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Del amor al cuento

Deseo, pérdida y escritura

Lorrie Moore, Lydia Davis, Sara Majka, Alice Munro, Julia Kristeva y Sharon Olds: un sistema de estrellas orbitando alrededor del planeta más extraordinario del universo en esta nueva columna de Virginia Cosin. "Es a partir de la falta que se constituye el deseo"

Definir al amor es como intentar definir a Dios, o al tiempo. Si no me preguntan qué es, lo sé. Si me lo preguntan, no lo sé. Ese es el problema con las definiciones. Se espera de ellas que den cuenta de una generalidad cuando, en realidad, al amor sólo puede explicarlo quien lo experimenta en su singularidad.

Dice Julia Kristeva, sobre el amor, que es el tiempo y el espacio en el que YO se concede el derecho a ser extraordinario. El amor: lo inventamos cada vez, con cada amado forzosamente único, en cada momento, lugar, edad… o de una vez por todas. Las dudas y las angustias de esta libertad se agravan por el hecho de no tener códigos amorosos: no hay espejos estables para los amores de una época, de un grupo, de una clase.

Lo más parecido a un espejo donde el amor podría verse reflejado son las representaciones que se configuran a partir de la imaginación y la experiencia de sus autores.

Pensé esto cuando leí los poemas de Sharon Olds que editó el año pasado Gog y Magog. Pensé en ella y en una serie de escritoras mujeres, norteamericanas, más o menos contemporáneas –entre ellas y para nosotros– que escribían sobre ciertos asuntos cuyos intereses comunes las reunían y, a la vez, en cada texto, acentuaban sus voces particulares, únicas.

“Cómo ser una otra mujer” es el primer cuento del primer libro que editó Lorrie Moore, titulado Autoayuda. Lo escribió a los veinticinco años. Allí el amor es el de la amante de un hombre casado. Un amor marginal, en un combate en el que las reglas no son iguales para los dos contrincantes. Requiere de un saber: el de la sumisión. Y de una habilidad: la de dejarse humillar. Hasta que descubre que tiene un límite. El famoso: hasta acá llegué. La narradora cuenta con un arma letal, porque dispara en la dirección de quien apunta y es apuntado: su sentido del humor. Corrosivo como el ácido, cuanto más se ríe de sí misma, más nos duele. A veces pienso que los guionistas de Sex and the City deben haber leído a Lorrie de pe a pa. Releyendo ese cuento me acordé del capítulo en el que Carrie pasa la noche en la casa de su amante Big, su gran amor casado. Supuestamente la esposa está de viaje y cuando desayuna en la cocina, casi desnuda, la oye llegar y siente terror. Aunque sabemos que Sex and the City tiene todos los defectos de esa clase de series yanquis (¿dónde están los pobres, los feos, los negros? ¿Una escritora sin biblioteca pero con cientos de zapatos en su casa?), tiene momentos inspirados. Momentos lorriemoorienses.

Lydia Davis escribe sobre una mujer que está sola en su casa, viendo en la televisión una publicidad donde hay una familia tipo: padre, madre, hijo y perro. Pero son falsos, tan falsos como el producto –que ella no menciona– que promociona, pero que de igual forma le hace pensar en su propio marido, en rigor su ex marido y su propio hijo, que no está con ella. Imagina la escena en la que ella falta: la nueva mujer del marido, el marido, su hijo, su perro.

El amor como pérdida, como falta, como herida que no cicatriza, cobra especial intensidad en los cuentos de Sara Majka, una escritora joven cuyo libro, Cities I've never lived in: stories, descubrí en un viaje por Estados Unidos. Heredera de Alice Munro por sus modos de trenzar el tiempo, sus cuentos son como pequeños origamis en cuyos pliegues se concentra un Yo dolido. La narradora del primer cuento, "Las muñecas de Reverón", desenvuelve una ristra de recuerdos disparados a partir de la visita a un museo, en donde se expone la obra de un artista venezolano que se fotografía con muñecas en tamaño natural. En Majka el amor es ese fósil que se conserva intacto, pero sin vida. Frío, duro, y venerado, como una pieza de museo, que está ahí para ser observado, pero al que está prohibido tocar.

Cuando escriben sobre el amor, en general, las autoras que leí escriben sobre la pérdida. Y es ahí donde amor y escritura se enlazan: porque es a partir de la falta que se constituye el deseo.

Otra vez Barthes y ese texto que no me canso de citar, donde dice que escribir es querer escribir. Que el deseo de escribir nace a partir de las lecturas que nos fascinan, nos enamoran, pero que son, a la vez, incompletas, porque no las realizamos nosotros mismos.

Con Sharon Olds sucede algo distinto. En sus poemas no hay dolor. Escribe desde el tiempo transcurrido, escribe sobre el marido y el cuerpo ya maduro. Hay un poema muy hermoso en el que describe una escena de sexo poco tiempo después de haber parido. Ese agujero tan presente en otras escrituras y que es la presencia de una ausencia que no deja de doler, no es en Olds metáfora, sino carne. Palpitante y agradecida, sangrante y dispuesta a abrirse a la presencia de lo otro: una presencia que le proporciona placer porque hay una disposición y un saber de dejarse llenar y vaciar, sin sufrir.

Me llamó la atención comprobar que sólo en esta poeta el sexo se relaciona con al amor. En Lorrie Moore, en Lydia Davis, en Sara Majka, los cuerpos son, en sí mismos, agujeros. En los personajes de sus historias no hay placer, ni goce. Son como esos mejillones que se cierran y hay que descartar porque están infectados.

Pienso en mis propios relatos sobre el amor. Y en lo difícil que se me hace escribir cuando no me falta.

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