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Precisión de cirujano

Una lectura de la novela Aprender a rezar en la era de la técnica, de Gonçalo M. Tavares, quien participará del próximo Filba Internacional en septiembre.

Por Valeria Tentoni.

Gonçalo Tavares publicó su primer libro a los 31 años y, según explica, siempre tuvo clara no solo la diferencia entre escribir y publicar sino también las posibilidades de efecto sobre la escritura que se disparaban con el cruce del umbral de la publicación y el abandono de la condición de inédito. Así que, entre sus 18 y sus 30 años, escribió y escribió y escribió. Para cuando sacó su primer libro ya tenía una decena listos. A los que siguieron y seguirán los deja reposar, en promedio, unos siete años antes de entregarlos a las editoriales. Dice que necesita tomar una distancia así de grande para corregir un libro, tanta como haga falta para no ser el mismo que lo escribió y, en ese desapego, mejorarlo. Dijo también que esperó hasta ser un autor lo suficientemente maduro como para recibir cualquier reacción (desprecio, celebración o indiferencia) a sus libros, y así y todo poder seguir escribiendo. Solo cuando no tuvo ninguna duda de que, ocurriese lo que ocurriese, iba a seguir haciéndolo, publicó. Es que cuando no escribe se siente mal. Físicamente mal. El resultado de una disciplina y un control así es, en su caso, brillante —tienta creer que reiterando el método se conseguirá igual logro, pero conviene dirigir mejor la fe para no extraviar su fuerza.

Sobre la biografía de Tavares me explayé, también, en la lectura de Los señores (editado en Argentina por Interzona), y no tiene mucho sentido abunde más aquí existiendo lo de allí. Agregaré sí que, al igual que Lenz (el personaje de Aprender a rezar en la era de la técnica) Tavares se formó como lector en la muy nutrida biblioteca de su padre.

El tomo en cuestión forma parte de la tetralogía de las novelas negras de El reino, junto con Un hombre: Klaus Klump, La máquina de Joseph Walser y Jerusaén. Fue distinguida como mejor novela en lengua extranjera en Francia en 2010 y narra, por decirlo mal y pronto, la historia de un cirujano de éxito que se convierte en novel político. “Hasta allí siempre había avanzado por el lado correcto, pero cada vez que sostenía de nuevo el bisturí para otra operación, el Dr. Lenz Buchmann no lograba dejar de pensar en aquella otra posibilidad que, una vez más, tenía a su disposición: podría hacer rodar la manija en la dirección errada, hacia el lado que desconectaba intencionalmente el mecanismo. Y por mucho que a sí mismo lo shockeara –ya que su profesión era el reducto moral que todavía guardaba en una vida que sabía que era absolutamente desordenada-, a pesar de eso, Lenz se sentía atraído por aquella segunda hipótesis, por aquel camino negativo que nunca había recorrido”: con un párrafo así instala Tavares el perfil de ese hombre protervo que elige como epicentro.

La enfermedad, “una anarquía celular” a cuyo orden original intenta devolver el bisturí del doctor, es algo que, para él, se combate con movimientos de ataque. El hermano de Lenz, su débil competencia en la sucesión de un apellido que simboliza la violencia del coraje absoluto, no comprende esa estrategia y falla: “Nadie se esconde peor que los más frágiles”. Así que cuando el doctor consigue, al fin, reunirse con su nombre en soledad y a la vez la biblioteca heredada del padre, que había estado dividida y contaminada en dos, su potencia es tanta que decide que quiere enfrentar no ya pequeñas guerras en cuerpos ajenos sino grandes batallas. Lenz tiene la revelación en medio del velorio: quiere “ser saludado como si fuera un país o una ciudad”, y decide abandonar la medicina y dedicarse a la carrera política. Allí tendrá por secretaria a la hija de un hombre que su padre ha conocido bien.

La manera en que Tavares narra la desesperación con sordina de este hombre perverso, su abrumadora necesidad de obedecer y satisfacer los aullidos de un padre muerto es, también, precisa como los caminos que toma un bisturí. El portugués disecciona la miseria humana y la expone como un tumor sobre la mesa higienizada que es la hoja. Lenz ansía no estar ya en “el centro de la conexión entre dos hombres sino en el centro de la conexión de la historia con un elevado número de existencias”, con una ambición que lo coloca “por encima de sus decisiones”. La ciudad, de repente, también es un cuerpo enfermo —y su monstruoso escalpelo está suspendido ya sobre la zona de corte.

La decadencia, sin embargo, puede retrasarse pero no evitarse del todo. En ningún caso: el cerebro, que es un arma o una ciudad, tarde o temprano la recibe. La anuncia, por lo general, una luz extraña que hace que el brillo de las cosas sea ya el brillo excesivo de las cosas.

 

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