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El club de la vergüenza literaria

Por Matías Moscardi

"¿Acaso lo bueno no se parece muchas veces demasiado a lo malo? La vergüenza genera una distancia policial entre la genialidad y la estupidez, el talento y la pavada, la obra magnánima y la trivialidad absoluta", dice Matías Moscardi en esta nueva entrega.  "¿Será tan alto el poder de la vergüenza y su necesidad de exorcizarla que, como fuerza de cohesión social, podrá producir y modelar poéticas y estéticas, mandatos culturales y hasta políticas?", sigue. 

Por Matías Moscardi.

 

La primera regla del Club de la Vergüenza es que no se habla del Club de la Vergüenza. Al narrador del «El Aleph» le da vergüenza ese poeta de cuarta que es Carlos Argentino Daneri: lo siente artificioso, solemne, engreído, pretensioso y ridículo. En el cuento de Borges, la vergüenza y la devaluación de la torpe imagen de escritor de Daneri –nombre que surge de la contracción degradada de Dante Alighieri– son necesarias para el giro de Netflix con el que nos sorprende el relato: las cartas amorosas, «obscenas», que Beatriz Viterbo le enviaba a Daneri y que el narrador descubre como corolario, después de asomarse al Aleph.

Más terrible que el hecho de que Daneri sea el primo hermano de Viterbo es el hecho de que Daneri es un pésimo poeta. La cuestión de la calidad literaria está por encima del problema del incesto, que no escandaliza al narrador. Por el contrario, la pregunta importante es una pregunta en donde, de alguna manera, se solapan el valor literario y valor amoroso: ¿quién podría enamorarse de ese loser de enfrente y no de mí, de Borges? Y, sin embargo, en algo se parecen el narrador y aquello que le produce una mundana «vergüenza ajena». Recordemos que Borges, en este texto, habla de su «desesperación de escritor» –¿devenir Sábato de Borges? ¡Já!–, del «populoso mar» y del «engranaje del amor», cosas que bien podría haber escrito el mismísimo Carlos Argentino. El psicoanálisis sospecha que, en efecto, toda vergüenza «ajena» surge de la excesiva proximidad de un defecto propio que queremos conjurar pero que nos habita y nos estorba como un mosquito en una noche de insomnio y que el otro encarna y nos devuelve de manera especular, cruda y salvaje, dejándonos destapados y expuestos a sucesivas picaduras.

¿Habría que escribir una historia de la vergüenza? Podría empezar por un epigrama de Marcial titulado «A Pontiliano, un poeta malo»:

 

¿Por qué no te envío, Pontiliano, mis libros?

Para que no me envíes, Pontiliano, los tuyos.

 

Este epigrama siempre me hace reír, quizás por el alto nivel de actualidad que supone. ¿Por qué Marcial no querrá recibir los libros de Pontiliano? ¿Le darán vergüenza? Precisamente, la vergüenza enloquece los valores literarios: ¿acaso lo bueno no se parece muchas veces demasiado a lo malo? ¿Esos poemas infantiles de Fernanda Laguna no se parecen mucho a Beckett, a Kafka, a la princesa de Ruben Darío? La vergüenza genera una distancia policial entre la genialidad y la estupidez, el talento y la pavada, la obra magnánima y la trivialidad absoluta.

Pienso en otras escenas de vergüenza en la literatura argentina. Se me ocurre una fundacional: cuando, en el apéndice del Facundo, Sarmiento analiza las proclamas que llevan la firma de Quiroga y apunta:

«La incorrección del lenguaje, la incoherencia de las ideas y el empleo de voces que significan otra cosa que lo que se propone expresar con ellas o muestran la confusión o el estado embrionario de las ideas, revelan en estas proclamas el alma ruda aún, el espíritu jactancioso del hombre del pueblo, y el candor del que, no familiarizado con las letras, ni sospecha que haya incapacidad de su parte para emitir sus ideas por escrito»

Sarmiento se refiere a su propio libro como una obra «informe», «precipitada», con una «fisonomía primitiva». Lo que le da vergüenza a Sarmiento de la escritura y la lengua de Quiroga bien podría definir su particular estilo literario. La vergüenza tiene, en este sentido, un poder inquietante: es incontenible, irrumpe en el cuerpo como un estornudo. A la vez, nos señala algo que es «íntimo como nuestra propia respiración»: así define Terry Eagleton al terror y así podríamos pensar la vergüenza.

El poeta argentino Daniel Durand, en sus poemas a «Marquina», interpela al lector: «no tirés nunca lo que te da vergüenza». ¿Por qué? ¿A qué se refiere? Contra una escritura cimentada y controlada por un Yo constante, la vergüenza se transforma en amenaza, en interpelación del propio Yo autoral que quiere gustarse y gustar. Roland Barthes así lo confesaba: escribo para ser amado. Nunca una escritura más pudorosa que la de Barthes, una escritura que huye de la vergüenza como de la peste. Por eso, en Barthes hay una operatoria crítica que nunca llega a radicalizarse: a pesar de escribir sobre las papas fritas, Barthes es siempre refinado, elegante, nunca vulgar.

La vergüenza también permite pensar sus formas de neutralización cultural: la aceptación, la adhesión, el agrado, el consenso. Podríamos decir: donde no hay vergüenza no hay disenso. ¿Será tan alto el poder de la vergüenza y su necesidad de exorcizarla que, como fuerza de cohesión social, podrá producir y modelar poéticas y estéticas, mandatos culturales y hasta políticas? ¿Cuántas veces cierta opinión política nos da vergüenza ajena? ¿Qué parte de ciertas pavadas que escuchamos en la televisión reconoceremos como propias? ¿Cuántas veces no hemos preguntado algo por miedo a sentir la vergüenza del tonto? ¿Cuántas dudas no nos permitimos por la misma razón?

En el cuento de Borges, lo ampuloso y lo solemne dan vergüenza porque lo ampuloso y lo solemne habían dejado de ser valores legitimados en la literatura. El verso «Poesía eres tú», a comienzos de la década de los noventa, solo podía citarse adosado a la imagen de un chico con lepra, como sucede en la tapa del primer número de la revista 18 whiskys. De lo contrario, los ojos enamorados, la correspondencia de dos almas cortadas por la misma tijera y la sensiblería en general dan vergüenza: en los noventa, el orgullo de las cosas ha suplantado la vergüenza de los sentimientos. De hecho, recuerdo que cuando conseguí, para mi tesis doctoral, los números de La mineta y Trompa de Falopo, publicaciones en donde se caldeó la 18 Whiskys, me encontré con poemas de Fabián Casas que no aparecen en ningún lado, poemas adolescentes, horribles y, a la vez, de un valor incalculable. ¿Qué no daríamos por ver todas las fallas que cometieron los escritores y las escritoras más grandes? Sus poemas malos ¿no nos harían sentir más cerca de la literatura y de la poesía? ¿No es más humana la nota de lavandería de la que habla Foucault que todos los tomos de En busca del tiempo perdido?

Nuestros héroes y heroínas de la literatura y la música también pueden darnos vergüenza y eso los vuelve más cercanos. De lo contrario, idealizamos, nos volvemos fans, acríticos y nos ponemos a distancia del arte por la ley superyoica que expulsa todo lo que nos avergüenza. Hay poemas de Borges, sin ir más lejos, que al leerlos producen una vergüenza proporcional a la admiración de sus mejores textos que erizan la piel –esa frase me da vergüenza. Eso hace que Borges sea incluso más grande, por supuesto.

Si uno de los problemas de la tradición literaria argentina es territorial y geopolítico –el mal de la Argentina es la extensión, dice Sarmiento–, algo se activa como contra punto en esa sentencia de César Aira que dice que «cuanto peor se escribe, más grande es todo». Precisamente, En Diario de la hepatitis (2003), Aira afirma lo siguiente: «El oro que son Góngora, Racine, Shakespeare, Balzac, se hacen con el barro deleznable de García Márquez, Marguerite Yourcenar, Isabel Allende… Más que eso: Lautréamont se hace con Sábato». La frase de Aira retiene todavía una operación alquímica: el barro, en definitiva, se transforma. La vergüenza nos dice algo aún más radical: que el oro tiene barro adentro y en el barro hay pepitas de oro.

Por lo general, las cosas más humanas dan vergüenza: los pedos, la desnudez, lo escatológico, es decir, lo que hacemos todos y todas a diario, el impensado elemento común entre Brad Pitt y Matías Moscardi, Virginia Woolf y Carmen Barbieri. ¡Habría que hacer una antología vergonzosa de pedos en la literatura! Vómitos hay de sobra, quizás porque el órgano del vomito es mismo órgano del lenguaje… ¿pero pedos? Escribir la palabra "pedo" me da un poco de vergüenza.

Tenemos la vergüenza nacional, la vergüenza de la familia, la vergüenza del equipo. La vergüenza es el fantasma de la íntima contradicción, de lo inconfesable. Recuerdo que tenía un compañero que me caía mal en la facultad, como Daneri a Borges. Con el tiempo descubrí que me parecía mucho a él. ¿No les pasó nunca algo así? Yo, que bailo mal, tengo vergüenza de los que bailan mal precisamente porque me reconozco en esa torpeza y me veo expuesto ahí, como si el otro mostrara, con su ridículo baile, algo mío que no quiero que nadie vea. Diluir la vergüenza puede ser una buena forma de entrenamiento estético. Quedar en ridículo al menos una vez al día podría ser la prueba de admisión en El Club de la Vergüenza.

 

 

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