El pasado no existe
Diario de Londres
Miércoles 17 de febrero de 2021
"Me agarra una sensación muy rara. Es como si yo, adulto, hoy, estuviera caminando al lado de un niño. Y ese niño soy yo mismo". Compartimos un fragmento del libro Cuadernos, de Andrés Di Tella, editado por Entropía.
Por Andrés Di Tella.
Vuelvo a Londres. Acá, en esta ciudad, viví, con mis padres, una parte de la infancia. Pero este viaje es diferente. Acaba de morir papá.
Aprovecho una tarde libre para caminar por Hampstead, el barrio donde vivíamos.
Me llaman la atención estos árboles. Saco el teléfono para tomar una foto y mandársela a mi hermano. Decido más bien filmar, teléfono en mano, tratando de quedarme lo más quieto posible. Los ojos se me llenan de lágrimas.
Busco un café al que fui una vez con papá. No lo encuentro, ¿habrá cerrado?
En esta esquina, pienso ahora, vi por última vez a mamá.
A la derecha, un negocio de fotografía, de esos que ya no existen, con paredes amarillo-Kodak. Me parece de buen augurio. Podría volver, en el futuro, a filmar una película.
Acá fui al colegio. En este patio me agarré a piñas por primera vez. Alguien me dijo: “Fucking wog”. Fucking wog. Todavía puedo escuchar esas palabras. No sé cómo traducirlo. Algo así como: “Negro de mierda”.
Mis pasos me llevan para atrás, a la prehistoria.
A estas calles. A esta esquina: Netherhall Gardens y Maresfield Gardens. Acá vivieron papá y mamá allá por el año 1955, antes de que yo naciera, cuando no eran todavía papá y mamá.
Empiezo a filmar la esquina, casas y árboles, sin saber con exactitud cuál era la casa de ellos.
Por la ventana de una casa, se escucha un piano, en medio del silencio. Me quedo quieto otra vez y trato de grabar el sonido, lo mejor posible, con el celular. Quiero conservar ese piano.
Me comunico con mi hermano Víctor, que pasó sus primeros meses de vida acá, y me confirma: 55 Netherhall Gardens.
Como si hubiera sabido, por casualidad filmé unas flores en el umbral de la casa. Y un banquito de plaza, ubicado en la vereda, delante del número 55. Ya me empieza a fallar el pulso.
No puede ser casualidad que hayan terminado viviendo acá, en este barrio y en esta calle. A apenas una cuadra y media de distancia estaba la casa donde vivió Sigmund Freud en su exilio, el último año de su vida, entre 1938 y 1939. Y donde después vivió su hija, Anna Freud. Recuerdo una frase de papá: “La manzana no cae lejos del árbol”.
No me animo a tocar el timbre de 55 Netherhall Gardens pero por suerte la casa de Freud se puede visitar.
Anna Freud: “Mi padre está aquí con un viejo amigo, habían ido juntos al colegio en Viena. Más tarde fue arqueólogo, profesor de arqueología en Roma. Venía a Viena una vez al año, en otoño, e inspeccionaba las nuevas piezas de la colección de antigüedades de mi padre. Y permanecieron como grandes amigos, toda la vida. Era un hombre muy agradable, muy querible. En esta imagen ninguno de los dos sabía que los estaban fotografiando. Es por eso que se ve todo tan natural. A mi padre no le gustaba que lo fotografiaran y habitualmente, cuando lo advertía, ponía mala cara. Aquí no se dio cuenta, je, je. Creo que esta es la mejor fotografía de toda la película...”.
La guía cuenta que, a la muerte de Freud, su hija clausuró la puerta del estudio, que quedó intacto, con las cortinas siempre cerradas. Recorro esta especie de mausoleo como si fuera un lugar propio, familiar. Siento que aquí adentro aún se respira el mismo aire que respiraron mis padres.
En la novela familiar hay incluso una conexión directa. Mimí Langer, que fue la primera psicoanalista de mamá en Buenos Aires, se formó a su vez en el Instituto Psicoanalítico de Viena, presidido por Freud.
De hecho, mamá se dedicó a la terapia infantil, disciplina que prácticamente fundó Anna Freud.
En cualquier momento me van a decir que no se pueden sacar fotos ni filmar. Antes de que eso suceda, el teléfono se queda sin batería.
Ya sin poder grabar más, desando los pasos que me llevaban al colegio desde mi casa de la infancia, sobre Redington Road. Tomo el atajo que descubrí una mañana, a través de un bosquecito, por Oak Hill Way.
Me agarra una sensación muy rara. Es como si yo, adulto, hoy, estuviera caminando al lado de un niño. Y ese niño soy yo mismo. Como si el niño que fui hubiera caminado una tarde de 1970 al lado de un fantasma que lo visitaba desde el futuro. Y el fantasma soy yo.
Por la noche, me invitan a un espectáculo. A orillas del río Támesis, Fuyiko Nakaya, un artista japonés, recrea la famosa neblina londinense, que ya casi no existe. Neblina imaginaria.
Mis años de Londres son también, ya, un poco imaginarios.
Camino por los canales de Camden Town. Cada tanto me detengo para grabar algo con el celular. Como para dejar un registro. Pero... ¿un registro de qué?
Se me ocurre una idea absurda y es esto: lo que sucedió ayer por la tarde pertenece tanto al pasado como lo que sucedió hace veinte años o hace cincuenta años.
Entonces, todo es pasado. En otras palabras: el pasado no existe.