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Oscura plegaria

Ariana Harwicz sorprende con cada novela que publica. En Precoz trabaja una zona del lenguaje que puede relacionarse con Zelarayán, Néstor Sánchez, Aurora Venturini, entre otros.

Por Edgardo Scott.

“Cuando salgo retengo la visión de ellos acuclillados entre vasijas de anémonas. Esa calentura deben sentir las viejas de la región al entrar al sagrario”. Basta aislar dos oraciones cualquiera de Precoz (Mardulce), para que la lengua de Ariana Harwicz se exhiba en su radiante y desprolija obscenidad. Sintaxis, puntuación, semántica, gramática todos los síntomas y amarras del lenguaje son arrasados por esa lengua; por la lengua, en este caso, de una madre insaciable. Literalmente. No sólo no se sacia con ser madre, no se sacia de ser madre. Por eso acosa y persigue, abandona y olvida a su hijo (para recobrar y reencontrar: “el momento providencial de volverlo a ver”, escribe) todo el tiempo. ¿Drama psicológico? ¿Relato –como se decía en una época– de raigambre psicoanalítica? Nada de eso. Volvamos a la pista de las viejas, la calentura y el sagrario. En Precoz, Harwicz se aplica o se deja caer en una lengua en trance. Entre alucinada y mesiánica. La poesía de los místicos. San Juán o Santa Teresa sí, pero en el pagano éxtasis de Bernini.

Harwicz pertenece a esa especie (más que tradición) de escritores que sería injusto clasificar como narradores o poetas –ni que hablar de novelistas o prosistas–. Impropio sería también, para acercarse a su estilo, lo que se entendía por prosa poética (hoy poco menos que un sacón arrumbado). Los ejemplos concretos, enumerar su árbol genealógico, por fortuna releva la impotencia de la descripción. Voces como las de Zelarayán, Néstor Sánchez, Aurora Venturini y sobre todo El tapiz, de Mercedes Roffé, el Correas de Los jóvenes o el Gusmán de El frasquito (y más todavía, de sus variaciones inmediatas: Brillos, Cuerpo velado, En el corazón de junio). La escoltan pocas escrituras contemporáneas, pero clave: Luciana De Luca, Matías Alinovi. La escritura como un rezo, como un susurro trágico y voluptuoso.

Y está el tema. O la representación. ¿La maternidad? Sí, la maternidad. Una maternidad pura, sin padres a la vista. Precoz interpela una maternidad que en la representación literaria, cuando no ha sido una tragedia directa (La viuda de las colinas, de Walter Scott, etc.), ha sido una eterna albúfera reaccionaria o el mejor pábulo servil del discurso feminista. Pero Harwicz no escribe sobre la maternidad; no concluye ni deja concluir nada. No hay mensaje. Y si comunica una experiencia es a través de cómo su lengua se zambulle en ese líquido amniótico, que bien puede ser un vicio. Yvonne Knibiehler, en Historia de las madres y de la maternidad en Occidente escribía: “La aparición de la palabra maternitas en el siglo XII marca un momento de inicio: los clérigos inventaron una palabra simétrica a paternitas, para caracterizar la función de la iglesia en el mismo momento en que se producía una especial expansión del culto de Notre-Dame, como si necesitaran reconocer una dimensión espiritual de la maternidad, sin dejar de despreciar la maternidad carnal de los hijos de Eva.” Y después: “En la época de las Luces, las dos nociones parecen acercarse, para construir un modelo terrestre de la buena madre, que sigue sometida al padre, pero que es valorada a causa del alumbramiento de los hijos. La función materna absorbe la individualidad de la mujer.” Harwicz escribe esa tensión. Un alicaído ideal femenino: la maternidad, en pelea a muerte con el amoroso y vigilante cuidado del cuerpo del hijo (instinto materno), y también contra un lullaby o réquiem, según el caso, en torno al deseo.

Y aun así “todo es tan idílico”, escribe Harwicz hacia el final. Qué otro paraíso ganado, qué otro idilio que madre e hijo en un paisaje extranjero –europeo–, errando en la periferia de ¿París?, sin padre ni ley ni servicio social a la vista. No es casual que al pasar esté Córcega (Si Dios fuera negro, si Napoleón fuera mujer). Madre joven y bella, hijo adolescente, corriendo y tropezando, entre bosques, accidentes, autostops, hombres difusos. Enamorados, por supuesto. Para “que todo sea olvido”, escribe también, tan cerca de la plegaria. Oscura plegaria. Un hijo borrando el tiempo y la melancolía; para que todo sea el sonido y la furia. Oleaje. Olas como las de Virginia Woolf; olas que también golpean en la escritura de Harwicz, en esos encabalgamientos poéticos, en esas repeticiones de terciopelo manchado.

Como todo buen –involuntario– relato de terror y suspense, en el borde del grito, Harwicz también nos roba una carcajada. Precoz es inestable. Como su narrador, como su protagonista: “La madre inestable que luchó años para hacerse inseminar ilegal en el extranjero”. Porque ¿quién es precoz a fin de cuentas, la madre o el hijo? Demasiado crudo, demasiado temprano, demasiado antes. Demasiado. Los padres siempre son y serán múltiples y fallidos, pero una madre siempre alcanza. Y hasta puede ser demasiado.

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