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No Ficción

Mamá

Mezcla de memoria, autobiografía y crónica, Marta Dillon cuenta en Aparecida (Sudamericana) cómo recuperó los restos de su madre, desaparecida por la dictadura en 1977.

Por Mónica Yemayel.

aparecidaLos ruidos la despertaron. Alguien le dijo al oído que se quedara quieta, había caído la cana, su mamá no estaba herida pero se la habían llevado. Marta Dillon tenía 10 años y al llegar a la ventana apenas pudo ver las luces rojas del auto que se alejaba. Lo que siguió a esa mañana de octubre de 1976 fue un largo silencio familiar, tan impenetrable que llegó a creer que sólo ella recordaba a la madre. Ocho años después, en democracia, comenzó el juicio a los comandantes de la dictadura. Las declaraciones de los testigos se transcribían en el Diario del Juicio que Marta Dillon comenzó a leer. En esas páginas, un día encontró el nombre de la madre y supo que su desaparición “era parte de algo grande, algo de lo que se hablaba en la esfera pública aunque no en su familia”.

 

Esa idea se perfeccionó con el paso del tiempo y cuando en 2010 -treinta y cinco años después del fusilamiento de su madre en los homicidios que Rodolfo Walsh había llamado la “Masacre de Ciudadela”- los restos de Marta Taboada fueron encontrados por el Equipo Argentino de Antropología Forense, Marta Dillon entendió que “esta madre era cosa pública, tenía que reponer su lugar en la historia”.
¿Pero qué madre? ¿Qué historia reponer en la Historia? Si lo único que tenía eran recuerdos de una infancia breve, preguntas y silencio. Uno de los antropólogos le había dicho que para encontrar un cuerpo era necesario volver atrás y reconstruir los hechos. Pero en Dillon, la memoria operó a contramano. El hallazgo de los huesos forzó la escritura. Y la escritura el desdoblamiento. Un pasaje intermitente -incierto y en disputa- entre “el presente que latía y un pasado que ya no”. La autora encuentra los huesos y queda en suspenso, entre dos tiempos. Va y viene. Se disuelve y se rehace. “¿La encontraron? ¿Qué habían encontrado de ella? ¿Para qué quería yo sus huesos? ... No me imaginaba sepultando sólo un fémur... ¿Está la calavera? -pregunté como preguntando por la humanidad de esos restos”.

Preguntas, recuerdos y especulaciones llegan como flashes. De menor a mayor, de tibios a hirvientes. Una incomodidad dosificada que provoca sobresaltos de distinta intensidad.

¿Qué hacíamos todos ahí pescando y encendiendo el fuego para cocinar cuando el aliento de los captores ya enturbiaba la vida cotidiana?, ¿Con cuánta conciencia había puesto el cuerpo?, ¿Con cuántos titubeos se había dejado abrazar por la terrible esperanza de dar vuelta el mundo como un guante?

En esos raptos, cuando la duda puede más que la certeza, cuando la narradora parece extraviada, a la intemperie, sin excusas ni redención, brotan tal vez los mejores momentos del libro. Cuando resbala y deja que las palabras tomen la palabra. Sin explicación que cure. Cuando escribe sobre el agua. “Tendría que haberme enseñado a separarme. Tendría que haberme empujado un poco fuera de su lado... Tendría que haberme dicho que eso no iba a durar para siempre.”

Cada tanto, pausa. El presente la rescata, “la vida me reclamaba en otro lado”. Una vuelta a lo cotidiano que la autora convierte en celebración. Son intervalos en los que el relato se relame en declaraciones y ceremonias de amor y amistad y erotismo. Si se escribe para entender, no haría falta que Dillon narrara ni una palabra acerca de su vida personal, las banderas que defiende, su militancia, los amores de su vida. Esas convicciones no llevan signos de interrogación. Son pura exclamación afirmativa. Recreo, juego, alivio. La comprobación de lo que está y existe. El lugar seguro donde reponer fuerzas y juntar coraje para volver, por ejemplo, a aquel día de sus 9 años, cuando la madre le regala Mi planta de naranja lima con esta dedicatoria: “Para Martita, mi compañera, que está aprendiendo a sentir como propias las alegrías y las luchas del pueblo latinoamericano, mamá.” La nena baja del auto y corre hacia la puerta de la escuela apretando el libro contra su pecho “como si supiera que esa hoja con su preciosa letra cursiva de maestra era lo que mamá me iba a dejar a mí. Solamente a mí.”

La nena de las primeras páginas es un capullo inocente que a medida que el libro avanza va revelándose como un gigante que lo sabe casi todo; la cómplice elegida por esa madre que adora; la que carga con el peso del silencio, el miedo y la duda. “Cuidate. Vos sabés que estás en peligro”, lee en una carta que le envían a su madre desde España. Otro día, su madre la encuentra llorando porque para cantar en el coro necesitaba el uniforme de la escuela que había quedado en su casa cuando huyeron con lo puesto; la madre se arriesga y van a buscarlo con una amiga de la familia que le dice: “Espero que sepas lo que tu mamá acaba de hacer por vos”. ¿Y esos folletos de las Cataratas del Iguazú dando vueltas por toda la casa? ¿Estaba su madre planeando un cruce a Brasil? Y ese juego de saltar y saltar en la cama hasta que su madre caía tendida con los ojos cerrados para volver a abrirlos solo cuando escuchaba los gritos: ¡mamá!, ¡mamá!, qué clase de ensayo era ese, se pregunta ahora Marta Dillon. “Ella tenía ansiedad por decírmelo todo, quería que entendiera del amor, de la muerte y de la revolución; y yo creía que entendía.”

Para entender, Marta Dillon reconstruye los hechos con la información que le entregan los huesos recuperados, la ropa desenterrada, algunos testigos. Tiene un día, una hora y una esquina. El tiempo y el lugar del fusilamiento. 2 de febrero de 1977, 3.15 horas. Con un lente implacable se acerca para ver los detalles de los últimos días que pasaron juntas. Ahí donde ella sólo puede recordarla tan vital, coqueta, creativa, con ese “corazón generoso para mover al mundo”, otros le cuentan que su madre estaba preocupada, triste, desaliñada, que se maquillaba menos, que los encuentros cargaban con el presentimientos de ser el último encuentro. La pesquisa hurga también en ese tiempo breve que vivió sin ella -entre octubre y febrero-, los meses de cautiverio, en la polera azul que llevaba puesta, en cómo le había cortado las mangas cuando comenzó el calor de ese verano final. ¿La mataron de frente o de espaldas? ¿Fue en aquel paredón de la esquina con el palo borracho en flor? No, ahí no, mala suerte. Le hubiese gustado que fuera allí. Pero no lo sabe. Hay cosas que jamás va a saber. Yo no creo, alguna vez pensé, ojalá: los comienzos de las frases que insisten, buscando, tratando de llegar a algún lugar. Intentando -como dice Dillon- escribir sobre el agua, aunque ¿no sepa? demasiado bien para qué.

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