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Ficcion

Un yo extraíble

ágape se paga

Una lectura de Ágape se paga, de William Gaddis (Sexto Piso).

Por Valeria Tentoni.

"Los escritores, tarde o temprano, acaban convirtiéndose en los fantasmas de sus propios libros (que pasan a convertirse en máquinas/médiums)", dice Rodrigo Fresán en el prólogo de Ágape se paga, de William Gaddis, que saliera por primera vez en 2002 y que ahora nos llega vía Sexto Piso. Es uno de esos prólogos que los lectores agradecen en vez de esquivar, que funcionan como las lentas subidas pronunciadas de las montañas rusas hasta la cima para tomar carrera y arrojarse a velocidad al primer loop. Un subidón necesario, además, para adentrarse en esta obra que levanta temperatura rápido, en una efervescencia que conviene beber de un gran y solo trago.

"Es casi imposible ignorar a un novelista que produce 956 páginas impresas. William Gaddis, un neoyorquino de 33 años que nunca antes había publicado un libro”: esa fue una de las primeras respuestas a la aparición del autor en el campo literario, en marzo de 1955. Tal fue su despegue, y aquí está su última entrega, brevísima en comparación: una novela póstuma en la que completa un proyecto que acumuló durante toda su vida alrededor de la historia de la pianola en Estados Unidos. El palíndromo del título no es propio de Gaddis (en el original: Agapē Agape) sino del traductor Miguel Martínez-Lage, que no la debe haber tenido fácil con este libro, y hace juego con el “trade ye no mere moneyed art” de Los reconocimientos.

Joseph Taabi explicará en el posfacio que Gaddis dejó, a su muerte, “miles de notas, recortes, papeles de trabajo, borradores y papeles aislados (…) en cajas de cartón debidamente numeradas” sobre este instrumento patentado en 1898. "¡Dios del cielo, la tecnología!", exclama el narrador, Jack Gibbs, a quien reclina en su lecho de muerte para dirigir sus palabras. Bajo la tesis de que "el entretenimiento es el padre de la tecnología", se convence: "Tendría que podría [sic] escribir y publicar un trabajo desgajado de este proyecto inmenso combinarlo con la autenticidad que se preserva en la música misma y en la fugacidad de la interpretación de tal o cual intérprete...", pero no lo logra. "En el fracaso de Gibbs está el triunfo de Gaddis", concluirá Fresán.

A conciencia de que “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” ya había sido firmada por Walter Benjamin, y después de incorporar (de nuevo, porque eso también despuntaba en la primera novela) al plagio como tema, decidió tomar, en el apurón de la noticia de que el tiempo no lo separaba tanto ya del final, el camino del impromptu, del oleaje, internándose en esas aguas que aprovecharon Virginia Woolf o James Joyce. El camino, también, de la ficción, en la voz de ese narrador que, moribundo, dispara a discreción desde su cama. Su habitación es un búnker al que ha arrastrado libros y papeles que intenta hilvanar aunque no crea en nada de lo dicho, aunque trabaje con “materiales de segunda mano que en cualquier tribunal descartarían por ser solo de oídas” para pensar esas teclas que se pulsan a espaldas del pianista. "Porque la pianola fue una epidemia, fue la plaga que se extendió por Estados Unidos hace cien años, con el rollo de papel troquelado en el meollo de toda cuestión, el frenesí de la invención y la mecanización y la democracia y cómo disfrutar del arte sin artista".

Gaddis, el “novelista ecológico” como lo llama Taabi, además de reciclar esos recortes recicló al personaje, que había aparecido en su novela J R, ganadora del National Book Award. Aquí lo pone a deambular entre anotaciones e ideas. “Antes que todo se desplome de golpe” Gibbs emprende su merodeo fugitivo, enloquecido por escribir, por dejar asentado ese universo que ha venido rebotando contra su cauce todos esos años. El resultado es un “montonazo” que se “desparrama por todas partes”. Un párrafo bloque, dentro del que se avanza como con manotazos en un agua espesa. Gibbs sabe que cuenta con todos los elementos. Cree que puede hacerlo. Cree que debe hacerlo. Antes que se convierta en aquello de lo que trata, desliza su advertencia: “¿No ves cómo lo tengo todo organizado aquí, que no me cuesta nada poner el dedo en la llaga?”.

El último tema del último disco de Luis Alberto Spinetta no tiene letra. No es instrumental, pero. Es un nananana, un avance “praderoso” (como lo adjetivó Juan Laxagueborde) que no se sostiene en las palabras pero sí está articulado en la voz. Es la inminencia de la palabra, balbuceos en una misma dirección. Un desprecio –amoroso, como todo lo del Flaco– a la palabra como figura plana. Juana Molina, en "Un día", canta: "Un día voy a hacer todo distinto, voy a arreglar las ventanas de atrás. Voy a cantar las canciones sin letra y cada uno podrá imaginar". “Fuera de la música todo, incluso la soledad y el éxtasis, es mentira. Ella es justamente ambos, pero mejorados”, escribió Cioran. Fuera de la música también las palabras, también sus instrumentos, también sus hacedores, la fugacidad de la interpretación de tal o cual intérprete. Todo lo que hay en el universo quizás no sea otra cosa que una grandísima escenografía para que la música ocurra.

“La música te transporta a otro estado del ser que no es el que te corresponde, sentir cosas que en realidad no sientes, entender cosas que en realidad no entiendes, ser capaz de hacer cosas que en realidad no eres capaz de hacer” leemos, y leyó Gibbs de Tólstoi. "Dios, con qué estoy hablando, qué es este yo extraíble que no se puede controlar": ese transporte desde la posición real hacia el quiebre entre el “yo” y el “mí mismo” que “te transfigura a ti en ti mismo en el yo que puede hacer más” es lo que hace fracasar y salir victorioso, a la vez, a Gibbs. Es lo que hace Gaddis al aceptar la caída de los materiales que había acumulado a su magnífica deformidad.

Lo mismo que si se le pudiese preguntar “¿Y a todo esto su canción, "Río como loco", de qué trata, señor Spinetta?”, a Gaddis, como al padre del Ulises:

¿y a todo esto su libro de qué trata, señor Joyce? No es que trate de algo, señora, es que es algo

*

 

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