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Ficción argentina

Epifanía

Por Romina Paula

Parte de la novedad de Mansalva, Archivos de Word, de la autora de Agosto.

Por Romina Paula.

 

 

 

 

 

Mañana empezás la facultad. La universidad. Mañana es el primer lunes de esta nueva vida que comienza: la del universitario. Hace un par de meses, antes del verano, te hicieron marcar con cruces en un test vocacional si te veías rodeado de:

 

A.   personas

B.   papeles

C.   máquinas

 

Y vos sin dudarlo y con una absoluta sensación de autonomía, de poder, marcaste B. papeles, te veías rodeada de papeles. Eso, tal vez, te daba una sensación de superioridad; no los papeles, sino la seguridad al elegir, esa firmeza.

La noche antes de empezar –de una buena vez– esa facultad, estás ansiosa, te cuesta dormir. Del otro lado de la puerta toda tu familia duerme, tus padres, tu hermano menor. Vos no, vos mirás por la ventana y no cabés en esa casa de la excitación que tenés. Mirás una estrella que ves a través de esa ventana, es siempre la más luminosa, te preguntás cosas mirándola. Estás, claramente, pasada de rosca. En ese momento, o en algún momento de esa larga madrugada sin sueño, tu velador se enciende. Tu velador se enciende solo, a tu izquierda, sin titilar, y esa luz te encuentra a vos de rodillas sobre el colchón, proyectada hacia ese cielo. Por un segundo te quedás inmóvil por completo, no entendés. Pero entonces, no es miedo lo que te invade, con lo poco difícil que te resulta, casi siempre, temer. Primero no entendés. Pero entendés. Te asalta la duda pagana: vas hacia el velador, corrés la perilla, el velador sigue encendido, queda comprobado: estaba técnicamente apagado. Y sin embargo, daba luz. Se prendió, solo se prendió. Te largás a llorar, algo se disuelve. Empezás a llorar, llorás un algo raro, creés que llorás de felicidad, sentís algo parecido a piedad, aunque no sepas qué significa. Temés que al día siguiente no se te crea, temés dudar vos misma de lo que te pasó. Salís de tu habitación, vas a despertar a tu mamá, le contás lo que te acaba de pasar: que pensabas con intensidad, proyectada hacia un astro, que se prendió el velador y que sentiste beatitud, que todavía la sentís, y llorás, estás llorando mientras se lo contás, al pie de su cama. Tu mamá, entre dormida, te dice que bueno, y que vayas a dormir, que mañana hablan, y te vas.

En el desayuno no comentan nada. Desayunás infinitamente temprano porque tu primera clase de la primera materia del primer día de la universidad empieza a las siete de la mañana. No dormiste nada, estás exhausta, pero dichosa.

Asistís a tu primera clase en la universidad.

A las diez de la mañana ya estás subiendo al colectivo para volver a tu casa. Le das el asiento a una señora. Ella te agradece. Después se libera el asiento junto a ella. Te sentás. La señora te sonríe. La señora, de la nada, te pregunta si creés en Dios. Le decís que sí, la epifanía empieza a manifestarse.

Tenés ganas de mencionárselo, pero preferís esperar. Ella, entonces, te habla de Jesús en el huerto, de la Pascua que se acerca, te habla de Jesús. Hacen todo el viaje juntas y hablando de Jesús. Ella habla, vos escuchás, vos no tenés nada para decir, porque no sabés nada de Jesús, o no mucho más que lo que sabe cualquiera, lo de que era bueno, lo de la resurrección, lo de la cruz. De hecho te llevó varios años terminar de entender que Dios y Jesús no son la misma persona y cuando lo hiciste tuviste que dar una vuelta más porque entonces parece que sí, que al final sí que son el mismo, o que por lo menos uno se desprende del otro, como piezas de un mismo cuerpo. O algo así. Llega el momento de apearse, la señora baja en la misma parada que vos. Es una casualidad, otra más. Vos, estás en éxtasis. La ayudás a bajar, nunca fuiste ni tan solidaria ni tan comunicativa, de hecho, no solés hablar con desconocidos. Para entonces ya sabés que la señora se llama Margarita. Margarita va a un hogar de ancianos que queda cerca de tu casa, la casa de tus padres. Vas a acompañarla hasta ahí porque es vieja y camina mal, va con bastón. En algún momento de ese trayecto Margarita te regala una medallita bendecida por no sé quién y te sigue hablando de manifestaciones de Dios en la tierra, vos no decís nada de tu velador, quizás te parezca una obviedad. Llegan hasta el hogar de Margarita, es un hogar religioso, es una iglesia también. Margarita te invita a pasar al día siguiente, a visitarla, dice que le gusta que le lean, y sabe ya que a vos te gusta leer. Sobre todo en voz alta.

Volvés a tu casa. Tu mamá te pregunta por la universidad, no hay mucho para decir, no estuviste más de dos horas ahí. Lo único que podrías comentar es que el edificio, el predio, parece abandonado incluso en hora de recreo, que esa sensación te dio, y que hubo dos personas que te llamaron la atención, en semiología, Pelo Sucio y Pelo Ralo, que en ellos reparaste, pero nada de esto te parece tan digno de mención. Lo que sí le recordás a tu mamá es lo de la madrugada y le contás lo que acaba de pasar, le contás de Margarita. A tu mamá no le gusta todo esto nuevo que le traés, no le gusta, no sabe qué hacer con eso. Vos entendés. Te vas a tu cuarto, estás muy cansada. La ansiedad por la facultad se evaporó por completo, de un momento a otro, se esfumó. Pensás en eso mucho, hasta que te dormís, muy profundo te dormís. Te despertás por la tarde y algo se asentó.

Al día siguiente desayunás tempranísimo otra vez, y salís, pero no vas a la universidad, vas para el otro lado, vas a ver a Margarita. Una monja te recibe, te hace pasar, se sorprende de ver a alguien tan joven tan temprano a la mañana un día de semana. Preguntás por Margarita, te explica que no es horario de visita, le preguntás si no te podés quedar hasta que se haga la hora de la visita, te dice que es a la tarde recién, pero vos no te querés ir. Entonces la monja te pregunta si desayunaste y vos mentís que no. Te dice que algo todavía debe haber para desayunar y te hace pasar. Seguís a esa señora todavía joven a través de un camino de piedra que cruza un largo patio con piso de tierra, que no llega a ser un jardín. Entran a un edificio, te recibe un olor raro, un poco rancio pero a comida también. Doblan a la izquierda, ella no te habla, vos la seguís muy de cerca. Al final de ese pabellón hay una puerta vaivén grande y pesada que atraviesan, ella te sostiene una hoja para que pases. En el gran comedor rebota ruido de vajilla que viene de la cocina y las largas mesas todavía están llenas de restos del desayuno, migas, azúcar, manchas de leche, pegoteo de mermelada. Algunas monjas están limpiando y ordenando, levantan la cabeza apenas para mirarte, una de ella, joven también, te sonríe. No es fea, no lleva nada en la cabeza, tiene el pelo recogido en una trenza, su pelo es lindo también. La hermana Marta, tu guía, te señala el ángulo de una mesa despejada, sin usar, y te pregunta si querés café con leche o té y elige por vos, te dice que el té es muy desabrido y que te mejor te trae el café. Y se va, la ves atravesar otra puerta vaivén, la que atenúa los sonidos de la vajilla. Ahí estás ahora, esperando tu café con leche, a cuadras de la casa paterna pero en otra realidad, a millones de años luz, pensás. En tu bolso tenés los apuntes de semiología, una fotocopia del capítulo III del libro de de Saussure, Objeto de la Lingüística, que compraste ayer, en la fotocopiadora de esa facultad deshabitada. Pero no estás aterrada, este es el lugar en el que querés estar. Volvés a sentir el sonido de la puerta pero no es la hermana Marta la que vuelve, sino la joven de la trenza linda. Viene directamente hacia vos, sigue sonriendo, pero no es una sonrisa tonta o formal, sonríe muy desde adentro. Se sienta enfrente tuyo y te dice hola y te dice que se llama Mercedes, María de las Mercedes. Le decís tu nombre mucho menos apropiado y ella asiente. Te pregunta cuándo llegaste, le decís que recién, dice recién, claro. Quiere saber cómo viajaste, le decís que bien, ya menos segura. Te pregunta si ya te mostraron la habitación. La mirás antes de responder, le mirás las manos, tiene las uñas más cortas que viste en tu vida, las tuyas son apenas más largas. Mirás el libro que dejó apoyado en la mesa, no llegás a reconocer qué es, tiene la imagen de una mujer en una pintura, un retrato de una mujer. Le decís que no, que todavía no te la mostraron, que recién llegás. Entonces viene Marta con tu desayuno: un tazón de café con leche en una mano y un plato con dos tostadas, untadas ya con manteca y mermelada, en la otra y te lo sirve. El café humea, decís gracias, María de las Mercedes toma a Marta del brazo y le dice que si quiere te lleva ella directamente a conocer la habitación. La hermana Marta no entiende, te mira, Mercedes le explica que sos la de Baradero, que acabás de llegar. Marta vuelve a mirarte, está por contradecirla, vos asentís con la cabeza, Marta dice ¿no era que no venía? y María de las Mercedes dice cómo que no, si está acá. Ambas te miran: la de la trenza y la del paño en la cabeza. Pensás en tu mamá y en de Saussure y en tu casa acá a un par de cuadras, proximidad que facilita mucho las cosas. Pensás en el velador y en la facultad, pensás en el múltiple choice, pensás que acá podrías seguir siéndole fiel a la opción B. Pensás que podés irte en cualquier momento y lo cierto es que tenés ganas de quedarte, por lo menos, un rato más, a ver de qué se trata todo esto. Y decidís decir que sí, que sos vos y que estás recién llegada de Baradero y Marta se ríe y se acerca a abrazarte y a darte la bienvenida y quiere saber por qué no se lo dijiste en seguida y que qué era eso de Margarita y vos que nada, que solo una persona que conocés. Marta te deja encomendada a Mercedes porque tiene mucho para hacer y dice que vuelven a verse en un par de horas en su despacho, dice despacho. Desayunás con Mercedes, que es linda, enfrente tuyo, que te cuenta de la rutina del lugar. Dice que va a querer saber mucho de Baradero pero que como recién llegaste va a ser considerada y que ya te va a llegar la hora de contar. A la noche quizás, antes de dormir. Ella, entonces, te pone un poco al tanto de las actividades del hogar, de la rutina, de lo que te va a tocar hacer. Dice que ella va a ser responsable por vos al principio, que está ahí, a tu disposición para que le preguntes cualquier cosa que necesites saber, que ella no va a tener problema en acompañarte y guiarte. A grandes rasgos terminás sabiendo que de mañana oran, limpian, y vuelven a orar y que por la tarde se hacen todas las tareas y actividades que tienen que ver con los gerontes, así dice Mercedes, vos la mirás raro y te dice los viejitos. Que libre, lo que se dice libre no tienen nunca, menos los domingos, porque vienen las familias a visitar pero que todos los días a eso de las ocho de la noche ya terminaron todas las tareas del día y son libres de ir a la habitación o de quedarse un rato en el salón a mirar televisión, a un volumen no demasiado alto, y que el programa por lo general salta de Canal Siete al Gourmet y no mucho más.

Después, vas detrás de María de las Mercedes por los pasillos del convento hogar, ella te va diciendo qué es cada cosa, vos estás extasiada, vos le preguntás qué lee, te dice que es un libro sobre Santa Brígida de Suecia, te pregunta si la conocés, le decís que no, te dice que es fascinante y que cuando lo termine te lo pasa, le decís que gracias. María de las Mercedes se detiene frente a una puerta, igual a muchísimas otras por las que ya pasaron, saca una llave de un bolsillo y la abre. Te dice este es mi cuarto, acá te instalás vos también. Mercedes empuja la puerta y te hace pasar.

 

 

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