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Advertencia: la noche tiene mil ojos

La editorial Caja Negra acaba de publicar La noche tiene mil ojos, de María Negroni, que está compuesta por Museo Negro (1998), Galería fantástica (2008) y el inédito Film noir. Así lo presenta su autora.

Por María Negroni.

La noche tiene mil ojos es una trilogía. Tres libros la componen: Museo Negro, escrito íntegramente en Buenos Aires y publicado por Grupo Editorial Norma en 1998; Galería Fantástica, escrito en Nueva York y publicado por Siglo XXI en México en 2008; y Film Noir, escrito, entre Nueva York y Buenos Aires, en estos últimos años.

Es cierto que, cuando comencé Museo Negro, no sabía adónde me conducirían mis obsesiones. Escribí ese libro, como todo lo que he escrito, prácticamente a ciegas, dejándome llevar por intuiciones y algunos miedos que me protegían, tal vez, del desconcierto de aquellos años. Nunca supe bien, en ese entonces, de dónde me venía la fascinación por esa literatura (y no lo sé tampoco ahora). Lo cierto es que empecé a vivir entre castillos y moradas negras, en medio de lagos y mares de hielo, rodeada de una suerte de sacro bosco dei mostri, donde los vampiros, los seres abandonados y huérfanos, y las muchachas perdidas en la sensualidad y el deseo, me permitían embarcarme en la ensoñación. Esa ensoñación, debo decirlo enseguida, me hacía audaz, me llevó incluso a tramar una poética, una suerte de teoría arbitraria de la escritura: en la figura de los antihéroes y antiheroínas góticas encontraba metáforas inagotables para explicar las turbulencias y desasosiegos del acto de escribir.

 

Si Museo Negro, con su catálogo de seres contrahechos que quedan fuera de la ley –que buscan quedar fuera de la ley– fue el punto de partida, Galería Fantástica no hizo sino trazar los vínculos entre la literatura fantástica de América latina y el impulso negro, proponiendo a esta última como deriva de la segunda. Sus espectros, autómatas, muñecas animadas, fotógrafos y cineastas vampirizados por su propia creación traían, como los personajes góticos, la incertidumbre al mundo o, habría que decir mejor, la instalaban como defensa, hacían de ella un modo de no someterse, de insistir en la singularidad, de protegerse contra lo convencional y lo homogéneo, al tiempo que interrogaban, otra vez, el acto creador.

Un beneficio adicional: muchos de esos textos latinoamericanos habían servido de inspiración a artistas europeos (hay films de Resnais, Antonioni, los hermanos Quay que los reescriben) y abría nuevas perspectivas. Al parecer, no solo era posible ejercer la apropiación impune desde las culturas “menores”, como había querido Borges; también era posible participar de igual a igual en la fabulosa –e interminable– recreación de la literatura por la literatura, al margen de las latitudes.

A estas alturas, sin darme cuenta, había logrado trazar algunas figuras geométricas, líneas que se volvían triángulos y, a veces, cuadriláteros. Del romanticismo alemán y el gótico inglés había pasado, en forma subrepticia, a Baudelaire, de este a Poe y a Cortázar, de Cortázar a Antonioni y a Italo Calvino, de Felisberto Hernández a Alain Resnais, de Nathaniel Hawthorne a Octavio Paz, la lista era abundante.

Y, sin embargo, todavía me faltaba algo: encontrar la otra línea, la que traza el cine norteamericano de la década del 50 con la cornucopia gótica de los siglos XVIII y XIX.

¿Tengo que decir que durante los años en que viví en Nueva York había visto todas las retrospectivas de film noir que organizaba cada tanto la cinemateca del Film Forum? Nada me seducía más que su fotografía en blanco y negro, sus planos torcidos, sus personajes seductores y ruines, sus crímenes y antros del mal. Y sin embargo, me tomó un tiempo –no mucho– reconocer en esos paisajes una afinidad casi escandalosa con los castillos negros, llenos de seres depredadores y pasiones arcaicas.

Tuve que advertir que una larga lista de cineastas del expresionismo alemán –sin ir más lejos Billy Wilder o Fritz Lang– habían emigrado a Hollywood, empujados por Hitler, para hacer la conexión. ¿Cómo no había visto, en la afición a las sombras del film noir, el mismo rostro desencajado de aquel expresionismo, su misma música sedienta? ¿No era, acaso, el detective del noir una versión urbana del huérfano de la novela gótica, siempre un poco shady, un poco poeta de los desperdicios, escribiendo con los detritus de la urbe sus propios himnos a la noche?

De la novela gótica al film noir, quiero decir, la serie negra persevera. Y de paso prueba también que el arte, en su eterno nomadismo involuntario, expone siempre secretos vinculados a verdades incómodas. Una vez más, lo que está en juego –al margen del plano argumental– es el deseo, con su presencia intimidante y su impertinencia social, su fuego reverberando como un signo que no accediera a la luz y que, por eso mismo, se vuelve amo y señor del mundo individual y colectivo. No es poco ni mucho. Es apenas algo no regulable, reacio a cualquier mensaje, cualquier reconciliación. A esa mirada indócil que desmiente las buenas costumbres, a ese desfile de galanes recios y rubias glaciales por decorados donde se aloja la muerte rancia, le debe el noir su función política. También su ambición estética, indiscernible, por una vez, de la materia viscosa, la afectividad tonal y los negros saltos de un corazón de cemento.

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