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Ficción argentina

El galpón

Por Ricardo Strafacce

"Los ruidos de la ciudad se acallaban de a poco, los comercios bajaban sus persianas y el gobierno general entornaba los párpados": leé el arranque de la novedad de Blatt & Ríos.

Por Ricardo Strafacce.

 

 

En aquella jornada inolvidable, Leonardo arribó a su casa apenas pasadas las ocho de la noche como lo hacía habitualmente. Los ruidos de la ciudad se acallaban de a poco, los comercios bajaban sus persianas y el gobierno general entornaba los párpados. Entornaba los párpados, ojo, pero no los cerraba del todo: los funcionarios se aprestaban a retornar a sus hogares (pero algunos inventaban reuniones urgentes para irse de farra), las leyes, decretos y reglamentaciones se mantenían vigentes durante esas horas en las que lo apropiado es el descanso y la moneda extranjera empezaba, agazapada, su tensa vigilia. Aunque, en realidad, no tan agazapada: los turistas, deseosos de conocer “la noche de Buenos Aires”, comían parrilladas a cualquier hora, aplaudían cantores de tango a las tres de la mañana y recorrían las calles del Centro hasta que aterrizaban, borrachos, cuando faltaba poco para que amaneciera, en burdeles diseñados especialmente para ellos. Y como muchas veces (habían perdido sus tarjetas de crédito, las habían olvidado en el hotel o, sencillamente, querían mostrar la plata) pagaban con dólares vivos, el mercado paralelo no descansaba. Con lo cual, mientras el sol dormía, la divisa seguía de guardia: a toda hora debía haber una cotización (a la noche, el cambio en el mercado clandestino resultaba notoriamente desfavorable para los turistas; era más conveniente para ellos cambiar a la mañana, pero no les importaba: estaban de vacaciones y no reparaban en gastos).

Leonardo, que, como quería Perón, jamás había mirado un dólar a los ojos, abrió y transpuso la puerta cancel de su edificio, cruzó el hall, llegó al ascensor y, ya en éste, pulsó con mano desganada el número de su piso en el tablero. Después, se miró en el espejo.

La pobre imagen que recibió no lo afectó en lo más mínimo (estaba acostumbrado) e incluso lo entretuvo durante el viaje. Cuando se quiso acordar, ya llegaba a destino. Abrió entonces la doble puerta del ascensor, salió, la cerró y caminó por el estrecho corredor arrastrando los pies. Ya ante la puerta de su departamento, extrajo la llave del bolsillo, la hizo girar en la cerradura y abrió.

Cuando entró, Dolores, su mujer, estaba recostada en el sofá del living comedor besándose con un policía. La blusa semiabierta, el corpiño más sacado que puesto y la falda arremangada allende la mitad de los muslos indicaban que, además de los besos, el uniformado había internado –o empezaba a internar– sus manos bajo las ropas de la mujer. El brazo izquierdo de ella, que rodeaba los hombros del policía, descartaba todo forzamiento.

—Pero… ¿qué significa esto? –balbuceó Leonardo, aturdido.

Era una pregunta inútil, tanto porque la escena era suficientemente clara cuanto porque, al parecer, él no estaba en situación de hacer preguntas. Además, con ese “¿qué significa?” introducía una cuestión descaradamente semiológica1 . ¿O acaso la cosa tenía necesariamente que significar algo? Dolores y el policía se estaban besuqueando y punto; la escena, en principio, no merecía la mirada de la semióloga ni la del semiótico, tal como habría dictaminado el irregular (a veces le cuesta) crítico literario y profesor recibido José Amícola. Lamentablemente, hay que perder un par de minutos con Amícola. Sí, claro. Lo sabemos mejor que usted, lectorín. Un pelmazo. Pero no se puede eludir (aunque nos encantaría) la “Cuestión Amícola”. ¿Es boludo o se hace? Todavía no se sabe.2 Pero mejor volvamos a lo nuestro. Es decir, a Leonardo. La cosa es más o menos así:

En ese momento, en el momento en que Leonardo hacía preguntas inútiles (“¿Qué significa esto?”), la presencia de otros dos policías que ingresaron al living provenientes de la cocina provistos de vasos, hielera y botella de whisky aumentó su perplejidad. ¿Se trataba de allanamiento o de fiesta?, se preguntó. Todavía no se había contestado y ya le llegaban a la sorprendida cabeza otros interrogantes. Si era allanamiento, ¿qué buscaban? Y, si fiesta, ¿qué se festejaba?

Los que acababan de salir de la cocina depositaron todo sobre la mesita ratona que acompañaba al sofá y luego, a una seña del que hasta unos minutos antes se besaba con Dolores, rodearon a Leonardo y lo molieron a golpes.

Durante la paliza, Leonardo alcanzó a ver que su mujer, que seguía en el sofá con la ropa revuelta, tenía una expresión en la que se mezclaban la impaciencia y el fastidio. Cuando los policías dieron por concluida la faena, advirtió, tirado en el piso y muy estropeado, que los intrusos se servían el licor entre risas y chistes verdes. Al rato, el que parecía comandar la Partida ingresó, junto a Dolores y uno de sus subalternos, al dormitorio, cuya puerta cerraron tras de sí, mientras que el tercero permaneció de pie de este lado de la tal puerta, como si montara guardia.

¿Por qué no se quedaba en el sofá?, se sorprendió Leonardo desde el suelo. Cuesta admitir la pertinencia de esta pregunta. ¿Era posible que en su situación se interesara por la comodidad del intruso? ¿O acaso planeaba un contraataque que, en caso de que el otro volviera al sofá para holgarse con el whisky, se vería favorecido por el relajamiento de la vigilancia a que estaba sometido?

Nada de eso. Incapaz de una acción semejante, no tenía otra alternativa que dedicar ese tiempo muerto –aunque cargado de tensión– a tratar de entender qué tipo de procedimiento se estaba llevando adelante en su casa, por qué motivo, qué tenía que ver su esposa en el asunto y cuándo y cómo terminaría la pesadilla.

Al cabo de algo más de una hora, interrumpió sus cavilaciones el ruido que hizo la puerta del dormitorio al abrirse y volverse a cerrar. Tendido boca abajo sobre la alfombra del living, hizo un esfuerzo por levantar la cabeza y entonces advirtió que, si bien la puerta del dormitorio permanecía cerrada y desde adentro se escuchaban los jadeos y las voces de los hombres mezclados con los de su mujer, el uniformado que estaba de consigna de este lado de la puerta no era el mismo. No satisfecho con esta comprobación (el que ahora estaba de consigna había participado de la farra anterior dentro del dormitorio y el que ahora se divertía en el dormitorio antes había estado de consigna), Leonardo se animó a levantar unos centímetros la cabeza para observar mejor al centinela y entonces comprendió, con un nuevo sobresalto, que si bien el uniforme que lucía el hombre se parecía al que solían vestir los agentes de la Policía Federal presentaba una serie de detalles (festones en colores estridentes, un correaje que no parecía cumplir otras funciones que las meramente decorativas, charreteras que querían remedar las de los granaderos y una pluma multicolor en la gorra reglamentaria) que lo intrigaron sobremanera.

¿Y si los hombres que habían ingresado a su casa no eran policías? ¿Y si se trataba de forajidos disfrazados de servidores del orden? Esta hipótesis al principio lo alivió porque, pensó, podría hacer la denuncia al día siguiente o incluso esa misma noche –ya vería qué le convenía más– sin contar que si alguien (el encargado del edificio, por ejemplo) había detectado movimientos extraños y comunicado el hecho a las autoridades quizás la verdadera policía ya estuviera en camino. Pero inmediatamente cambió de parecer en torno a las consecuencias que debían extraerse de lo irregular del atuendo de sus visitantes: si los uniformados no eran policías, ¿hasta dónde serían capaces de llevar adelante ese atropello y aumentar las mortificaciones a las que los estaban sometiendo? Quedaba la posibilidad, se dijo sin demasiada convicción, de que se tratara de miembros de un grupo especial de alguna fuerza de seguridad. O de una broma organizada por sus compañeros de oficina. Evidentemente, quería tranquilizarse y en ese afán inventaba a toda velocidad (¿los muchachos habrían montado esa performance para festejar que él se había ganado la lotería?) explicaciones que no convencerían ni a un monaguillo drogado.3

Leonardo era la mar de insincero, sobre todo consigo mismo: ¿miembros de un grupo especial tipo geof, halcón o swat, entrenados para casos dificilísimos, que se movían con perros, armas telescópicas, psicólogos, mediadores y la mar en coche? La plumita colorinche en la gorra descartaba esta posibilidad. ¿Broma? ¿Performance? ¿Carnaval carioca de los compañeros de oficina? La paliza lo desmentía. ¿Lotería? ¡Si en su vida había comprado un billete! ¿Y si toda la escena estuviera siendo filmada para una costosa superproducción de Hollywood? Era una explicación posible, deliciosa inclusive: él y Dolores cobrarían millones de dólares. Había, sin embargo, un problema: no se veían cámaras por ninguna parte. Claro que él no sabía nada de la moderna tecnología. ¿No había escuchado acaso de la existencia de cámaras ocultas que cabían en una lapicera? ¡Qué en una lapicera! ¡En un botón cabían! Él mismo había visto decenas de películas de espías en las que aparecían camaritas del tamaño de un moco o más chicas inclusive. La película que estaban filmando en su casa podía tratarse precisamente de una película de espías, género muy trabajado por Hollywood. Lo raro era que, si bien los supuestos acoplamientos de Dolores con los policías ocurrían (es decir: no ocurrían) pudorosamente fuera de cuadro (y se escuchaba, también de mentirita, la banda de sonido de una fornicación enloquecida), no se hubieran contratado extras para las escenas de paliza. Y además: ¿por qué la película debía filmarse con cámaras ocultas? Que esas cámaras ocultas las tuvieran los actores porque así lo exigía la trama era lógico pero… ¿de quién las ocultaba el supuesto equipo de filmación? Equipo de filmación cuyos integrantes, al parecer, también estaban ocultos. Todo esto sin contar con que su mujer había sido manoseada, besuqueada y ultratoqueteada (acá tampoco hubo extras) delante de él por el Jefe de los disfrazados.

No, lo de la película era un delirio. Una pelotudez de infradotado. Leonardo se recriminó esta fantasía y decidió afrontar de una buena vez su situación. En primer lugar, no habría dólares. Y además: su mujer estaba en el dormitorio con dos falsos policías, él yacía tirado en el piso a merced de un tercero (que, debía reconocerlo, por el momento se mostraba bastante pacífico) y el ingreso de los tres disfrazados a su casa se trataba de un evento criminal con todas las letras. Por lo que había aprendido en los programas de tv (de tanto mirar noticieros y escuchar toda clase de opiniones ya se sentía prácticamente un abogado penalista Leonardo), el hecho, ciertamente tremendo y delictivo, constituía violación de domicilio, lesiones por ahora leves y abuso sexual en la modalidad enfiestamiento. Claro que el evidente consentimiento de Dolores podía borrar con el codo (o con las tetas, que, al flamear a vista y paciencia de los uniformados, constituirían prueba de ese consentimiento) toda la urdimbre legal que él acababa de armar desde el piso con rigor, frialdad y paciencia.

Como si hubiera querido ser prolijo en sus deducciones (o dejar lo peor para el final), tras descartar la hipótesis oficinesca y la cinematográfica, Leonardo pasó a interrogarse sobre la conducta de Dolores. Era evidente que no parecía encontrarse a disgusto con la situación, pero… ¿y si lo hacía para morigerar la brutalidad de los invasores? Tal vez estos le hubieran exigido, a punta de pistola, que se mostrara divertida y complaciente so pena de someterlos a torturas e incluso matarlos. ¿Y si su mujer se estaba sacrificando para que ambos “la sacaran barata”? Estas ensoñaciones al principio lo alegraron pero un aullido proveniente del dormitorio más sonoro que todos los anteriores lo devolvió violentamente a la realidad.

 

1 O semiótica, vaya uno a saber.

2 Nosotros, de todos modos, lo consultamos a escondidas porque es muy investigador y muy de citar cosas el tipo. Por eso nos dolió que en su difícil de pasar por alto Sadomasoquismo, ventriloquía y literatura (o cosa parecida) escribiera algunas (pocas, nada muy grave) tonterías.

3 Aunque cuidado, ¡cuidadito! Nunca se puede estar del todo seguro (Amícola).

 

 

 

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