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Contra la verdad: Friedrich Nietzsche

Reeditan sus ensayos tempranos

"¡Qué sabe el humano propiamente de sí! ¿Será capaz de percibirse de modo completo, aunque sea una vez, como si estuviese tendido en una vitrina iluminada?". Rara avis acaba de lanzar una edición bilingüe y anotada de textos tempranos en la producción de Nietzsche. Aquí un adelanto que es, además de un ejercicio vivificante de lectura, una lección maestra de estilo y retórica. 

Por Friedrich Nietzsche. Traducción de Matías Ignacio Pizzi.

 

 

En algún rincón alejado del universo centelleante, perdido entre incontables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales inteligentes inventaron el conocimiento. Este fue el minuto más soberbio y falaz de la historia universal; pero en definitiva, fue tan solo un minuto. Tras unos pocos suspiros de la naturaleza, el astro se congeló y los animales inteligentes debieron perecer. Alguien podría inventar semejante fábula y, sin embargo, no ilustraría cabalmente de qué manera lamentable, indefinida y superficial, cuán inútil y arbitrariamente el intelecto humano se enajenó de la naturaleza. Hubo eternidades en las que este no existía; y cuando nuevamente todo se acabe para él, nada habrá sucedido. Así, no hay para aquel intelecto una misión ulterior que lo conduzca más allá de la vida humana. No es sino humano, y solo su dueño y productor lo toma, tan patéticamente, como si en él giraran las bisagras del mundo. Pero si pudiéramos comunicarnos con un mosquito, comprenderíamos que también él navega con ese pathos a través del aire y se siente el centro volante de este mundo. No existe nada tan reprobable e insignificante en la naturaleza que no se infle enseguida como un odre apenas con un pequeño soplo de aquella fuerza del conocimiento; y así como cualquier sirviente quiere tener su adulador, el más soberbio de los seres humanos –el filósofo– está convencido de que, telescópicamente y desde todas partes, los ojos del mundo están puestos sobre sus obras y sus pensamientos.

Es curioso que sea el intelecto quien obra así: él que, sin embargo, solo ha sido añadido como recurso de los seres más infelices, delicados y efímeros, a fin de conservarlos un minuto en la existencia, de la que, por lo demás, si no fuera por aquel añadido, tendrían todo tipo de razones para huir, tan rápido como el hijo de Lessing. Esta soberbia, unida al conocimiento y a la sensación, es una niebla enceguecedora que, colocada sobre los ojos y los sentidos de los seres humanos, los engaña acerca del valor de la existencia, ya que lleva en sí la más aduladora valoración acerca del conocimiento mismo. Su efecto más general es el engaño, pero incluso los efectos más singulares conllevan algo del mismo carácter.

El intelecto como medio de conservación del individuo desarrolla sus principales fuerzas a través del simulacro. Es la vía por la cual sobreviven los individuos débiles y poco robustos, y todos aquellos a quienes les ha sido negado conducirse en una lucha por la existencia con cuernos o con la afilada dentadura de un depredador. En los seres humanos este arte del fingir alcanza su apogeo; aquí, el engaño, la adulación, la mentira y el fraude, el hablar por detrás, la farsa, el vivir del brillo ajeno, el estar enmascarado, la convención encubridora, la puesta en escena ante los demás y ante uno mismo, o en fin, dicho brevemente, el revoloteo ininterrumpido alrededor de la llama de la vanidad, todo esto es hasta tal punto regla y ley que apenas nada hay tan inconcebible como el hecho de que haya podido aparecer entre los seres humanos una pura y honesta inclinación hacia la verdad. Están tan profundamente sumergidos en ilusiones y ensueños, que su vista se desliza alrededor de la superficie de las cosas y percibe “formas”, y su sensación no conduce en ningún caso a la verdad, sino que se conforma con recibir estímulos como si jugase a tantear el reverso de las cosas. Para esto, durante toda una vida el ser humano se deja engañar por el sueño, sin que su sentimiento moral intente impedirlo siquiera una vez; en cambio debe haber humanos que, a fuerza de voluntad, eliminaron ronquidos. ¡Qué sabe el humano propiamente de sí! ¿Será capaz de percibirse de modo completo, aunque sea una vez, como si estuviese tendido en una vitrina iluminada? ¿No le oculta la naturaleza sobre todo su propio cuerpo, para desterrarlo y dejarlo encerrado en una conciencia orgullosa y estafadora, lejos de las curvas de sus intestinos, del rápido flujo de su circulación, de las complejas vibraciones de sus fibras? La naturaleza arrojó la llave: ¡y cuidado con la funesta curiosidad que alguna vez pudiera mirar hacia afuera, a través de una hendidura del cuarto de la conciencia, y sospechar así que la crueldad, la codicia, la insaciabilidad, el asesinato del ser humano descansan en la indiferencia de su ignorancia y en cierto modo, colgando, como en sueños, del lomo de un tigre! ¿De dónde proviene, en esta constelación, de todos los mundos posibles el impulso hacia la verdad?

Toda vez que, en un estado natural de cosas, el individuo desea conservarse frente a los demás, la mayoría de las veces utiliza su intelecto solo para fingir; pero dado que, tanto por necesidad como por aburrimiento, el ser humano desea existir en sociedad y de modo gregario, precisa un tratado de paz y así por lo menos procura erradicar de su mundo el más grande bellum omnium contra omnes [la guerra de todos contra todos]. Este tratado de paz conlleva lo que parece ser el primer paso para la obtención de ese enigmático impulso hacia la verdad. En este momento se fija aquello que desde ahora ha de ser “verdad”, esto es, se inventa una denominación de las cosas que resulta válida de modo regular y vinculante, y la legislación del lenguaje otorga también las primeras leyes de la verdad: aquí entonces surge, por primera vez, el contraste entre verdad y mentira. El mentiroso emplea denominaciones válidas –las palabras– con el fin de hacer aparecer lo irreal como real; dice, por ejemplo, “yo soy rico”, mientras que la denominación correcta para su estado sería “pobre”. El mentiroso abusa de las convenciones establecidas por medio de cualquier encubrimiento, o incluso a través de la inversión de nombres. Cuando hace esto de manera interesada y, además, ocasiona perjuicios, la sociedad deja de confiar en él y lo expulsa. Debido a ello, los humanos no huyen tanto de ser engañados como de resultar perjudicados por el engaño; en este sentido, tampoco odian tanto el engaño, sino más bien las consecuencias perjudiciales y hostiles de ciertos tipos de engaños. De modo igualmente restringido, el humano no quiere nada más que la verdad. Anhela las consecuencias agradables de la verdad, aquellas que mantienen la vida. Frente al conocimiento puro y sin consecuencias permanece indiferente, e incluso se muestra hostil frente a las verdades que pudieran resultar nocivas o destructivas. Y sobre todo, ¿qué ocurre con las convenciones del lenguaje? ¿Son quizá producto del conocimiento, del sentido de la verdad? ¿Concuerdan entre sí las denominaciones y las cosas? ¿Es acaso el lenguaje la expresión adecuada de todas las realidades?

Solo por medio del olvido el ser humano puede alguna vez llegar a imaginar que está en posesión de una verdad en el grado señalado.6 Si no quiere conformarse con la verdad en forma de tautología –es decir, con cartuchos vacíos–, no le quedará otra opción que cambiar ilusiones eternas por verdades. ¿Qué es una palabra? La reproducción en sonidos de un estímulo nervioso. Pero inferir a partir de un estímulo nervioso una causa fuera de nosotros es ya el resultado de un uso falso y no autorizado del principio de razón. Si la verdad fuese lo único decisivo en la génesis del lenguaje y del punto de vista de la certeza con respecto a las denominaciones, ¡cómo podríamos decir que la piedra es “dura”, como si incluso pudiéramos captar lo duro de otro modo que como una mera excitación, por entero subjetiva! Clasificamos las cosas en géneros, marcamos el árbol como masculino, la planta como femenina… ¡qué designaciones tan arbitrarias! ¡Cuán lejos nos elevamos por encima del canon de la certeza! Hablamos de una “serpiente”: la denominación no refiere más que al hecho de retorcerse, y podría corresponderle también al gusano. ¡Qué delimitaciones arbitrarias, qué preferencias unilaterales, que a veces se inclinan por tal propiedad de una cosa y otras veces por otra! Los distintos lenguajes, comparados unos con otros, muestran que con las palabras no se alcanza nunca ni la verdad ni una expresión adecuada: pues, de lo contrario, no habría tantos lenguajes. La “cosa en sí” (esto sería de hecho la verdad pura e inofensiva) es completamente inconcebible para el creador del lenguaje, y en absoluto digna de esfuerzo. Él se limita a designar solo las relaciones de las cosas con respecto a los seres humanos y recurre a las metáforas más intrépidas para expresarlas. Ante todo, un estímulo nervioso, ¡transmitido en una imagen! Primera metáfora. La imagen, luego, se transforma nuevamente ¡en un sonido! Segunda metáfora. Y en cada caso un salto completo, desde una esfera hasta otra totalmente distinta y nueva. Podría pensarse en un ser humano que fuese sordo y que jamás hubiese tenido una sensación de los sonidos o de la música. Del mismo modo en que él se queda con la boca abierta ante las figuras acústicas de Chadni en la arena, cuya causa descubre en las vibraciones de la cuerda, y por eso entonces promete llegar a conocer aquello que los seres humanos llaman sonido; así nos ocurre a todos con el lenguaje. Creemos conocer algo sobre las cosas mismas cuando hablamos de árboles, colores, nieve y flores… y, a pesar de ello, no poseemos más que metáforas de las cosas, que de ningún modo se corresponden con las esencias originarias. Al igual que el sonido como figura de arena, la enigmática X de las cosas en sí se presenta primero como estímulo nervioso, luego como imagen, finalmente como sonido. Se ve así que la formación del lenguaje no sigue un proceso lógico, y que todo el material sobre el que trabajan y construyen quienes se ocupan de la verdad -el investigador, el filósofo- procede, si no directamente de castillos en las nubes, de ningún modo de la esencia de las cosas.

 

 

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