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Escritores, visibles e invisibles

Por Cynthia Ozick

"La invisibilidad de los escritores tiene muy poco que ver con la Fama, así como la Fama tiene poco que ver con la Literatura. (La Fama merece su F mayúscula por su futilidad, la Literatura, su L mayúscula por larga vida.)": leé uno de los ensayos de la novedad de Mardulce, Críticos, monstruos, fanáticos y otros ensayos literarios.

Por Cynthia Ozick. Traducción de Ariel Dilon.

 

La invisibilidad de los escritores tiene muy poco que ver con la Fama, así como la Fama tiene poco que ver con la Literatura. (La Fama merece su F mayúscula por su futilidad, la Literatura, su L mayúscula por larga vida.) Actores, celebridades y políticos, cuyo apetito de barriles sin fondo de aprobación pública, mucha de ella fabricada, está más allá de toda normal medida, pueden alimentarse frenéticamente de Fama; pero la Fama siempre es un producto de la cultura del presente: tópica y variable, y por lo tanto efímera. Los escritores están hechos de otra madera. Lo que los escritores aprecian es más simple, más calmo y más perdurable que la clamorosa Fama: es reconocimiento. La Fama, en líneas generales, es una categoría de los contables, anotada en ventas amazónicas. El reconocimiento, reservado e inherente al silencio de la página, es una categoría de los lectores: su sigilo es su riqueza.

Y el reconocimiento mismo puede ser frágil, una luz que se apaga con demasiada facilidad. Recuerden el lamento de Henry James acerca de su culminante “New York Edition”, con sus consideradas revisiones y sus invaluables prefacios: la mastodóntica obra de una vida no precedida por ningún anuncio, no leída, no vendida. Que todo esto llegara a ser generosamente revertido carece de relevancia: los moradores del Parnaso son sordos a la celebridad terrenal post facto; lo tardío no les hace ningún bien. Nada es más venenoso para el reconocimiento continuo que la muerte: ¿con cuánta frecuencia un escritor –alabado, festejado, condecorado– no se hunde en un total eclipse apenas un año o dos después de su partida definitiva? Norman Mailer es ya un rumor distante y no añorado, y William Styron una mota en la mediana lejanía (una frase que el casi olvidado Max Beerbohm aplicó al delicuescente Henry James). En cuanto al místico pobre y aturdido Jack Kerouac y al místico declamatorio y rasgueador de violines Allen Guinsberg, ambos se han reducido a Documentos de una Época: el rancio elemento de los historiadores sociales y los excitables profesores de estudios culturales.

Y con todo estas erupciones de sofocación repentina y silencio póstumo deben ser colocados en otro casillero que la forzada mudez de escritores vivos que trabajan en lenguas minoritarias, lejos de las luces nocturnas de la lingua franca, cuyas obras permanecen con demasiada frecuencia sin traducción. La invisibilidad de escritores muertos recientemente es una cosa, e incluso, en ciertos casos (me encantaría nombrar algunos), puede ser un alivio; pero la invisibilidad de los vivos es una cuestión completamente diferente, crucial para la continuidad literaria. El rechazo político –de escritores que se vuelven invisibles, e incluso inaudibles, por designios represivos– resulta en lo que podría llamarse invisibilidad pública, arraigada en circunstancias externas: los hamponescos prejuicios de gánsteres que dirigen regímenes podridos, los vengativos prejuicios de académicos corruptos que proponen boicots intelectuales, y por último (reductio ad absurdum!) los prejuicios ideológicamente estrechos de algunos editores de revistas. Todos ellos rampantes, escandalosos y destructivos. ¿Pero qué hay con la intrínseca, delicada y muchísimo más ubicua invisibilidad privada?

Vladimir Nabokov alguna vez fue un escritor invisible que padecía tres de estas desdichadas condiciones: la pública, la privada y la lingüística. En su calidad de emigré que huía de los levantamientos bolcheviques y más tarde como refugiado de los nazis, se escapó de las dos grandes tiranías del siglo XX. Y como emigrado que escribía en ruso en Berlín y en París, permaneció en la invisibilidad para prácticamente todos excepto sus compatriotas exiliados. Solo al llegar a los Estados Unidos el marginador término “emigrado” comenzó a desvanecerse, remplazado primero por la noción de ciudadano, y finalmente por la de escritor estadounidense: puesto que fue en los Estados Unidos donde lo invisible se tornó visible. Pero Brian Boyd, en Nabokov. Los años americanos, su biografía íntima aunque panorámica, cuenta la dificultad de convertir la tinta invisible en visible; no solamente en la prolongada lucha por la publicación de Lolita, sino también en la más liberal de las revistas literarias. Fue la por lo general audaz New Yorker de los años cincuenta la que rechazó un capítulo de Pnin, la novela que traza la crónica del desamparadamente encantador y autoparódico alter ego de Nabokov, “porque”, de acuerdo con Boyd, “Nabokov se negó a retirar las referencias –todas ellas históricamente exactas– al régimen de Lenin y Stalin”. (Las frases en cuestión incluían “torturas medievales en las cárceles soviéticas”, “dictadura bolchevique” y “desesperada injusticia”, caracterizaciones que aparentemente los editores consideraban ya sea como excesivas o bien como descaradas falsedades.) Por cierto el capítulo políticamente expulsado no languideció en la invisibilidad por mucho tiempo más; y en cuanto a Lolita, décadas después de su electrizante y perdurable triunfo, floreció una vez más, deslumbrantemente, en el título de la autobiografía, ampliamente admirada, de Azar Nafisi, que vincula el destino de Lolita con los despiadados ulemas de Teherán.16 (Aún así, todavía hoy, e incluso en Nueva York, uno puede dar con un distinguido diario liberal dispuesto a convertir a un escritor en un paria político: un ejemplo de tinta por lo general visible que se vuelve punitivamente invisible.)

He aquí por fin el punto crucial y la paradoja: los escritores son seres ocultos. Uno nunca se los encuentra; o bien, si alguna vez usted cree estar viendo a un escritor, teniendo una discusión con un escritor, o escuchando una charla dada por un escritor, entonces puede estar seguro de que todo ha sido una equivocación. Inevitablemente, volvemos a Henry James, que hace largo tiempo descifró el acertijo de la invisibilidad de los escritores. En un cuento llamado “La vida privada”, hay un escritor, Clare Vawdrey, que carga con uno de esos peculiares nombres jamesianos (el suyo rima acaso no accidentalmente con tawdry, “chabacano”) que se deja ver en todas partes, hasta en la última situación social imaginable. Está siempre disponible para conversar durante un paseo, siempre accesible, siempre con anécdotas divertidas, nunca distante o preocupado. Es de una frívola afabilidad, perfectamente burguesa: “Habla, circula”, nos informa el narrador de James, “es terriblemente popular, flirtea con uno”. Su trabajo, como ocurre, es exactamente lo opuesto de su personaje visible: está cargado de pura y genuina grandeza. Una noche, mientras Vawdry pierde el tiempo afuera en una terraza, intercambiando banalidades con un compañero, el narrador se escabulle en la habitación de Vawdry… solo para descubrirlo sentado en la oscuridad ante su mesa de escritura, manejando febrilmente su pluma. Dado que es físicamente imposible para un cuerpo material encontrarse en dos lugares simultáneamente, el narrador llega a la conclusión de que el Vawdry social es un fantasma, mientras que el escritor que trabaja en la oscuridad es el verdadero Vawdry. “Uno es el genio”, explica, “el otro es el burgués, y solo al burgués lo conocemos personalmente.”

Y a menos que desdeñemos esto como otro cuento de fantasmas de James, o simplemente como una parábola cómica, más vale que recordemos aquel celebrado credo jamesiano, una declaración de pánico privado mezclado con devota intuición, que tantos escritores tienen clavado con una chincheta encima de sus escritorios: “Trabajamos en la oscuridad; hacemos lo que podemos; entregamos lo que tenemos. Nuestra duda es nuestra pasión, y nuestra pasión, nuestra tarea”. La declaración termina de manera memorable: “El resto es la locura del arte”.

¿La locura del arte? Tal vez. Pero más probablemente sea la lógica de la invisibilidad. James plantea la cosa al revés. No es la personalidad social la que es el fantasma; es el escritor con los hombros inclinados sobre el papel, el brumoso simulacro que él nunca conocerá personalmente, el espectro que se esconde en la oscuridad mientras su efigie palpable camina por el mundo exterior, conversando y circulando y a veces hasta flirteando. Las apariciones de estos escritores fantasma son raras y poco confiables, pero existe un módico cúmulo de vislumbres paranormales que puede guiarnos, al menos un poco, en una taxonomía adecuada. Por ejemplo: ese escritor arrogante, bravucón, seguro de sí mismo, vigorosamente desdeñoso que nos menosprecia y nos ningunea, ¿qué es en realidad? Cuando clandestinamente uno lo divisa frente al solitario resplandor de la pantalla de su computadora, no es más que un asustado pusilánime paralizado por la perspectiva de tener que comenzar una nueva frase. Y aquella criatura obsequiosa, modesta, autodespectiva y tímida hasta el ahogo que vive disculpándose resulta ser, cuando se encuentra atenazada por el trance del ardor nocturno, una caldera virulenta de inapelable autoridad y certidumbre galopante. Los escritores solo son lo que auténticamente son cuando se encuentran trabajando en la silenciosa e instintiva celda de la soledad fantasmal, y nunca cuando están afuera conversando industriosamente en la terraza.

¿Cuál es el verdadero significado de “la locura del arte”? Impostura, imitación, falsificación, fingimiento; pero no esa impostura, esa imitación, esa falsificación ni ese fingimiento como en éxtasis que son la inventiva narración de historias. No: antes bien, el arte enloquece al perseguir el falso rostro de ilusorias distracciones. El escritor fraudulento es el visible, el que busca multitudes, el que se dirige a multitudes, aquel que saldrá a comer con uno con un motivo en mente, o se detendrá a conversar con uno, o discutirá con uno sobre los respectivos hábitos de escritura, o intercambiará chismes con uno acerca de otros novelistas y su envidiable buena suerte o su gratificante mala fortuna. El escritor fraudulento es como el Henderson de Bellow: Quiero, quiero, quiero.

Si todo esto es así –y es así–, ¿cómo puede un joven aspirante a escritor desear unirse a la compañía de los apasionadamente fantasmales invisibles? O, para ponerlo de otro modo, aunque todos los escritores, una y otra vez, se hallan inevitablemente compelidos a volverse visibles, ¿cómo mantener una codiciada, clandestina y auténtica invisibilidad? ¿Acaso todos los escritores jóvenes no miran hacia los precintos de la visibilidad, donde acaloradas falanges de viejos escritores marchan de aquí para allá, abanicándose la frente con sus reseñas favorables? ¿No es así como se hace, a través de modelos y mentores y el sabio consejo de editores curtidos? “Le ruego”, dice Rilke, dirigiéndose a uno de esos escritores jóvenes:

Le ruego que abandone todo eso. Usted está mirando hacia fuera, y eso es precisamente lo que no debe hacer. Nadie lo puede aconsejar ni ayudar, nadie. Solamente existe un medio. Diríjase a su interior. Descubra el motivo que lo mueve a escribir; examine si extiende sus raíces hasta lo más profundo de su corazón, admita ante usted mismo si tendría que morir en caso de que no pudiera escribir. Y esto antes que nada: pregúntese, en la hora más serena de la noche: ¿debo escribir? Escarbe en su interior en busca de una respuesta profunda. Y si esta es afirmativa, si puede ir al encuentro de esta solemne pregunta con un fuerte y simple “debo”, entonces construya su vida de acuerdo con esta necesidad.

 

He aquí el poeta Rilke, implorando al joven no-iniciado que renuncie a toda recompensa mundana, incluyendo el estímulo –y a veces el romántico autoengaño– de la Fama, a fin de sucumbir a una carrera como ectoplasma. Nótese que él habla de “la hora más serena de la noche”, que es también la más oscura, donde hacemos lo que podemos y entregamos lo que tenemos. La locura del arte –y una vez más contradigo de buena gana a Henry James– no está en el arte, sino en la enloquecida y enloquecedora multitud, donde todas las formas de visibilidad se codean entre sí, mientras los fantasmas se sientan a solas ante sus mesas de escritura y escriben, escriben, escriben, como si la necesaria transparencia de sus almas dependiera de ello.

 

 

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16 Azar Nafisi, Leer “Lolita” en Teherán, Barcelona, Duomo Ediciones, 2011. [N. de T.]

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