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El crimen no paga

Mark Twain, cargado

La pluma asesina

"El arte y el crimen se atraen y rechazan como dos siameses perversos", escribe Kupchik. Algunas paradas por la historia de ese cuadro en la literatura, que "abunda en relaciones que aspiran a la perfección sin llegar a entender la complicación de su precio: alcanzarla es disolverse".

Por Christian Kupchik.

En los últimos tiempos, así como la crónica en sus diferentes niveles temáticos parece hacerse cargo de cierto registro narrativo, “lo policial” abrió su diapasón hasta introducirse en los poros más secretos del relato. En su obra “El crimen perfecto”, el francés Jean Baudrillard justificaba el título a partir del asesinato de la realidad, su desaparición irreversible: “la realidad ha sido expulsada de la realidad”. ¿Por qué es perfecto? Porque no deja huellas. Al mismo tiempo, nos revela una paradoja: de ser perfecto, es que no existe. Así en la vida como en la literatura. 

 

I

    Hipótesis posible del asesinato. 

    Caín es un tipo laborioso, pero ya está algo cansado. Lleva horas hiriendo la tierra y la espalda le duele. El cielo se muestra de un azul imposible, como si acabara de inventarse el concepto azul, y bajo esa tela revolotean algunas águilas. Las últimas aguas del deshielo se precipitan por el valle, y la tierra se nota vigorosa, provocativa, seductora. Caín se enjuga el sudor y reanuda el trabajo. Su azada tiene una empuñadura de madera que sujeta una piedra afilada. 

    Caín tiene un hermano, que quizás no por casualidad se llama Abel. Los nombres de los hermanos forman una pareja bipolar. Abel proviene del hebreo, hebel, que significa “aliento” o “vapor”, es decir, todo lo que se mueve y vive y es perecedero, incluso su propia vida. La raíz etimológica de Caín parece ser el verbo kanah: “adquirir”, “obtener”, “tener propiedad”, por lo tanto, “gobernar”. Significa, también, “forjador de metal”, y dado que en varios idiomas –incluido el chino– las palabras “violencia” y “subyugación” están asociadas al descubrimiento del metal, es probable que Caín y sus descendientes estén predestinados a la magia negra de la tecnología.

    Abel tañe su flauta bajo la sombra de un árbol. Caín se detiene a escuchar. Endereza su espalda con dificultad. Se lleva la mano a la frente para protegerse del resplandor y otea sus tierras. Las ovejas pisotearon el trabajo de la mañana. Sin pensar en nada, echa a correr en dirección a su hermano blandiendo la azada mientras elabora un grito. Caín escucha su grito como si no le perteneciera.

    Yahvé permite que Caín expíe su culpa, con la única condición de que pague el precio. Le niega “los frutos de la tierra” y lo obliga a deambular como “un fugitivo y vagabundo” por la tierra de Nod, que significa “erial” o “desierto”, o sea, el lugar por donde Abel deambuló antes que él. Su crimen no podía pasar inadvertido. Ningún crimen. Esto quedó escrito. El asesinato cumplió su ley.

 

II

    Todo en este mundo tiene dos caras. El asesinato, por ejemplo, puede verse por su lado moral (...) o puede verse desde el punto de vista estético, como lo llaman los alemanes, es decir, en relación con el buen gusto (...) La gente empieza a darse cuenta de que en la composición de un bello crimen intervienen algo más que dos imbéciles, uno que mata y otro que es asesinado, un cuchillo, una bolsa y una callejuela oscura. Un designio, señores, la agrupación de las figuras, luz y sombra, poesía, sentimiento, se consideran ahora indispensables para intentos de esta naturaleza”.

    Cuando escribió estas palabras en 1827, el erudito opiómano que fue Thomas De Quincey lejos estaba de imaginar que su parábola humorística, El asesinato considerado como una de las bellas artes, sería considerado tan en serio por sus hijos del futuro. Para que el asesinato acepte una consideración estética, se ha hecho un lugar común –sobre todo en las sociedades desarrolladas urbanas– la exigencia de que resulte perfecto. Y por perfecto se entiende, que no sea descubierto, es decir, que no exista. El dilema, en el crimen y en el arte, pasa por la cuestión del autor: nadie acepta concebir una obra maravillosa sin prestar su firma. El tema, entonces, pasa por la evidencia. 

    El último capítulo de este desafío (aunque siempre habrá tiempo para uno nuevo) tuvo lugar en Wroclaw, Polonia, y sus resonancias aún doblan incrédulas su eco en cualquier lugar. En diciembre de 2000, apareció flotando sobre el río Oder un cadáver mutilado. El cuerpo llevaba las manos atadas detrás de la nuca y señales de haber sido torturado. Se supo que la víctima se llamaba Dariusz J., y era dueño de una pequeña agencia de publicidad. 

    Tres años después de ese crimen apareció una novela, Amok, de un joven autor llamado Krystian Bala. La obra, inscripta en el género negro, obtuvo muy buenas críticas por los especialistas polacos, que resaltaban la eficacia y credibilidad en la construcción de los hechos. A todo esto, al cabo de cinco años de investigaciones, la policía no podía arriesgar la más mínima hipótesis respecto al asesino de Dariusz J.: no parecían existir móviles posibles, ni se encontró rastro capaz de develar alguna sospecha. Hasta que una llamada anónima advirtió a la policía: “Lean Amok”. Ya habían llegado a la policía un par de correos electrónicos desde Indonesia y Corea del Sur que describían el asesinato como el crimen perfecto, pero se pensó que sólo era una broma. Ahora, quizás algo aburrido y frustrado por la falta de resultados, el inspector Wroblewski hizo caso a la recomendación. La lectura lo dejó helado: eso no era la ficción imitando la realidad, sino al revés. El libro revelaba detalles que sólo podían conocer la policía o el asesino. A pesar de que Bala salió airoso de una prueba con el detector de mentiras, algunos cabos sueltos lo incriminaron. Cuatro días del crimen Bala vendió por Internet un celular idéntico al que poseía la víctima, que nunca apareció. Además, había estado buceando en Indonesia y Corea del Sur precisamente en las mismas fechas que llegaron los sugestivos mensajes. Pero lo decisivo fue el alegato de su ex esposa, quien tuvo relación con Dariusz J. y describió a Bala como “un obsesivo” que quería controlarla todo el tiempo. 

    Aún cuando el escritor siempre insistió en que había creado una ficción basada en información periodística, las pruebas resultaron concluyentes: le esperan 25 años de condena. No obstante, subyace una cuestión aún más inquietante: ¿qué hubiese ocurrido de no haber escrito Amok, incluso de no haberla publicado? Posiblemente Bala hubiese consumado el crimen perfecto, aunque a quien podría importarle si para nadie resultaba conocido.

 

III

    El arte y el crimen se atraen y rechazan como dos siameses perversos. Existen casos inversos al de Bala, en donde el contacto seco y directo con la muerte busca la literatura. El norte europeo es pródigo en algunos ejemplos por lo menos curiosos. 

    La noche del 28 de febrero de 1986 el Primer Ministro sueco, Olof Palme, volvía caminando con su esposa Lisbeth del cine, donde asistieron a ver Los hermanos Mozart, una comedia. Caminaban despreocupadamente y sin custodia, como de costumbre, por la céntrica avenida Sveavägen, de Estocolmo. De pronto, de la noche surgió como un espectro una figura que se hizo cargo del magnicidio. Los suecos creyeron que se trataba de una mala broma o una pesadilla. Al menos eso pensó Hans Holmer, el jefe de policía del reino, quien se encontraba durmiendo en un hotel a 450 kilómetros de la escena del crimen. Tan dormido se encontraba, que demoró casi seis horas en activar la alarma que cerraba las fronteras del país. En medio de la incredulidad y el dolor, las teorías conspirativas se multiplicaron. La CIA o la KGB, los kurdos o los servicios secretos sudafricanos, cualquiera parecía tener elementos para arrogarse el crimen. Finalmente, fue apresado un pobre drogadicto llamado Christer Petterson, quien resultó absuelto en el juicio. 

    En un momento el desconcierto de los investigadores llegó a ser tan grande, que en la Feria del Libro de Gotenburgo, en 1987, hubo una mesa redonda con escritores policiales (la inglesa P.D. James, algunos americanos y nórdicos también participaron) a los que se les brindó las evidencias para que cada uno de ellos expusiera su teoría. Nunca se reveló nada acerca de la eficacia de la ficción especulativa aplicada sobre un misterio real pero, según parece, el consejo de los investigadores a los creativos habría sido un laudatorio “dedíquense a escribir”.

    Holmer también tomó en consideración la sugerencia, al comprobar que era mucho más sencillo imaginar crímenes en la ficción que resolverlos en la realidad. En 1988 presentó su renuncia a la policía y publicó su primera obra: Olof Palme är skjuten! (¡Asesinaron a Olor Palme!). Si bien sus libros no obtuvieron demasiado éxito, sirvió para renovar el género policial en Suecia, con el ya reconocido Henning Mankell, y también Ake Edwardson y Stieg Larsson. En la vecina Finlandia, un colega resolvió seguir el ejemplo de Holmer con mayor fortuna. Cansado de lidiar con el crimen, el ex detective Matti Joensuu creó al sargento Timo Harjunpää, un policía crepuscular y solitario que debe enfrentarse con una bizarra gama de personajes patibularios. Cuando se le pregunta a Joensuu si esos personajes están basados en la realidad, se limita a sonreír, aunque en privado les está muy agradecido: sus libros ya fueron traducidos a una docena de idiomas y le permiten vivir mejor que con su sueldo de policía.

    Aún más extraño es el caso de Tuomari Nurmio. Apareció en escena en los 80 un nuevo exponente del nuevo punk-rock finés. Alto y desgarbado, se presentaba al público con un traje lustroso, una fina corbata negra, lentes de grueso marco negro y el cabello peinado con mucho gel hacia atrás. El aspecto oficinesco contrastaba con la violencia de su voz aguardentosa, que escupía letras violentas con crudas denuncias contra el sistema judicial. Nurmio sabía de lo que hablaba: Tuomari, en finlandés, no es un nombre sino un oficio, Juez. El juez Nurmio durante el día resolvía los casos que aullaba durante la noche. No lo soportaron más ni la Justicia ni el rock (aunque sigue cantando).

    Definitivamente, en el Norte la muerte no es tan fría.

 

IV

    Cuando Mark David Chapmann descargó cuatro veces su revolver sobre el cuerpo de John Lennon, se quedó sentado frente al Dakota imaginando que al fin se había convertido en Holden Caulfield, el protagonista de The Catcher in the Rye (El guardián en el centeno) la célebre novela de J. D. Salinger.

    Giuseppe “Pino” Pelosi, el brutal asesino que en 1975 terminó en un descampado de Ostia con la vida de Pier Paolo Pasolini, luego de cumplir una condena de nueve años, al leer la obra de su víctima admitió ser su primer admirador, y como una forma de redimir su crimen, intenta –sin mayor fortuna– entregarse a la poesía.

    La bala que en 1951 mató a su mujer, Joan Vollmer, fue la que impulsó a William Burroughs a la escritura. “Aquel incidente me puso en contacto con el invasor; el espíritu del mal maniobró en mí y convirtió mi vida en un lucha, de modo que no tuve otra opción”, aseguraba.

    Mientras esperaban en el “corredor de la muerte”, Truman Capote sufría por el vínculo simbiótico que lo unía a los asesinos Richard Hickock y Perry Smith, verdaderos protagonistas de A sangre fría.

    La historia del crimen y la literatura abunda en relaciones que aspiran a la perfección sin llegar a entender la complicación de su precio: alcanzarla es disolverse.

 

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