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Un manifiesto personal

Sobre la novela de Sofia Kovalévskaya

Con traducción de la poeta Natalia Litvinova por primera vez al español, Mardulce acaba de publicar Una nihilista, de la matemática, feminista y revolucionaria rusa Sofía Kovalévskaya, cuya respiración inunda la de la protagonista.

Por Ivana Romero.

“Estoy completamente sola en este mundo y no dependo de nadie. Mi vida personal no tiene sentido. No quiero nada para mí ni tampoco espero nada. Pero mi más grande y ardiente deseo es ser útil a una causa. Dígame, ¿qué debo hacer?”, dice Vera Barantsova mientras se saca el pañuelo negro que le cubre la cabeza. Su interlocutora queda muda ante esa joven resuelta y hermosa. Entonces, la invita a tomar el té (“en Rusia  ninguna conversación importante solía acontecer sin la compañía de un samovar”, evoca). A partir de allí, la historia se desplaza desde una mujer científica que ha sabido abrirse paso en San Petersburgo hacia una jovencita que llega a ese lugar con ansias de dejar de ser nada para convertirse en todo, como decía un joven Karl Marx. De hecho, Vera y Marx son contemporáneos, porque esta novela, Una nihilista, se publicó originalmente en 1890 y está ambientada a mediados del siglo XIX, con las primeras convulsiones que anuncian el triunfo de la Revolución Rusa. 

Su autora es Sofia Kovalévskaya, una matemática con tanto prestigio que hasta nuestros días llegó un teorema con su nombre. Feminista, revolucionaria, en la vida ficcional de Vera se perciben los latidos de la misma Sofia. Este libro, editado por Mardulce, es entre otras cosas un juego de espejos donde el reflejo de Kovalévskaya prevalece. Y es, además, la primera traducción al español de esta obra, al cuidado de la poeta Natalia Litvinova.

Vera es la menor de tres hermanas, criada en el seno de una familia aristocrática. Su padre, el Conde Baranstov, había recibido ese título de manos de Alejandro I y expandió su poder económico a través de la compra de tierras. Así es como el clan se mudó a la campiña. “Esto sucedió en 1857. En San Petersburgo corrían muchos rumores sobre la emancipación de los siervos pero ninguno le llegaba a los Baranstov”, cuenta Vera. Es inevitable, sin embargo, que el viejo orden caiga. La familia pierde gran parte de sus tierras y su poderío. Vera es demasiado pequeña para comprender esto y se pasa los días vagando por el campo, sin nadie que le preste demasiada atención. Sus hermanas, Lena y Liza, le enseñan a leer y así encuentra unos cuantos libros en la habitación de su vieja niñera. La vida de los cuarenta mártires y las treinta mártires se convierte en su favorito. Y decide convertirse en mártir entonces, aunque no sepa muy bien qué debe hacer para alcanzarlo. 

El asunto le causa mucha gracia a un vecino recién llegado, Stepán Vasiltsev, intelectual y profesor universitario que debe exiliarse en el campo por orden del gobierno zarista. Los años pasan, Vera crece, ellos se enamoran, pero el clima se torna cada vez más sombrío por las persecuciones de las que es objeto Vasiltsev a causa de sus ideas progresistas y libertarias, como la de regalarle tierras a quienes eran sus siervos para que ellos las trabajen. 

Como buen clásico ruso, la tragedia anda cerca y, finalmente, Vera decide huir. No abandona aquella idea que tenía de niña, la de ser mártir de una buena causa. Una nihilista es una novela iniciática, en la que una mujer cuyo nombre significa “fe” en ruso -y también “verdadero”- busca su destino, aunque eso signifique la inmolación.

Si en la primera parte el relato es más bien bucólico, en la segunda las convulsiones políticas ganan terreno. Resulta inquietante leer las páginas destinadas al juicio que se les hace a un grupo de jóvenes revolucionarios, por los ecos que ese relato tiene en el pasado reciente de nuestro país: “A esa cantidad ingenua de personas, que estaban lejos de ser propagandistas criminales, pertenecían aquellos setenta y cinco acusados. (…) La mayoría de ellos se había criado en buenas familias y no era culpable de otra cosa que de intentar ‘entrar en el pueblo’. Con ese objetivo se vestían con ropa de campesinos e iban a trabajar a las fábricas”.

La respiración de Kovalévskaya, como ya se adelantó, se siente en cada línea. Nació en 1850 en Moscú, en el seno de una familia perteneciente a la nobleza rusa. Amaba la poesía y la matemática, a la que ingresó a través de un tío físico. Su familia no le permitía ir sola a la universidad así que, mientras empezaba a comulgar con el nihilismo, se casó como estrategia para estudiar. Para la sociedad de esa época, si una mujer no era propiedad de sus padres debía serlo de su esposo. En la Universidad de Berlín no logró ser aceptada formalmente como estudiante (las chicas no estudiaban). Pero se las ingenió para cursar como oyente mientras se formaba con el catedrático Karl Weierstrass, que la propuso para un doctorado en Göttingen y la ayudó a que se le concediera previamente el título de grado. 

Sofía obtuvo su doctorado en matemáticas (y con honores) a los 23 años: fue la primera mujer en la historia con semejante logro. Claro que la condición que se le impuso fue la de un esfuerzo multiplicado: en su caso no alcanzaría con una tesis sino con tres. En 1885 fue designada catedrática en la Universidad de Estocolmo y así logró abrir el camino para otras mujeres. Algo de este proceso se cuenta en el libro, tanto como su afinidad con la divulgación. De hecho, fue la primera editora de una revista científica. No es extraño que, con semejante vida, Sofia defendiera la igualdad de género, la libertad de culto (era materialista y atea) e, incluso, la posibilidad de acostarse con quien se le diera la gana. Kovalévskaya publicó esta novela poco antes de morir, a los 41 años. 

Una nihilista es un manifiesto personal. Eso transforma al texto en caja de resonancia que ha guardado los ecos del pasado, los de esas rebeliones que modificaron el mundo. 

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