Tablero para dos
Jueves 18 de abril de 2013
Witold Gombrowicz y Miguel Najdorf, dos figuras en un tablero de ajedrez.
Por Miguel Vitagliano.
El 21 de agosto de 1939 Gombrowicz llega a la Argentina. Tiene 35 años y ningún plan, sólo disfrutar de ese crucero en el Chrobry, una invitación que la compañía marítima Gdynia America realizara a tres escritores polacos.
La Nación ofrece la noticia de su arribo. Dice que se trata de “un humorista moderno, de vasta cultura. Acaba de tener un éxito de resonancia con un folleto titulado Ferdydurke.” Destaca también que aunque ninguno de los tres escritores “cree en la inminencia de una guerra, no desechan la idea de que ésta estalle en la primavera próxima.”
La novela Ferdydurke había sido publicada en 1937 y reconocida por Bruno Schulz (1892-1942) como El Quijote de la literatura polaca. Y la guerra no esperó a la primavera, Polonia fue invadida el primero de septiembre.
Gombrowicz decide quedarse en Buenos Aires. Tiene sólo 200 dólares, no habla español, sí francés, lo que le parece suficiente para entender, pero no hace planes, ignora que vivirá en Argentina hasta 1963.
Otro barco polaco arriba a Buenos Aires aquel 21 de agosto. A bordo viaja el equipo de ajedrecistas de ese país para competir en la VIII Olimpíada Mundial, la primera realizada en el continente. Najdorf tiene 29 años y pese a ser campeón olímpico (1935) cede el primer tablero a su maestro Tartakower. Días después, mientras está jugando una partida contra Alemania, recibe la noticia de que los nazis han invadido su país y sólo piensa en su esposa Genia y su hija Lusha que están en Varsovia. Lo único que le importa es saber de ellas, y lo único que sabe es que no debe regresar, que sólo desde lejos del infierno podrá mover el cielo y la tierra para traerlas consigo.
También Erich Eliskases (1913-1997), el austríaco que en esas olimpíadas es obligado a ser el primer tablero de Alemania, elige permanecer en Argentina. Y el polaco Paulino Frydman (1905-1982), que pronto logra abrir una academia de ajedrez en la confitería Rex, en la calle Corrientes, donde Gombrowicz va a jugar todos los días. “Su juego era muy personal, un poco fantasioso”, recordaría Frydman: “Tenía manías que ponían a los otros jugadores fuera de sí, por ejemplo: agarrar un peón entre el índice y el medio y dar con él golpecitos secos contra el tablero.”
Najdorf sí tiene un plan: mientras espera alguna información acerca de los suyos, debe destacarse lo más posible con el ajedrez (como jugar partidas múltiples a ciegas) para que su familia sepa que está vivo y que no dejará de buscarlos. Comparte el cuarto de una pensión con otro ajedrecista, el estonio Paul Keres, que viviría algún tiempo en el país, y ambos se convencen mutuamente de sus estrategias. Gombrowicz, en cambio, va a la deriva entre pensiones y trata de entablar contactos con escritores. Manuel Gálvez (1882-1962) lo recomienda a La Nación pero no le aceptan sus artículos. Arturo Capdevila (1889-1967) le ofrece dictar cursos privados en francés para su hija Chinchina y sus amigas, adolescentes que se asombran de que el escritor de prosapia aristocrática lleve un impermeable tan sucio, aunque él insista en que una prenda muy usada es un rasgo de distinción.
Tiene otras maneras de conseguir dinero para vivir. Roger Pla (1912-1982) revelaría una de ellas: el lunes pedía un préstamo a alguien y se comprometía a devolverlo el jueves, el martes pedía un préstamo a otro con el compromiso de devolverlo el viernes y con ese dinero cubría parte de un préstamo anterior, y así consolidaba una cadena sin que nadie desconfiara. A veces obtiene ayudas mayores, como la de Cecilia de Debenedetti, que se empeña en costear la edición al castellano de Ferdydurke. Eso es en 1945, meses después de que Najdorf se entere que ha perdido a toda su familia; su padre combatió hasta el final en el gueto de Varsovia, su esposa y su hija de tres años murieron en Auschwitz.
Najdorf comienza una nueva vida; antes era Moisés Mendel, ahora es Miguel. Juega partidas con Churchill, el Sha de Irán, Kruschev, el Mariscal Tito, Perón… Más allá de que Najdorf y Gombrowicz se movieran en tableros bien distintos, resulta extraño que no se hayan cruzado. Najdorf conocía la academia de Frydman en la confitería Rex, el lugar que Gombrowicz, además de jugar al ajedrez, escoge como centro de reunión para lo que llama el Comité de Traducción de Ferdydurke. Lleva los borradores de sus intentos de traducción en castellano y francés que los demás hacen lo imposible por mejorar, aunque ninguno entienda polaco.
La traducción de Ferdydurke se publica en 1947, el año en que Miguel Najdorf se casa con Eta y forma una nueva familia. La novela de Gombrowicz conocerá otra traducción en 1964, aun así la anterior logra concitar la atención de algunos escritores y críticos europeos, entre ellos de Camus.
Quizás el motivo para que Najdorf no recordara al escritor residiera en su exquisita memoria selectiva. Estando en La Habana, en 1962, el Che le propone jugar una simultánea múltiple con los ministros cubanos. Acepta y, como era su costumbre con los altos mandatarios, llegado el momento propone tablas al tablero del Che.
-Disculpe, maestro, no voy a aceptar su propuesta. Usted no debe recordarlo, pero siendo estudiante de Medicina perdí contra usted en una exhibición ante quince tableros. Prefiero que ahora sea la derrota o el desquite.
Najdorf (1910- 1997) tuvo que ganarle.
Una memoria selectiva, siempre preparada, que nace adulta cada vez para evitarse la molestia de lo que ya sabe. En Gombrowicz la memoria es diferente, nunca está terminada, se decide en tránsito permanente, es el olvido galante como gesto aristocrático o reivindicación de la cultura de la inmadurez. Como esa noche en la casa de Silvina Ocampo y Bioy Casares cuando fue invitado a cenar junto a Borges, Mastronardi, Bianco y Peyrou. Mientras conversan en la sala, Gombrowicz (1904-1969) oye un ruido en la cocina y se acerca. Silvina Ocampo estaba desesperada, se le había caída al piso la fuente con la comida.
-No llore. Ponga de nuevo todo sobre otra fuente y sírvalo como si nada. Usted y yo nos encargamos de olvidar el resto.
Miguel Vitagliano