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El verdadero nombre de Larsen

Reedición de El astillero

"En ese personaje gris, cínico, escéptico, Onetti lo pone todo: un alter ego desencantado, un héroe cuya única gracia es la de fracasar una y otra vez". Sobre Onetti y El astillero, que acaba de ser reeditado por Eterna Cadencia y constituye, con Juntacadáveres y La vida breve, la “trilogía de Santa María”.

Por Luciano Lamberti.

1. La imagen del último Onetti, antes que ninguna otra imagen. Onetti, que pasó en la cama los últimos doce años de su vida, exiliado en Madrid, “leyendo, fumando y tomando whisky”. Onetti despeinado, Onetti barbudo y dejado, Onetti personaje de su propia novelística. Onetti genuinamente deprimido, como solo un uruguayo es capaz de deprimirse. Onetti como un abuelo algo perdido al que apenas se le entiende lo que dice, y tan lúcido a la vez que da miedo. La imagen de Onetti en esta entrevista (https://www.youtube.com/watch?v=9dt4BFdBXxs).

2. “Mi timidez y el aburrimiento, porque son siempre las mismas preguntas”, dice en otra entrevista para justificar por qué no da más entrevistas. Y las preguntas, sí, son siempre las mismas, como si un escritor estuviera condenado a repetirse, una y otra vez, hasta morir. ¿Es verdad que su obra proviene enteramente de la de Faulkner? ¿Es verdad que a veces la condimenta con un poco de Arlt? ¿Es verdad de Camus le robó una idea? ¿Es verdad que escribió El pozo, su primera novela, en un fin de semana en que se quedó sin tabaco? ¿Es verdad que sus protagonistas son siempre hombres porque es incapaz de conocer la forma en la que piensa una mujer? ¿Es verdad que tuvo muchas mujeres y dos hijos? ¿Es verdad que se casó con su prima a los veinte años? ¿Es verdad que se separó de esa mujer y se casó con su hermana? ¿Y que se separó de esa y se casó con otra? ¿Es verdad que en La vida breve fundó a Santa María? ¿Es verdad que estuvo tres meses encerrado en un siquiátrico? ¿Quién es usted, Onetti? ¿Lo sabe? ¿Es verdad que no se puede saber la verdad?

3. Onettilandia, el mundo de Onetti. Santa María, su Castle Rock, su Macondo, su Comala, su Yoknapatawa. Un escritor inventa una ciudad, un barrio, una provincia, una “zona”, y se va a vivir adentro para alejarse de todo y de todos. “Para mí existe”, dice Onetti, y no podemos más que creerle. En algún lado, Santa María existe, solo que no podemos conocerla. Santa María: el lugar donde Onetti puede ser Dios, rey del universo encerrado en una cáscara de nuez. Es el mismo gesto de acostarse en su cama, probablemente con las frazadas tapándole la cabeza: el gesto infantil de querer desaparecer el mundo al cerrar los ojos. (Y efectivamente, si cierro los ojos ¿no desaparece el mundo?) Onetti construye a lo largo de sus novelas una ciudad costera que podría ser parte de Uruguay y es, al mismo tiempo, universal. Una ciudad que se viene abajo, derruida por el paso de personajes melancólicos, producto de una mente borracha y enfebrecida. Onetti la levanta a fuerza de palabras y se va a vivir en ella y ya no sale. Podemos imaginar que a su muerte, en 1994, se mudó definitivamente a Santa María y allí estará por la eternidad, condenado a ver a sus personajes en loop, repitiendo sin fin los mismos gestos melancólicos, respondiendo sin fin las mismas preguntas en eternas entrevistas infernales. 

4. Tres viejos apacibles sentados en una plaza crearon el Boom de la literatura latinoamericana. Borges, Rulfo, Onetti. Todos ellos vieron, en las formas de la novela moderna, la posibilidad de retratar su propio país lejos del folclore y el regionalismo sin ambiciones. Tres viejos apacibles leyendo, como no podía ser de otra manera, a Proust, a Joyce y sobre todo a Faulkner. 

5. La imagen de Faulkner, antes que ninguna otra imagen. La imagen de un caballero sureño que revolucionaría las letras en Latinoamérica, donde haber sido más leído que en Estados Unidos. La imagen de Faulkner, gigante de un metro sesenta, con su pelo cortado al rape, y sus perros. La imagen de Faulkner en cueros. La imagen (no hay ninguna foto, pero uno puede imaginársela) que narraJoseph Blotner en su clásica biografía que en mis tiempos de estudiante universitario leí en la biblioteca: Faulkner borracho encima de un calesa, avergonzando a todos. La imagen de Faulkner como el Dios Tutelar del boom. De uno de los monólogos de Mientras agonizo, por ejemplo (el de la madre muerta) surge todo Pedro Páramo, de Rulfo. Del primer monólogo de El ruido y la furia, por ejemplo, surge esa pequeña joya oscura que es “Macario”. De Absalón Absalón! surge toda la obra de Onetti. O de Las palmeras salvajes traducida por Borges. Una de dos. 

6. Incluso la voz de Onetti, esa que sonaba (según Piglia) como la de la traducción de Borges de Las palmeras salvajes se lo debe todo, con sus largas y elegantes frases que a veces no parecen llegar a ninguna parte, con sus vericuetos, sus dubitaciones, sus aliteraciones, sus “y”, sus adjetivos a veces desmedidos, su narrador un poco confundido, un poco borracho, que no siempre entiende lo que pasa. Una voz que no deja de ser literaria, y es a la vez tremenda nítida y potente. Una voz que transforma cualquier hecho trivial en un suceso dramático de tremenda importancia. Larsen, por ejemplo, entra a un bar. Lo que para cualquier narrador minimalista podría resumirse en esa frase, se convierte, pasada por el filtro de Onetti, en: “Se sentó a una mesa para pedir cualquier cosa, albergue, cigarrillos que no había, un anís con soda; solo le quedaba esperar la lluvia y soportar oírla y verla –a través del vidrio con palabras en círculo, hechas con polvo matamoscas y que elogiaban a un sarnífugo– mientras durara en el barro expectante y el zinc del techo. Después sería el fin, la renuncia a la fe en las corazonadas, la aceptación definitiva de la incredulidad y la vejez”. Así se describe “Larsen entra a un bar” en El astillero. Tenía un estilo Onetti, ¿no?

7. Con Juntacadáveres y La vida breve, El astillero constituye la “trilogía de Santa María”, el espacio imaginario, los personajes y sobre todo el clima al que Onetti vuelve una y otra vez. Larsen, Petrus, Díaz Grey, son algunos de los que pueblan ese mundo que parece derrumbarse a cada paso como el sueño de un loco. Publicada en 1961, muestra tal despliegue técnico que a veces abruma. El narrador, por ejemplo: a veces omniciente, a veces testigo, a veces incluso parte de esa ciudad infernal (un “nosotros” que ve regresar a Larsen), va mutando sin avisarnos, como en una especie de viaje mental realizado con tal pericia que es difícil darse cuenta. Por momentos el narrador parece saberlo todo y por momentos mirar a Larsen en sus caminatas por Santa María como desde lo alto, como una cámara incómoda. Esto, disfrazado de ingenuidad y salvajismo. Fogwill (creo) decía que lo más difícil en la literatura es lograr una (falsa) naturalidad, que no se noten las costuras, las reescrituras, las correcciones. La voz de Onetti, el narrador que construye, parece recién salido del horno y sin embargo es el fruto de un trabajo intelectual muy árido. 

8. La historia de El astillero es, en apariencia, muy simple. Larsen, a quien habíamos visto en Juntacadáveres regenteando un prostíbulo, vuelve después de un exilio de varios años, conoce a la hija de Petrus, el dueño del astillero, y se propone casarse con ella. Pero esto, que suena engañosamente simple, está narrado con un nivel de detalle estremecedor, largos tiempos muertos cercanos a cierta clase de cine, y las vueltas de Larsen. En ese personaje gris, cínico, escéptico, Onetti lo pone todo: un alter ego desencantado, un héroe cuya única gracia es la de fracasar una y otra vez. Pero el sentido de la novela, si es que debemos buscar tal cosa, está puesto no tanto en lo que personajes piensan (rachas fragmentarias de incertidumbre) y ni siquiera en los hechos, en la historia, sino en todo aquello que Onetti aprende de los escritores modernistas; esto es: que en la forma de mirar ya hay un sentido. Que la forma de ver es el sentido.

9. Los procedimientos literarios, como el punto de vista variable del narrador de El astillero, nunca son inocentes. Son significativos, son significado en sí mismos, son formas en las que el sentido se expresa. Por eso la aparición del género fantástico, por ejemplo, con su ambigüedad en la clasificación de los hechos como sobrenaturales o como explicables, cuestionó la certidumbre de lo real. En el caso de esta novela, esos procedimientos son una declaración de fracaso: el de acceder a la verdad. Como en gran parte del realismo que se escribió en esa época, El astillero es la declaración de un fracaso ante la posibilidad de acceder a la verdad. Toda una declaración de principios para los que piensan que la verdad es una y que nombrándola ya la estamos recreando. La verdad es imposible, la verdad siempre está lejos, la verdad es aquello a lo que ni siquiera el viejo narrador que es similar a Dios puede acceder. De ahí la angustia de sus personajes, de ahí la falta de sentido. Los personajes de Onetti atraviesan laberintos que no desembocan en ninguna parte, o que solo desembocan en la muerte. En otra entrevista Onetti dijo: “La muerte es un absurdo. Un castigo espantoso. Engendrar a un niño es cometer un asesinato con efecto retardado”.

10. En una frase, todo El Quijote. Escribe Onetti: “Tampoco cree que Kunz –que tal vez esté vivo y tal vez lea este libro– haya mentido voluntariamente”. El juego entre la ficción y la realidad, la declaración de que estamos leyendo un libro, la posibilidad de que uno de sus personajes lo lea, se dispara hacia todas direcciones como muñecas rusas que se caen al piso y se rompen. En la segunda parte de El Quijote los personajes leen la primera parte, en Onetti uno de sus personajes “tal vez lea este libro”. A riesgo de spoliar, voy a citarles la última frase. Se dice que Larsen “Murió de pulmonía en El Rosario, antes de que terminara la semana, y en los libros del hospital figura completo su nombre verdadero”. El narrador no nos dice su nombre verdadero, probablemente ni siquiera lo sepa, pero termina el libro diciéndonos que en algún lugar ese nombre existe. El verdadero nombre de Larsen existe, pero no lo sabemos. La verdad existe pero no podemos conocerla.

 

 

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