un «hechizo» que es la suspensión misma de una paradoja: al fin y al cabo, Lovecraft puede nombrar lo que no tiene nombre. Estamos ante la aporía con la que tropieza, de acuerdo con Agamben, todo sujeto hablante: el lenguaje presupone algo no lingüístico. Arriesgo: el elemento no lingüístico de la lengua, de su materialidad escrita, es su fantasma originario, la fe primordial que implica todo texto, su condición esotérica reprimida.  

Desde esta perspectiva, no es de extrañar que el mismo Pierre Bourdieu construya su concepto de valor en función de otro: la idea de «creencia». Explica Bourdieu en ese libro colosal llamado Las reglas del arte (1995): «El productor del valor de la obra de arte no es el artista sino el campo de producción como universo de creencia que produce el valor de la obra de arte como fetiche al producir la creencia en el poder creador del artista». La cuestión podría parafrasearse así: la literatura presupone un elemento no-literario. Los conceptos de valor y creencia que construye Bourdieu parecen restituir, parcialmente, el núcleo supersticioso que funda la posibilidad de toda escritura. En un libro extraordinario llamado Deleuze y la brujería (Las cuarenta, 2009), Mark Fisher sostiene que el materialismo de Deleuze es un «materialismo gótico»: conceptos como el de «cuerpo sin órganos» o el de «devenir animal» parecen, según Fisher, estar defendiendo narrativas de terror, de vampirismo y licantropía, zombies y demonios «en contra de un principio de realidad psicoanalítico».

Libros como La conexión cósmica (1973), de Carl Sagan, o El triángulo de las Bermudas (1974), de Charles Berlitz, abordan la cuestión de lo paranormal desde una perspectiva más bien sensacionalista, bajo una especie de pretendido gesto periodístico. El resultado es, por supuesto, el de la literatura bizarra. No sucede lo mismo cuando leemos Historia de los extraterrestres, (Capital Intelectual, 2006) de Pablo Cappana: si bien el enfoque de Cappana es escéptico, enciclopédico y erudito, al final del libro deja abierta la duda. Esto es interesante si lo pensamos en la tradición de la crítica literaria argentina: ¿se imaginan a Sarlo escribiendo sobre la posibilidad de vida en otros planetas? El gesto de Cappana, sin perder ni por un segundo el más alto rigor, es esotérico: detrás de su escritura contenida palpita el sustrato brujo de la literatura.   

Anécdota personal: desde muy chico fui lector de revistas como Conozca más y Muy interesante. Las coleccionaba. Lo «paranormal» era mi tema preferido de conversación: ovnis, fantasmas, el monstruo del lago Ness, el Yeti, las casas embrujadas y numerosos etcéteras. De grande, y quizás como un homenaje a esas lecturas, empecé a escribir un libro llamado, como el de Lugones, Las fuerzas extrañas. Yo ya no creía en nada: me había transformado en un estúpido adulto. Entonces, empecé a grabar y desgrabar entrevistas que les hice a distintas personas sobre temas paranormales: desde gente que había tenido experiencias con espíritus hasta algunos que decían haber entrado en contacto cercano con extraterrestres. También empecé a coleccionar libros, entre ellos recuerdo uno que todavía conservo: El libro de San Cipriano o La clavícula del hechicero, texto milenario con hechizos de magia negra que, según la advertencia del prólogo, los brujos manipulaban «como nitroglicerina». Yo leía en ellos, con escepticismo, bizarros relatos geniales. Una tarde, solo en mi casa, uno de los audios de alguna entrevista empezó a saltar –cosa que jamás me sucedió en la computadora–. Desde entonces, nunca más volví a abrir la carpeta con las grabaciones y los textos.  

 

 

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