Los bordes de la imaginación
© Natalia Colombo
Ilustradores LIJ
Miércoles 08 de junio de 2016
Seis ilustradores de libros infantiles nos cuentan cómo trabajan y recuerdan la época en que ellos mismos se convirtieron en lectores. Un panorama abierto y una breve galería para conocer a algunos de los artistas más destacados del campo. “Se puede ilustrar un libro con una piedra y dos palitos”, dicen.
Por Valeria Tentoni.
Cecilia Afonso Esteves, de quien está por salir Justo cuando con texto de Eduardo Abel Giménez — “un libro de precisas imprecisiones”, lo definió— trabaja con economía oriental y delicadeza: su método es el collage. “Recortando papeles. Componiendo con fragmentos. También, haciendo fotos de pequeñas escenas que dispongo como quien prepara una mesa para compartir”, explica.
“Cuando era chica miraba y miraba ‘los dibujos’ de los libros, y los dibujos decían cosas y yo les creía. Para mí, esas imágenes existían de la nada como las estrellas, los perros, las plantas... No imaginaba a un ilustrador”, cuenta, y regresan las figuras de Sarah Kay y los libros pop-up de Ernest Nister a su memoria, junto con las magníficas ilustraciones de Pedro Vilar en los libros de María Elena Walsh.
Lo que se propone es que texto e imagen tengan su espacio y su voz: “No busco repetir lo que dice el texto, a menos que la imagen que proyecte me convoque tanto como: ‘Yo era de tres opiniones como una mujer sobre la que apoyan sus brazos tres niños’, en la variación de Stevens que hace María Teresa Andruetto con Trece modos de mirar a un niño. Pero creo que es interesante que haya un lugar singular de encuentro. Hacer ese lugar es otra de las cosas que más me entusiasman de este trabajo”. Cecilia Ilustró también libros como Bajo el cerezo en flor, los Poemas de las madres de Gabriela Mistral y Adentro de este dedal hay una ciudad, que viene con figuras recortables. “De este oficio me gusta el lugar de trabajo: mi mesa (de madera), mi casa-taller. ‘El ilustrador, su estampa clásica: sentado en su silla, inclinado sobre la mesa de dibujo como el labrador sobre la tierra. Su sol es la luz del flexo, la plumilla su arado’, dice el editor Vicente Ferrer. Pienso que el lugar y el hacer, nos hacen. También me gusta lo reflexivo de este trabajo. Trabajar con formas-ideas. Se puede ilustrar un libro con una piedra y dos palitos” asegura. Y, de paso, lo prueba.
Mariana Ruiz Johnson se formó en Bellas Artes pero rápidamente se dio cuenta de que se sentía más cómoda trabajando en un arte aplicado, “con un texto como guía y con el plus de que el producto final es algo tan noble como un libro. Con el tiempo entendí que el libro es un soporte sumamente rico y versátil para la creación artística. Hay algo de la narración visual en los libros que es único, se aproxima un poco al cine pero intervienen otros ritmos: el que se genera al pasar la página, el tiempo que te lleva recorrer una imagen fija, la relación secuencial entre una imagen y la otra y el contexto, el momento y el lugar que elige el lector para ese libro. Siento que hacer libros para chicos es un aporte a que el mundo sea mejor. Como dice la gran ilustradora Květa Pacovská: ‘El libro ilustrado es el primer museo que visita un niño’”.
Trabaja cruzando materiales como crayones, lápices y acuarelas con recursos digitales. Con su libro Mamá obtuvo, entre otros premios internacionales, el Compostela de Álbum Ilustrado, y trabajó además en títulos como La remolacha gigante, El viaje de mamá y Canciones del colibrí. “Me interesa la sinergia que se da entre el código visual y el escrito, creo que es importante que los escritores y los ilustradores trabajemos juntos para lograr esa chispa que se da cuando un texto y una ilustración que funcionan juntos crean un significado nuevo. La ilustración debe respetar al texto, pero la imagen es muy poderosa y puede aportar muchas cosas que enriquecen y transforman a la palabra. Esto tiene que suceder tanto en los libros-álbum como en los libros ilustrados. La ilustración tiene un enorme poder para aportar sentido”, dice.
Desde chica hace ilustraciones y cómics: “En casa había muchos libros de ilustradores ingleses y norteamericanos. Teníamos libros de Dr. Seuss, mucho de Richard Scarry y la colección Ladybird de cuentos de hadas. Las ilustraciones eran muy clásicas, pero estaban llenas de detalles. De más grande comencé a leer autores argentinos. Me acuerdo particularmente de las ilustraciones de Jorge Sanzol para los libros de Ema Wolf, me encantaban. Y por supuesto, tenía siempre cerca los libros de Quino”, cuenta, sobre sus primeros encuentros con el género. “Me acuerdo que las miraba durante horas. Generalmente me atraían aquellas que tenían mucho detalle, o elementos extraños. Las que me despertaban muchas preguntas, las que me conmovían o me producían muchas ganas de meterme adentro y conocer más de ese mundo”.
“Creo que todos los que hacemos libros para chicos tenemos que ser un poco niños. Estar conectados con esa parte más irreverente, soñadora, lúdica. Yo trabajo sobre todo para el público infantil, así que pienso mucho en los chicos cuando estoy dibujando. En realidad, trato de evocar qué cosas me interesaban de chica. Creo que el público infantil te da mucha libertad creativa, porque tienen la mirada fresca y absorben todo sin prejuicios”.
Entre los últimos libros de Sabina Álvarez Schürmann están El secreto de las cosas y Guiso de brujas, que saldrá en breve. “De chica disfrutaba mucho viendo los dibujos. Cuando empecé a dibujar, descubrí el placer que da. La abstracción en ese momento entre el papel y el lápiz es maravilloso”, cuenta, y recuerda los primeros libros que le llegaron. “Por parte de mi mamá tengo ascendencia alemana, así que en mi casa había libros antiguos con ilustraciones clásicas europeas muy cautivantes. El máximo recuerdo de un cuento ilustrado no lo tengo en formato libro, sino en unas láminas enormes que mi mamá extendía y mostraba mientras nos narraba la historia. Era una única imagen durante todo el cuento. Recuerdo particularmente el de El lobo y los siete cabritos. La lámina estaba detenida en el momento en el que el lobo irrumpe en la casa de los cabritos. Muy oscura, tenebrosa, con el más pequeño de los cabritos escondido en la oscuridad del reloj”.
En cuanto a sus procesos de trabajo, explica que antes trabajaba más acuarela, pero desde que es mamá los tiempos la llevaron a buscar técnicas más rápidas y expeditivas: “Siempre dibujé y trabajé con grabado en la facultad, así que volví a eso. Paletas limitadas, texturas capturadas con esténcil y lápices”.
“No podría decir que pienso en los chicos cuando ilustro. Simplemente lo hago para mí. Creo mucho que en lo particular radica lo universal. No podría ilustrar pensando en un otro, ¡ya bastante conmigo! Si realmente logro quedar satisfecha con mi dibujo y emocionarme, seguramente va a haber alguien más que se conecte con aquello que muestro y vea lo genuino detrás del dibujo. Sea niño, niña o adulto”, cuenta, y define al vínculo entre texto e imagen como a una danza entre dos bailarines. “Básicamente trabajo para no repetir lo que el texto dice, si es muy específico; para ponerle forma, si es muy abstracto y para inventar todas las demás cosas de las que el texto no haya hecho mención. El poema sigue siendo el desafío más grande para mí y el más gratificante. Ahí prefiero que los materiales hablen por sí solos, así que yo me limito a elegir muy cautelosamente las texturas, los colores, los gestos del material y solo arrimarme a un concepto que prefiero dejar a medio construir”.
“Me gusta imaginarme cosas. Personajes, situaciones. Y dibujarlas”: simple, fuerte y claro. Eso es lo que responde Natalia Colombo, ilustradora y diseñadora gráfica, cuyas obras circulan en países como España, Francia, Brasil, México y, por supuesto, Argentina.
De su infancia, recuerda “un libro enorme, de Disney, con muchos cuentos. Me gustaba mucho la tapa, toda azul, impresa linda, brillante. También Heidi, unas historietas que salían semanalmente. La pequeña Lulú, Periquita, y me gustaban tambien la Anteojito y la Billiken, pero a esas las recortaba todas”. Entre los primeros libros que le llegaron con más texto que ilustraciones, menciona Azabache. “En todos los casos miraba mucho los dibujos, los colores. Y después dibujaba. A veces otra parte del cuento, trataba de copiar al personaje o inventaba. Recuerdo una etapa de hacer muchos ratones, muchos, muchos, que vivían dentro de una bota”.
En la adolescencia siguió dibujando, más todavía: pintaba remeras, zapatillas. Le llegaron, vía su hermano, Dartagnan, El Tony, para despues pasar a la Fierro: “Max Cachimba, mi preferido”, dice. A su hermano, además, le dedicaba historietas “para molestarlo”: “Vivíamos en un departamento muy chiquito, y si no estabamos en la calle, estábamos sentados, ¡no había espacio! Yo dibujando y él leyendo, le gustaban los libros de historia. Cuando me aburría lo peleaba un poco, con un dibujito. Mi papá también dibujaba, cuando llegaba de trabajar. Situaciones de fútbol, siempre de Boca, y también se copaba mucho dibujando al Pato Donald, andá a saber por qué. Aunque la casa era chica, ¡la imaginacion muy grande!”
El público destinatario no está en su cabeza cuando trabaja: “Pienso en la historia que se está contando, la historia y las ilustraciones son las que están en mi cabeza. Las puede leer cualquiera que quiera hacerlo”. Trabaja con lápices de colores y negro sobre cartones y, en ocasiones, sobre hojas tratadas previamente, o bien sobre impresiones. Otros elementos de los que se vale son los marcadores, la témpera, los acrílicos y las tintas: “Tengo periodos en que uso una técnica u otra. No es algo constante, porque me aburre hacer siempre lo mismo”. Ilustró la serie de libros del Pequeño dragón y otros como La torre de cubos, Yo no soy un conejo y Mi mamá tiene el pelo muy largo.
Mariano Díaz Prieto estudió artes visuales y es autor de libros como Mondo babosa y Doña Elba –sin texto, con imágenes narrativas- e ilustró otros como Prohibido ordenar. De su infancia en Buenos Aires cuenta: “No tenía muchos libros infantiles, recuerdo más enciclopedias con láminas de insectos y animales. Pero, a mis 10, mi viejo encontró en la calle El libro de hadas de Arthur Rackham, que recopilaba muchos cuentos clásicos, ilustrados por él. Me fascinaron, eran bellas y macabras a la vez. Al día de hoy recuerdo esas imágenes y les tengo respeto, pues tienen cierta fuerza simbólica difícil de conseguir”.
Trabaja con microfibras, lápiz y papel. “Luego lo coloreo digitalmente, sin mucho efecto ni truco”. También con acuarelas y tinta china. “Lo que no está escrito, está dibujado. En caso de ilustrar el trabajo de un autor, es necesario hacer una interpretación que complete al texto, lo enriquezca. De todos modos, soy partidario de que un libro de textos no debería ser ilustrado, ya que las imágenes que aparecen en nuestra mente, al oir o leer una historia, son mucho más vívidas y poderosas que las creadas por un ilustrador”.
Destaca, de estos libros, la apertura a una libertad exploratoria, como autor y como lector. “Siempre tengo una historia en mente a narrar, y el formato me es cómodo para condensarla. A veces, las historias producen las imágenes. Otras veces una imagen dicta la historia. Depende de cada libro, los métodos van cambiando”. Lo importante, para él, es lograr la sensación de estar ahí, “dentro de la imagen, sintiendo lo que a los personajes les pasa".
Rocío Alejandro, que acaba de ilustrar la colección de libros de Liliana Cinetto y también trabajó en otros como La tierra y el sol para los más curiosos, Chacharramendi o Martín viaja al espacio, pasó por varias técnicas: “Me gusta experimentar. Trabajé con acuarelas, témperas, esgrafiado, acrílico, sellos”, dice. Cuando le toca resolver una tarea, lo que busca “es que la ilustración aporte algo más al texto, que lo haga brillar”. Sus obras llegan a chicos y chicas de lugares como Brasil o los Emiratos Árabes.
De la fundación de su infancia lectora, trae algunos recuerdos: “Tengo muy presente cuando mi papá me leía Dailan Kifki, las ilustraciones de Pedro Vilar me fascinaban. Pero, de chica, me relacionaba más con el dibujo de las revistas, la Billiken, las recetas de Blanca Cota y la serie ‘El amor es...’, que mi abuela recortaba del diario y coleccionaba en un álbum”.
“Este trabajo es maravilloso. Te permite crear mundos, trabajar con formas y colores. Además, con cada ilustración estás, de alguna manera, mandando un mensaje en una botella que queda flotando hasta que alguien, del otro lado de las páginas, la recoja”.
Si bien las chicas y los chicos se convierten en lectores con tan solo quedar ante sus publicaciones, lo cierto es que casi todos estos ilustradores concuerdan en que, durante el proceso creativo, no los tienen en mente como destinatarios. Y quizás, justamente, allí resida la altura necesaria para que el pacto lector se produzca de modo tan natural. “Los libros los trabajo sin pensar demasiado en si un niño lo va a ver. Pienso qué me interesa contar, y luego intento que la historia sea visualmente atractiva. Ellos son mucho más perceptivos que nosotros y entienden perfectamente las imágenes. No subestimarlos al pensar en términos de libros-para-chicos es vital para que mis libros funcionen”, explica Díaz Prieto, por ejemplo.
“Considero que como adultos haciendo producción cultural para el público infantil tenemos la responsabilidad de hacer cosas de calidad, bien pensadas, porque de alguna manera les estamos mostrando el mundo a través de nuestra mirada”, concluye Ruiz Johnson.