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Dos formas del no decir

Por Alejandra López

De Dárgelos a Borges, del kitsch al camp, una nueva columna de Martín Kohan.




Por Martín Kohan.


Percibo en un extremo, o ubico en un extremo, el verso de una canción, ese que dice: “Hay algo que te quiero decir y no me animo”. Y percibo en el otro extremo, o ubico en el otro extremo, el verso de otra canción, ese que dice: “Estoy mirando a tu novia y qué”. La distancia que va de una frase a la otra, de una canción a la otra, de un cantante al otro, puede ser esa misma que existe ni más ni menos que entre el kitsch y el camp, tal como los entendieron por caso Abraham Moles y Susan Sontag. El kitsch: un sentimentalismo recargado, que se permite transitar sin mayor inquietud el registro de lo cursi (cursi, decía Ramón Gómez de la Serna, es todo sentimiento que no se comparte). El camp: un juego de ironía ligera y ambivalente, tramado con materiales de una misma índole que los del kitsch.

Una canción, “Hay algo que te quiero decir”, la canta Alejandro Lerner; la otra, “Y qué”, Adrián Dárgelos con Babasónicos.

Alejadas como están, u opuestas como son, las dos frases en cuestión remiten cada cual a su modo a una misma escena, a una misma instancia: la escena de una seducción, la instancia en la que un deseo se orienta hacia otro deseo para tratar de suscitarlo o para sondear una reciprocidad posible. Pero es esa zona compartida, en todo caso, la que en verdad vuelve patente el contraste. Lo que es inhibición y retraimiento en “hay algo que te quiero decir y no me animo”, es soltura y desfachatez en “estoy mirando a tu novia y qué”. Las palabras que faltan en la canción de Lerner, porque el que canta no se anima a decirlas, no hacen falta en la canción de Dárgelos, porque las miradas lo resuelven todo. En la canción de Lerner hay una mirada (“hay algo en tu forma de mirar”) que anula doblemente las palabras (las anula en la persona amada: “me lo dice todo sin hablar”; y las anula en quien la ama: “Hay algo que te quiero decir y no me animo”). En la canción de Dárgelos, en cambio, basta con las miradas para que el que desea se sepa deseado (“Ella me gusta y yo a ella también”), y es por eso que no hace falta decir nada (“No tengo nada que decirte”): sin que nadie haya dicho nada, ya está todo dicho.

Son dos formas del no decir, opuestas la una y la otra. Pero habiendo canción, y en la canción, uno que canta y canta en primera persona, hay algo que necesariamente sí se dice, que se dice en la canción misma. En la de Lerner se dice primero el no decir, el no animarse a decir, como si eso fuese más fácil que decirle te quiero a alguien; para deslizar después, no sin cautela: “Te quiero aunque me guardes silencio” (es decir, aunque no me contestes). En la de Dárgelos se dice todo, y hasta con un matiz desafiante (“y qué”); pero no a la persona a la que se desea, sino a quien hemos de suponer que es su novio (el desafío no consiste en revelarle que su novia le gusta a otro, sino que hay otro que a su novia le gusta, y es ni más ni menos que quien se lo dice). En las dos canciones, entonces, tan distintas como son, hay miradas y hay un no decir. Por no animarse, en la de Lerner; y en la de Dárgelos, porque no es a la novia a quien se le habla, sino aparentemente al novio, en un intercambio entre varones del que la mujer, aunque designada, no participa.

Entre la cultura denominada popular, o en todo caso de masas, y la cultura denominada alta, o en todo caso letrada, hay distancias más o menos insalvables o pasajes y contaminaciones, hay oposiciones irreductibles o mutuas impregnaciones, dependiendo de lo que se trate. Pero a veces para pasar de una cosa a la otra basta con girar desde el equipo de música hacia los estantes de la biblioteca, o sin moverse de la computadora pasar de los sitios donde están todas las canciones a los sitios donde están todos los textos.

Y entonces es posible relacionar la canción de Lerner con ese tramo tan conmovedor de “El aleph” de Jorge Luis Borges, en el que el personaje le habla al retrato de Beatriz Viterbo como acaso no se habría animado a hablarle a ella misma. Y relacionar la canción de Dárgelos, por qué no, aunque excluyendo por su ligereza la alternativa del terrible final, con un cuento como “La intrusa

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