The afterlife
Miércoles 19 de junio de 2013
Una lectura de Los cuerpos del verano, de Martín Castagnet (Factotum Ediciones).
Por PZ.
No hay humillación más grande que existir
Nicanor Parra
Antes de que Facebook y Twitter llegaran a los smartphones, hubo una aplicación de internet que prometía otra vida: “Second Life” ofrecía un mundo virtual en 3D con reglas propias. Los “residentes” tenían moneda (250 lindens = 1 us$), había comercios de grandes marcas como Nike y Adidas, era posible inscribirse a cursos online de Harvard y Salamanca, entre otras importantes universidades. En este universo paralelo hasta había embajadas: según Wikipedia, Las Maldivas fue el primer país en abrir una oficina diplomática seguido por Suecia, Colombia, Estonia, etc. Impureza de Marcelo Cohen (Norma, 2007) tenía en la portada una captura de imagen de “Second Life”. En su momento de esplendor, no fue hace tanto, la aplicación llegó a tener 22 millones de usuarios.
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La novela Los cuerpos del verano, de Martín Castagnet (Factotum Ediciones), parte de una idea simple, pero potente: la muerte ya no existe, aquel que muere se conecta a internet y queda en estado de “flotación” a la espera de que se libere un cuerpo para habitarlo. Los cuerpos ya no son la cárcel platónica del alma sino simples carcasas, como el avatar del usuario de Second Life:
Es bueno tener otra vez cuerpo, aunque sea este cuerpo gordo de mujer que nadie más quiere y salir a caminar por la vereda para sentir la rugosidad del mundo. El calor me satura la piel. Los ojos se entrecierran: hace poco ninguna luz era demasiada para mí. También me gusta toser hasta quedar ronco, regresar al cuarto y oler la ropa usada.
Ramiro vuelve a usar un cuerpo luego de cien años. Se llama Ramiro, pero le dicen “Rama”: yo había pensado que en el apodo había una relación a la novela Cita con Rama de Arthur Clarke, pero el propio Castagnet me contó hace unos días via Twitter que Rama es el séptimo avatar del Dios Visnú, el más popular de la India. Ramiro fue uno de los primeros en aprovechar la tecnología de la vida eterna y ahora consiguió, gracias a la familia de su nieto, el cuerpo de una mujer vieja y gorda que requiere arrastrar una batería pesada que lo carga. Los cuerpos son bienes de uso: se compran. Los jóvenes son más caros; las mujeres jóvenes, desde que los anticonceptivos se han perfeccionado, aún más. La operación por la que un huésped entra en un cuerpo se llama “quemar”, como cuando se almacena información en un cd. Cada cuerpo se puede usar hasta tres veces. Vida y flotación son estados intercambiables: hay parejas que deciden suicidarse para quemarse en los cuerpos opuestos, el asesinato accidental entre hermanos sólo merece un reto de los padres.
Es muy seductora, para usar una palabra acorde con la sensorialidad, la manera en que Castagnet construye este nuevo mundo sin muerte. Cómo se altera la política, la religión, la economía, la sexualidad, la intimidad, las fuerzas de represión social. Los cuerpos del verano obtuvo el “VII Premio a la joven literatura latinoamericana” concedido por la Embajada de Francia en la Argentina, con un jurado compuesto por Eduardo Berti, Pablo de Santis y Alan Pauls, entre otros. Berti destaca: «Todo invento impone sus reglas. Y esto ocurre aquí doblemente, ya que el universo creado por Castagnet impone consecuencias que, a su manera, son nuevas reglas: las necrológicas empiezan a indicar quién reencarna en cada cuerpo; la sexualidad actualiza su mecánica». Luego, hay una trama que podríamos llamar policial, que si bien no atrapa tanto, moviliza la narración: Ramiro vuelve a habitar un cuerpo con el objetivo de vengarse de su antiguo mejor amigo, pero desde el inicio comprende el sinsentido, porque ¿cómo vengarse cuando no existe la muerte?
La historia clásica del héroe inmortal encerraba una tragedia en sí misma, porque aquel era el único destinado a la eternidad. Highlander se preguntaba who wants to live forever mientras lloraba la muerte de su amada. Lo novedoso de la propuesta de Castagnet está en que la vida eterna es accesible para todos. Únicamente unos pocos viejos se niegan a someterse al procedimiento: la vida eterna se vuelve una vida banal.
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En el cuento “El sueño” de Julian Barnes, incluido en Historia del mundo en diez capítulos y medio (Anagrama), el protagonista sueña borgianamente que se despierta en un lugar desconocido y encuentra ante sí un desayuno magnífico: un pomelo jugoso como ninguno otro, huevos fritos en el punto junto, la panceta crujiente, el té como si lo hubiera cosechado el séquito de un rajá. El diario, con tinta que no mancha, dice que descubrieron la cura del cáncer, que el partido que él vota ganó las elecciones y que su equipo de fútbol obtuvo el campeonato. Pasa varios días en este limbo de placer. Bebe champagne sin resaca, se acuesta con las empleadas que lo atienden (hermosas, jóvenes, sexys), juega al golf hasta atragantarse de perfección. Entonces lo comprende: está muerto. La inercia del placer lo empuja a seguir viviendo allí, pero la muerte es un sueño perfecto y hermoso que irremediablemente se vuelve perfecto y aburrido. («Son felices. Bostezan», dice Dino Buzzatti en Poema en Viñetas). Sólo los primeros cristianos se aferran a este paraíso a fuerza de rezos obcecados; el resto termina por entender que eventualmente sólo resta abandonarse. Y desaparecer.