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El efecto de realidad

Por Roland Barthes

"Incluso cuando no son numerosos, los “detalles inútiles” parecen inevitables: todo relato, al menos todo relato occidental común y corriente, los tiene": uno de las piezas de Un mensaje sin código, el tomo que Godot compiló con los ensayos completos de Communications del semiólogo francés.

Por Roland Barthes. Traducción de Matías Battistón.

Cuando Flaubert, al describir la sala donde está Madame Aubain, la empleadora de Félicité, nos dice que “un viejo piano soportaba, bajo un barómetro, un montón piramidal de cajas y cartones”1, cuando Michelet, al narrar la muerte de Charlotte Corday y contar que en prisión, antes de la llegada del verdugo, ella recibió la visita de un pintor para que le hiciera un retrato, precisa que “después de una hora y media, alguien llamó suavemente a una puertita detrás de ella”2, estos autores (entre muchos otros) producen anotaciones que el análisis estructural, ocupado en dividir y sistematizar las grandes articulaciones del relato, hasta ahora generalmente ha dejado de lado, sea porque excluye del inventario (al no hablar de ellos) a todos los detalles “superfluos” (en relación con la estructura), sea porque trata esos mismos detalles (el propio autor de estas líneas ha intentado hacerlo)3 como “rellenos” (catálisis), dotados de un valor funcional indirecto, en la medida en que su adición constituye algún indicio de carácter o de atmósfera, para que así la estructura finalmente pueda recuperarlos.

Sin embargo, todo indica que si el análisis busca ser exhaustivo (¿y qué valor podría tener un método que no diera cuenta de la integralidad de su objeto, es decir, en este caso, de toda la superficie del tejido narrativo?), y abarcar el detalle absoluto, la unidad indivisible, la transición fugitiva, para asignarle su lugar en la estructura, inevitablemente debe encontrarse con anotaciones que ninguna función (ni siquiera la más indirecta) permite justificar: estas anotaciones son escandalosas (desde el punto de vista de la estructura) o, lo que es todavía más inquietante, parecen corresponder a una suerte de lujo de la narración, pródiga hasta el punto de dispensar detalles “inútiles” y elevar así por momentos el costo de la información narrativa. Pues aunque en la descripción de Flaubert, en todo rigor, es posible ver la anotación del piano como un indicio de la condición burguesa de su propietaria, y la anotación de los cartones como un signo de desorden y de cierto abandono, lo que resulta apropiado para connotar la atmósfera de la casa de los Aubain, no hay finalidad alguna que parezca justificar la referencia a un barómetro, objeto que no es ni incongruente ni significativo y que por lo tanto no participa, a primera vista, del orden de lo notable; y en la frase de Michelet nos encontramos con la misma dificultad para dar cuenta estructuralmente de todos los detalles: que el verdugo venga después del pintor es lo único que resulta necesario para la historia: el tiempo que dura la pose, la dimensión y la situación de la puerta son inútiles (si bien el tema de la puerta, la suavidad de la muerte al llamar, tiene un valor simbólico indiscutible). Incluso cuando no son numerosos, los “detalles inútiles” parecen inevitables: todo relato, al menos todo relato occidental común y corriente, los tiene.

La anotación insignificante4 (tomando esta palabra en el sentido fuerte: aparentemente sustraída de la estructura semiótica del relato) tiene cierto parentesco con la descripción, aunque el objeto solo parezca estar denotado por una única palabra (en realidad, la palabra pura no existe: el barómetro de Flaubert no está citado en sí mismo; está situado, atrapado dentro de un sintagma a la vez referencial y sintáctico); así se subraya el carácter enigmático de toda descripción, del que deberíamos decir unas palabras. La estructura general del relato, al menos la que se ha analizado aquí y hasta ahora, se presenta como esencialmente predictiva; si esquematizamos al máximo, y no tenemos en cuenta los numerosos desvíos, retrasos, rodeos y decepciones que el relato impone institucionalmente a este esquema, puede decirse que, en cada articulación del sintagma narrativo, alguien le dice al héroe (o al lector, da igual): si actúas de tal manera, si eliges tal alternativa, esto es lo que vas a conseguir (el carácter referido de esas predicciones no altera su naturaleza práctica). El caso de la descripción es completamente distinto; esta no tiene ninguna marca predictiva; al ser “analógica”, su estructura es puramente aditiva y no implica ese despliegue de opciones y alternativas que le otorga a la narración el aspecto de un vasto dispatching, provisto de una temporalidad referencial (y ya no solo discursiva). Esa es una oposición que, antropológicamente, tiene su importancia: cuando empezamos a imaginar, bajo la influencia de los trabajos de Karl von Frisch, que las abejas podían tener un lenguaje, se comprobó que, si bien esos animales disponían de un sistema predictivo de danzas (para recolectar comida), este no tenía nada que se pareciera a una descripción.5 La descripción aparece así como algo en cierto modo “propio” de los lenguajes llamados superiores, en la medida, aparentemente paradójica, en que no está justificada por ninguna finalidad de acción o de comunicación. La singularidad de la descripción (o del “detalle inútil”) en el tejido narrativo, su soledad, plantea una cuestión de la mayor importancia para el análisis estructural de los relatos. Esta cuestión es la siguiente: ¿todo en el relato es significante? Y si no lo es, si subsisten en el sintagma narrativo ciertas zonas insignificantes, ¿cuál sería en definitiva, por así decirlo, la significación de esta insignificancia?

Debemos recordar que la cultura occidental, en una de sus corrientes principales, nunca ha ubicado la descripción por fuera del sentido, y la ha dotado de una finalidad perfectamente reconocida por la institución literaria. Esta corriente es la retórica, y esa finalidad es la de lo “bello”: la descripción ha tenido durante largo tiempo una función estética. La Antigüedad no tardó en sumar a los dos géneros expresamente funcionales del discurso, el judicial y el político, un tercer género, el epidíctico, discurso decorativo, que busca la admiración del auditorio (y ya no persuadirlo), y que contenía el germen —cualesquiera fueran las reglas rituales de su uso: elogio de un héroe o necrológica— de la idea misma de una finalidad estética del lenguaje; en la neorretórica alejandrina (la del siglo II después de Cristo), hubo una pasión por la ékphrasis, fragmento brillante, separable (es decir, dotado en sí de una finalidad, independiente de toda función de conjunto), que tenía por objeto la descripción de lugares, de épocas, de personas o de obras de arte, tradición que perduró a lo largo de la Edad Media. En aquella época (como Curtius bien ha señalado)6, la descripción no estaba sujeta a ningún tipo de realismo; no importaba su veracidad (ni siquiera su verosimilitud); no causaba ninguna molestia poner leones u olivos en un país nórdico; solo importaban las exigencias del género descriptivo; la verosimilitud en este caso no es referencial, sino abiertamente discursiva: las reglas genéricas del discurso son las que imponen su ley.

Si saltamos a Flaubert, veremos que la finalidad estética de la descripción todavía es muy fuerte. En Madame Bovary, la descripción de Ruan (referente real si los hay) está sometida a las restricciones tiránicas de lo que deberíamos llamar lo verosímil estético, como lo prueban las correcciones aportadas a ese fragmento a lo largo de seis redacciones sucesivas.7 En primer lugar, ahí vemos que las correcciones no proceden en absoluto de una mayor consideración del modelo: Ruan, percibida por Flaubert, sigue siendo la misma o, para ser más exactos, si él cambia algo de una versión a otra es solo porque hace falta pulir una imagen o evitar una redundancia fónica que viole las reglas del buen estilo, o también para “meter” una expresión feliz del todo contingente8; de inmediato percibimos que el tejido descriptivo, que a primera vista parece dar una gran importancia (por la extensión, por el esmero en los detalles) al objeto Ruan, en realidad solo es una suerte de telón de fondo destinado a recibir las joyas de algunas metáforas raras, el excipiente neutro, prosaico, que envuelve a la preciosa sustancia simbólica, como si de Ruan apenas importaran las figuras retóricas a las que se presta la vista de la ciudad, como si Ruan solamente fuera notable por sus sustituciones (“los mástiles como un bosque de agujas, las islas como grandes peces negros quietos, las nubes como olas aéreas que se rompen en silencio contra un acantilado”); finalmente, se ve que toda la descripción está construida para que Ruan parezca una pintura: de lo que se hace cargo el lenguaje es una escena pintada (“Así, visto desde arriba, el paisaje entero parecía inmóvil, como una pintura”); el escritor aquí encarna la definición que da Platón del artista, un hacedor de tercer grado, porque imita lo que ya es la simulación de una esencia.9 Por lo tanto, aunque la descripción de Ruan sea perfectamente “impertinente” en relación con la estructura narrativa de Madame Bovary (no se la puede vincular a ninguna secuencia funcional ni a ningún significado de carácter, atmósfera o sapiencia), no resulta escandalosa en lo más mínimo, y queda justificada, si no por la lógica de la obra, al menos por las leyes de la literatura: su “sentido” existe y depende de la conformidad, no al modelo, sino a las reglas culturales de la representación.

Sin embargo, la finalidad estética de la descripción flaubertiana está muy mezclada con imperativos “realistas”, como si la exactitud del referente, superior o indiferente a cualquier otra función, al parecer exigiera y justificara por sí sola que se lo describa, o —en el caso de las descripciones que se reducen a una palabra— se lo denote: las restricciones estéticas aquí se combinan —por lo menos, a título de excusa— con constricciones referenciales: es probable que si uno llegara a Ruan en diligencia, la vista que tendría al bajar por la costa que conduce a la ciudad no sería “objetivamente” distinta del panorama que describe Flaubert. Esta mezcla —este cruce— de constricciones tiene una doble ventaja: por una parte, la función estética otorga un sentido “al fragmento” y detiene lo que podría llevar a un vértigo de la anotación, porque ni bien el discurso dejara de estar guiado y limitado por los imperativos estructurales de la anécdota (funciones e indicios), ya nada nos indicaría por qué habríamos de poner fin a los detalles de la descripción en un punto y no en el otro; si no estuviera sometida a una elección estética o retórica, toda “vista” sería inagotable para el discurso: siempre habría una esquina, un detalle, una inflexión de espacio o de color para referir; por otro lado, al postular el referente como realidad, al fingir seguirlo de un modo esclavo, la descripción realista evita dejarse arrastrar a una actividad fantasiosa (precaución que se creía necesaria para la “objetividad” del relato); la retórica clásica en cierto sentido había institucionalizado la fantasía bajo el nombre de una figura particular, la hipotiposis, que se encarga de “poner las cosas ante los ojos al oyente”, no de una manera neutra, corroborativa, sino dejando a la representación todo el lustre del deseo (esto formaba parte de un discurso vivamente iluminado, de bordes coloridos: la illustris oratio); al renunciar declarativamente a las constricciones del código retórico, el realismo debe encontrar una nueva razón para describir.

Los residuos irreductibles del análisis funcional tienen esto en común, detonan lo que comúnmente se llama la “realidad concreta” (pequeños gestos, actitudes transitorias, objetos insignificantes, palabras redundantes). La “representación” pura y simple de lo “real”, la despojada narración de “lo que es” (o ha sido) aparece así como una resistencia al sentido; esta resistencia confirma la gran oposición mítica entre lo vivido (lo viviente) y lo inteligible; basta con recordar que, en la ideología de nuestro tiempo, la referencia obsesiva a lo “concreto” (en lo que se les exige retóricamente a las ciencias humanas, a la literatura, a las conductas) está siempre armada como una máquina de guerra contra el sentido, como si, por una exclusión de derecho, lo que está vivo no pudiera significar, y viceversa. La resistencia de lo “real” (bajo su forma escrita, desde luego) a la estructura está muy limitada en el relato ficticio, construido por definición sobre la base de un modelo que, a grandes rasgos, no impone otras constricciones que las de lo inteligible; pero esa misma “realidad” se convierte en la referencia esencial en el relato histórico, que en teoría narra “lo que ha pasado realmente”: ¿qué importa entonces que un detalle no tenga función alguna siempre y cuando denote “lo que ha tenido lugar”? La “realidad concreta” se transforma en la justificación suficiente del enunciado. La historia (el discurso histórico: historia rerum gestarum), de hecho, es el modelo de esos relatos que admiten rellenar los intersticios entre sus funciones mediante anotaciones estructuralmente superfluas, y es lógico que el realismo literario haya sido, con pocas décadas de diferencia, contemporáneo del imperio de la historia “objetiva”, a lo que deberíamos agregar el desarrollo actual de las técnicas, las obras y las instituciones basadas en la necesidad incesante de autentificar lo “real”: la fotografía (testigo en bruto de “lo que existió ahí”), el reportaje, las exposiciones de objetos antiguos (el éxito del show de Tutankamón lo demuestra), el turismo de monumentos y lugares históricos. Todo eso nos dice que lo “real” ya se considera suficiente en sí; que es lo bastante fuerte para desmentir toda idea de “función”; que su enunciación no tiene ninguna necesidad de integrarse a una estructura; y que el haber-estado-ahí de las cosas es un principio suficiente del habla.

Desde la Antigüedad, lo “real” estuvo del lado de la Historia; pero solo para oponerse mejor a lo verosímil, es decir, al orden mismo del relato (de la imitación o “poesía”). Toda la cultura clásica ha vivido durante siglos con la idea de que lo real no podía contaminar de ninguna manera lo verosímil; en primer lugar, porque lo verosímil nunca excede lo meramente opinable: está sometido por completo a la opinión (del público); Nicole decía: “No hay que mirar las cosas como son en sí mismas, ni como sabe que son quien habla o quien escribe, sino solo en relación con lo que saben quienes leen o quienes entienden”10; en segundo lugar, porque lo verosímil es general y no particular, a diferencia de la Historia, según se pensaba (de ahí la tendencia en los textos clásicos a funcionalizar todos los detalles, a producir estructuras sólidas y a no dejar, al parecer, ninguna anotación bajo la mera garantía de lo “real”); por último, porque en lo verosímil lo contrario nunca es imposible, ya que la anotación se basa en una opinión mayoritaria, pero no absoluta. La palabra clave que se sobreentiende al comienzo de todo discurso clásico (sometido a la verosimilitud antigua) es Esto (en latín, “Sea”, “Admitiendo que...”). La anotación “real”, fragmentaria, intersticial, por así decirlo, que aquí exponemos, renuncia a esa introducción implícita, y se ha desembarazado de toda intención ulterior de postular que ocupa un sitio dentro del tejido del texto. Por eso mismo, hay una ruptura entre la verosimilitud antigua y el realismo moderno; pero también por eso mismo nace una nueva verosimilitud, que es precisamente el realismo (por esto entendemos todo discurso que acepte enunciaciones acreditadas por el referente solo).

Semióticamente, el “detalle concreto” está constituido por la colusión directa de un referente y un significante; el significado se ve expulsado del signo y, con él, por supuesto, se ve expulsada la posibilidad de desarrollar una forma del significado, es decir, de hecho, la estructura narrativa en sí (es verdad que la literatura realista es narrativa, pero solo porque ahí el realismo es meramente fragmentario, errático, y queda confinado a los “detalles”; el relato más realista que podamos imaginar se desarrolla según vías irrealistas). Eso es lo que podría llamarse la ilusión referencial.11 La verdad de esta ilusión es la siguiente: al suprimirse de la enunciación realista como significado de denotación, lo “real” regresa como significado de connotación; ya que, en el mismo momento en que se supone que esos detalles denotan directamente lo real, no hacen más que significarlo sin decirlo; el barómetro de Flaubert, la puertita de Michelet, a fin de cuentas, no dicen más que esto: nosotros somos lo real; lo que se está significando entonces es la categoría de lo “real” (y no sus contenidos contingentes); en otras palabras, la carencia misma de significado en provecho del mero referente se convierte en el significante mismo del realismo: se produce un efecto de realidad, fundamento de esa verosimilitud inconfesada que forma la estética de todas las obras corrientes de la modernidad.

Esta nueva verosimilitud es muy diferente a la antigua, porque ya no es el respeto a las “leyes del género”, ni siquiera su máscara, y procede en cambio de la intención de alterar la naturaleza tripartita del signo para hacer de la anotación el encuentro puro entre un objeto y su expresión. La desintegración del signo —que a todas luces parece ser la ocupación principal de la modernidad— está presente en el proyecto realista, sin duda, pero de una manera en cierto modo regresiva, pues se hace en nombre de una plenitud referencial, mientras que hoy por hoy, en cambio, se trata de vaciar el signo y de hacer retroceder infinitamente su objeto hasta poner en cuestión, de un modo radical, la estética secular de la “representación”.

1 G. Flaubert, “Un cœur simple”, Trois contes, París, Charpentier-Fasquelle, 1893, p. 4.

2 J. Michelet, Histoire de France, La Révolution, vol. V, Lausanne, éditions Rencontre, 1967, p. 292.

3 “Introduction à l’analyse structurale des récits”, Communications, n.º 8, noviembre de 1966, pp. 1-27. 

4 En este breve examen, no daremos ejemplos de anotaciones “insignificantes”, pues lo insignificante solo puede denunciarse al nivel de una estructura muy vasta: citada, una anotación no es ni significante ni insignificante: necesita un contexto ya analizado.

5 F. Bresson, “La signification”, en Problèmes de Psycho-linguistique, París, P.U.F., 1963.

6 E. R. Curtius, La littérature européene et le Moyen Age latin, París, P.U.F., 1956, cap. X.

7 Las seis versiones sucesivas de esta descripción pueden encontrarse en A. Albalat, Le travail du style, Armand Colin, 1903, p. 72 y ss.

8 Mecanismo bien observado por Valéry, en Littérature, cuando comenta el verso de Baudelaire: “La servante au grand cœur…” (“Este verso le vino a Baudelaire […] Y Baudelaire lo continuó. Enterró a la cocinera bajo el césped, algo que se opone a las costumbres, pero respeta rima, etc.”).

9 Platón, República, X, 599.

10 Citado por R. Bray, Formation de la doctrine classique, París, Nizet, 1963, p. 208.

11 Ilusión claramente ilustrada por el programa que Thiers le asignaba al historiador: “Ser simplemente veraz, ser lo que son las cosas en sí, no ser más que ellas, ser solamente a través de ellas, como ellas, tanto como ellas” (citado por C. Jullian, Historiens français du xixè siècle, Hachette, s.d., p. LXIII).

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