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Aprender a mirar

Gentileza Filba / Foto de Matías Moyano

David James Poissant escribe en el Filba sobre cómo el hijo de una bibliotecaria, lector a la defensiva y odiador de libros, casi no aprende a leer pero termina convirtiéndose en un escritor.


Por David James Poissant. Traducción de Gabriela Adamo.



Aprender a mirar: sobre cómo el hijo de una bibliotecaria, lector a la defensiva y odiador de libros, casi no aprende a leer pero termina convirtiéndose en un escritor.

¿Recuerdan la primera oración que leyeron?

Yo recuerdo la mía: “Salió el sol”.

Tenía siete años, una edad que en general se considera tardía para empezar a leer. Mi esposa, docente con una maestría en Educación y Enseñanza de la Lectura, me dice que a los siete años la mayoría de los niños puede leer al menos 350 palabras comunes.

A los siete, yo no conocía una sola. Lo que sí hacía era tocar en el piano, sin problemas, las Invenciones de Bach. Al fin y al cabo, en un piano sólo hay 88 teclas, siete recorridos de las mismas doce notas que se repiten. Pero para leer hacen falta 26 letras, 52 si contamos las mayúsculas. Leer música me resultaba infinitamente más fácil que leer palabras.

–No sabe ni las letras –le dijo la ayudante a mi maestra. Creyó que yo no estaba escuchando. Estaba, y sentí mucha vergüenza.

Así fue que entré al grupo más básico de lectoescritura en la clase más básica de segundo grado, en la escuela Brookwood Elementary de la calle Hollybrook, en el partido de Gwinnett, uno de los 37 partidos del estado de Georgia bajo la tutela de la Comisión Regional de Apalachia.

Mi maestra era la señora Sewell. Hacía rato que había pasado la edad de jubilarse. Estaba cubierta de verrugas. Tenía un bigote que se teñía, pero la tintura siempre perdía su batalla contra el crecimiento del pelo. Era severa. Gritaba. Era conocida por hacer llorar a los niños.

Y yo la amaba.

¿Cómo no hacerlo? Fue ella quien me enseñó a leer.

–Salió el sol –leía, señalando cada palabra, y yo repetía.

Muy pronto pasé al grupo de lectura más avanzado. Ese fue el momento en el que mi madre, una bibliotecaria muy lectora y con buenas intenciones, cometió un error. Me ofreció libros. Con énfasis. Con demasiado énfasis.

Imaginen que es verano. Tienen ocho años. Están jugando junto al arroyo y corriendo con sus amigos por el bosque. Y de pronto, sus amigos tienen que irse a sus casas. Ustedes también. Por una hora. Una hora. En la mitad del día. En la mitad del juego. ¿Por qué? ¿Es hora de almorzar? ¿Es hora de cenar? ¡No! ¡Es hora de… leer!

Padres: si en algún momento quieren lograr que sus hijos odien leer, entonces háganlos entrar en un hermoso día de verano y oblíguenlos a sufrir una hora de lectura.

Así que yo leía cuando me lo exigían, pero no leía por placer. Y cuanto menos leía, más se desesperaba mi madre para que lo hiciera. Si no leía libros, pensó, tal vez leería historietas. Y tuvo razón. Las leí. Como no era un lector sofisticado, devoraba cualquier cosa que ella me daba. Todo lo que tuviera imágenes junto a los textos, yo lo leía. Todo lo que tuviera recuadros y globos de texto me fascinaba.

Hoy en día el estigma desapareció, por lo que resulta difícil expresar cómo eran las cosas en los Estados Unidos en los ’80 y en los ’90. Hoy en día, mis hijas de 14 años tienen acceso a adaptaciones gráficas de lo que deseen: películas, novelas, series originales nuevas y antiguas. La mayoría está bastante bien hecha y todo tiene onda, es popular, gusta. ¡Los comics están in! Está lleno de películas de Marvel.

Pero en 1990, los comics no sólo no eran cool entre los alumnos, sino que eran despreciados por las maestras, que los confiscaban si los encontraban, los tildaban de poco cultos y directamente los censuraban como material de lectura.

Maestros: si alguna vez quieren hacer que sus alumnos amen leer, conviértanlo en algo prohibido. Censuren un libro. Y vean cómo las ventas de Maus de Art Spiegelman se disparan hacia las nubes.

El único problema era que, a los 16 años, yo seguía odiando cualquier libro que no fuese una historieta.

Hasta que una novela entró en mi mundo.

¿Recuerdan el libro que les cambió la vida? No el libro que les enseñó a leer, sino el primer libro que leyeron como adultos, o jóvenes adultos; el libro con la suficiente complejidad moral y audacia lírica como para hacerlos temblar de reconocimiento o de rechazo; el libro que hablaba con honestidad sobre las fallas de este mundo, el que iluminó sin resquicios esas fallas, el que, en la oscuridad, apoyó una mano en sus espaldas para decirles que, al menos, no estaban solos.

Tal vez fue Ojos azules de Toni Morrison. Tal vez fueron los Cien años de soledad de García Márquez. Tal vez fueron las Ficciones de Borges. Uno no elige el libro que lo cambia. Los libros nos eligen a nosotros. Yo creo que es así. Y, por la razón que fuera, El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald, fue el libro que me eligió a mí.

“Prefiero reservarme cualquier crítica”, dice el narrador, Nick Carraway, en la primera página, antes de ponerse a criticar a todo el mundo de modo implacable y sin piedad.

Devoré esa primera página, luego el primer capítulo. Leí el libro en dos días: ninguna hazaña –es un libro breve–, pero a esa edad en la que había leído pocas novelas, la tarea me pareció inmensa. Al terminar el libro, estaba exhausto. Había hecho un viaje. Había llorado. No sabía decir quiénes eran los buenos y quiénes eran los malos. Sentí empatía por cada uno de los personajes de la tragedia, incluso, de a ratos, por Tom, que es una especie de monstruo. Los amé y los odié a todos. Hasta ese momento, no sabía que un libro podía hacerme sentir. Al terminar Gatsby, decidí de inmediato leer más novelas, y de inmediato me olvidé. Hasta que cumplí 20 y en mi tercer año de universidad, en una clase de literatura, me dieron para leer, se lo imaginan, El gran Gatsby.

Regresar a la novela fue como saludar a un viejo amigo. Terminé el libro en un día y llamé a mi madre.

–Acabo de leer El Gran Gatsby –le dije– y me voy a cambiar de carrera. Voy a estudiar Literatura.

–Pero si ni siquiera te gusta leer –respondió ella.

–Pero me gusta este libro –dije.

Con el tiempo, leí otros. Y no tardé mucho en darme cuenta de que, de hecho, había gente viva, en ese momento, que escribía libros. Gente de todas la culturas, en todos los países, escribiendo en todos los idiomas. Todos tenían historias para contar, algo que decir.

No pasó mucho tiempo hasta que mi cuarto en la universidad se convirtió en un mar de libros, salpicado por multas de la biblioteca por devoluciones vencidas. Y yo leí. Hasta que terminé la universidad y de ahí en más, leí y leí y leí.

En su ensayo “Sobre la ficción moral”, publicado en la revista Atlantic Monthly, la reconocida escritora Mary Gordon se pregunta por qué leemos y llega a la conclusión de que, entre otros motivos, leemos porque los buenos libros nos enseñan “las virtudes de la compasión, la apertura y la atención”. Los libros nos muestran que “la realidad de los seres humanos suele ser más complicada de lo que creemos. Lo que llamamos la realidad está, de hecho, compuesto por muchas realidades, incluyendo lo primero que pensamos, su opuesto y algo entre medio. Algunas cosas no se pueden saber si no le prestamos una atención cuidadosa; a veces, podemos evitar el horror con sólo tomarnos el tiempo de mirar y pensar y mirar y pensar y mirar y volver a pensar… Por fuera de la esfera de la literatura, sólo se revelan aspectos sueltos de los individuos. Pero si uno entiende sus múltiples dimensiones, ya no es tan fácil asesinarlos”.

¿Por qué leo yo? Ahora que aprendí a leer, leo para aprender. Leo para vivir las vidas de otros. Leo porque, igual que Mary Gordon, aprecio la complicación de los seres humanos.

Todos los escritores somos lectores impulsados a imitar, se dice, por lo que no debería sorprenderlos que, al final, no sólo me convertí en lector sino, también, en escritor. Y como me estuvieron escuchando pacientemente mientras les contaba mi viaje a través de la lectura a la defensiva hasta llegar a ser lector y luego escritor, no debería sorprenderlos que, dado que la primer oración que leí fue “Salió el sol”, el primer libro que escribí abre y cierre con una puesta de sol.

Ese libro es una colección de cuentos. Mi segundo libro es una novela. Pero toda escritura es escritura y la ficción no tiene el patrimonio exclusivo sobre la empatía, las expresiones de humanidad, la complicación del arte de vivir bien. Mi propio padre no leyó mi novela, y eso está bien. Cuando me llama para charlar sobre la última biografía de un multimillonario o algo de historia de la Segunda Guerra que acaba de leer, no me importa. Me alegra que esté leyendo.

“La vida se ve mucho mejor desde una sola ventana”, nos dice Nick en El gran Gatsby. Si esto es verdad, mi ventana es la ficción. La ventana de ustedes puede ser la ciencia. O la poesía. O la historia del arte. O tal vez son mejores que yo en más de una cosa. Tal vez sus ventanas son de vidrio pintado y sus mundos resultan un caleidoscopio de colores y luces. Salió el sol.

Sean cuales fueren sus vistas, desde cualquier ventana, hoy están acá porque se enamoraron de las palabras, porque les encanta cuando esas palabras se plantan en oraciones y esas oraciones florecen con vidas. Así que, hagan una pausa. Huelan las flores. Lean las palabras. Y recen para que, al hacerlo, el mundo se convierta en un lugar un poco mejor, más amable, más suave, en el que podamos reconocer la humanidad de los otros –más allá de la calle y más allá del océano– a través de las ventanas de cada uno, saludándonos.

Me siento honrado de compartir este día con ustedes. Gracias por su tiempo.

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