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No Ficción

Vivir con nada

Sobre Salario Mínimo. Vivir con nada, de Andrés Felipe Solano (Colección Mirada Crónica, Tusquets).

Por Mónica Yemayel.

No alcanzó. El equipo de música que les regaló un día de 2007 al despedirse no alcanzó. Seis meses lo habían albergado en esa casa humildísima del barrio de Santa Inés, en las afueras de Medellín, mientras él, Andrés Felipe Solano, fingía ser un operario textil. Compró el aparato con el último dinero que cobró en la fábrica; había conseguido trabajo clasificando prendas durante diez horas al día. Seis meses vivió como si fuera uno de ellos, subsistió con el salario mínimo, todo para después poder contarlo. Al irse de la casa quiso dejarles un recuerdo; lo habían tratado como a un hijo, un hermano, como a uno más de la familia. Una botella de aguardiente fue lo otro que compró. Para olvidar la traición. Nadie sabe cómo terminó esa noche de borrachera, ni cuántas veces habrá pensado en la despedida que ese mismo día, con torta y Coca-Cola, le habían preparado a escondidas sus compañeros de fábrica mientras él -escondiéndose también- seguía tomando notas en el baño para la crónica que escribiría al volver a Bogotá y que Soho publicó pocos meses después.

 

Por el lugar que ocupaba la música en las vidas de esa familia, y en la fábrica y en los bares y en cada calle de Santa Inés, el equipo de música fue seguramente la mejor elección para despedirse y dar por terminado el asunto. Pero no alcanzó. Al menos, la aparición de Salario Mínimo. Vivir con nada, publicado ocho años después de aquel regalo, parece ser la evidencia de una historia que se negó a concluir.

Resucitar el pasado, eso es para Solano escribir. Y este libro es una resurrección en tres partes. Primero, se lee la crónica publicada en 2007, ahora con nombres cambiados para proteger la identidad de los protagonistas. Después, se publican las notas visuales que tomó en aquellos meses; un puñado de lugares y retratos en blanco y negro. Al final, la continuación de la historia bajo la forma de un epílogo que arranca el día de la despedida. Una escritura hecha de sobras; lo que antes había quedado afuera, y lo que siguió después del engaño y que no era –al menos entonces- parte del plan. La materia prima que le sirve a Solano para examinar -sin contemplación- las consecuencias de la farsa que montó. ¿Reparación? ¿Un modo de pedir disculpas? Mejor, un regalo nuevo para sumar al equipo de música. Un presente que dé cuenta de lo que aquellos seis meses en Santa Inés hicieron con el autor. “A mi familia de Medellín”, dice la dedicatoria. Y tal vez el asunto quede así terminado.

Solano siguió escribiéndose con la hija del matrimonio que lo albergó; se habían emborrachado juntos aquella última noche de 2007; fueron amigos. Ella leyó la crónica y calló ante él. Lo que tuvo para decir, las críticas, la duda, la decepción, las escribió en su página de Facebook. En 2012, el escritor viajó a Medellín para presentar su segunda novela, Los hermanos Cuervo, que lleva un epígrafe de Walter Benjamin que comienza diciendo: “¡Vuelve! ¡Todo ha sido perdonado!”.

Las palabras cuervo y perdón recuerdan una fábula de Tolstoi. Un cuervo se había pintado de blanco porque sabía que en el palomar se comía muy bien. Vivió entre palomas hasta que lo descubrieron y tuvo que regresar a su vida de cuervo; cuando volvió, los otros cuervos no lo reconocieron. En Tolstoi, no había perdón.

John Howard se hizo pasar en los años '50 por negro para emplearse en los campos de algodón del sur estadounidense, el alemán Günther Wallraff fingió ser turco para denunciar cómo eran tratados en Alemania, y el israelí Yoram Binur simuló ser un peluquero palestino viviendo en Israel. Black like me, Cabeza de Turco y My enemy myself son los tres libros que publicaron los periodistas luego de una prolongada suplantación. La conclusión, sencilla, inquietante. Tomar el lugar de “un otro” implica no volver a ser, nunca más, el de antes.

En aquel viaje de 2012, Solano visitó al matrimonio que lo había tratado como a un hijo. Habían leído la crónica, habían sido citados por la justicia por algo que Solano había escrito, habían sentido miedo y lo trataron igual, como a un hijo que llegaba de un viaje largo. El equipo de música estaba allí mismo, junto a los retratos más queridos de la familia. Solano estuvo con su amiga, la hija del matrimonio, y todo estuvo bien y salieron de tragos como en los viejos tiempos. Solano volvió a los lugares que frecuentaba a la salida de la fábrica y se cruzó con los hombres con los que había bebido y escuchado música al atardecer. Cuando lo vieron entrar se pusieron de pie, le extendieron la mano, y permanecieron un rato así, sin saber muy bien qué decir. Pero todo estuvo bien.

Así que Solano habrá caminado por las mismas calles por las que caminó llorando cuando se despedía de Santa Inés en 2007, pensado en que las palomas finalmente no lo expulsaban del palomar. ¿Y él? ¿Era él un cuervo incapaz de reconocerse a sí mismo? De eso, sigue hablando en Corea: apuntes sobre la cuerda floja. Porque de Colombia se fue. Ahora vive en Corea del Sur, con una mujer coreana, escribiendo, trabajado de esto y aquello, sin salario fijo.

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