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La confrontación entre el individuo y el arte

Sobre Las bailarinas no hablan

Una lectura de Ariel Schettini alrededor del último libro de Florencia Werchowsky, el Teatro Colón y la danza: "Florencia sabe que reflexionar sobre los límites de una disciplina artística corroe las bases de la institución 'arte'".

Por Ariel Schettini.

Como en El telo de papá, el libro donde conocimos a Florencia Werchowsky como narradora, Las bailarinas no hablan, tiene ese encanto de las novelas clásicas. Esas que nos muestran el devenir de un personaje y gracias a ese devenir, un sistema, un modo de vida, un mundo.

Este universo está teñido del modo “personal” que tienen los personajes de comprender sus leyes y sus posibilidades e imposibilidades. En el este caso de Las bailarinas no hablan es el humor y el arte.

En la novela anterior se trataba de la empresa familiar y los avatares para sostener a quienes vivían de ella. En esta, es una empresa individual: la confrontación máxima entre el individuo y el arte.

Como Degas hace una representación del arte a partir de la danza, Florencia sabe que reflexionar sobre los límites de una disciplina artística corroe las bases de la institución “arte”. A fortiori, cuando esa institución es uno de los monumentos, rocas fundantes, del debate nacional sobre el arte: el Teatro Colón.

Objeto preferido de la analítica novelesca desde su fundación, el Teatro Colón tiene todas las versiones posibles que ha dado su literatura. Desde el prostíbulo selecto para el cajetilla de los años 1880, hasta la de pasillo privilegiado para la circulación del chisme bajo que define a la “clase alta” de la miseria humana. Incluyendo el infinito debate protocolar acerca de si la puta nacional -Evita- tiene competencias para sacarse fotos vestida de Dior en sus escalinatas. Desde su origen hasta la novela de Werchowsky, todas las discusiones acerca del Teatro Colón, que es el objeto deseado de la oligarquía argentina y del peronismo, tienen como protagonista a las mujeres y su lugar en la sociedad.

Lo alto y lo bajo, las escaleras que suben y descienden, el lenguaje procaz en los palcos finolis y más. El Teatro Colón tiene el pathos vertical del ascenso y la caída, de la gloria y el fracaso. Si Newton no hubiera descubierto la ley de gravedad, el Teatro Colón hubiera podido hacerlo. La sección destinada a los que saben de música se llama Paraíso, y todos sabemos que es un infierno al que se es condenado por pobre y melómano, por conocer verdaderamente la técnica y, finalmente, porque cualquier gesto experimental y novedoso es inmediatamente llevado (a veces con honor) al subsuelo (correlato clasista, etario y juvenil del Paraíso).

En esta novela, Florencia, nos invita a conocer esta otra verticalidad que muy pocas veces había sido explorada en el teatro. Lo que para mí la eleva a un lugar destacado en el pequeño parnaso de los que se han visto estimulados a hablar del Colón: Florencia nos habla del Teatro Colón desde la perspectiva a la vez sublime (y por eso baja, y estrepitosa y quizás podríamos decir, kirchnerista) del trabajo.

Novelesco y político. La representación de cisnes y sílfides, vírgenes y muñecas, en escenarios más o menos medievales, recuperados por el imaginario soñador burgués del siglo XIX… Puede que efectivamente no pueda retener a los mejores bailarines, ni pueda poner en escena las escenografías más modernas: pero ningún teatro del mundo tiene la capacidad que tiene del Colón de integrarse al debate político y social con la determinación con la que se lo hace. Ni el Bolshoi con su bagaje de patriotas y desertores, de bailarinas mejoradas a latigazos de bolchevique y compañías de sutiles jovencitas vírgenes escoltadas por servicios secretos como en una novela de Le Carré, ni el Bolshoi, repito, tiene esa capacidad de interpelar a todos esos no asistentes del Colón (esos que pensamos al Colón y que no necesariamente nos contamos entre el público) que lo defienden, lo debaten y lo pagan, con sus contradicciones y sus mezquindades, sus idas y vueltas, como lo que es: un símbolo nacional.

Florencia, ahora mirando la institución y el trabajo desde el del siglo XXI, pudo entender en ese símbolo aquello que casi nadie había visto porque hay que entenderlo muy de adentro para verlo… Hay que ser (insisto) un Degas, que puede mirar no el arte en el momento de la realización y la representación de lo trabajado, sino en el momento de su mayor verdad: el de la técnica, el de la exploración, el del control preciso del movimiento cierto, el de la balanza y el centímetro que le pone límites estrictos al cuerpo que empuja, el momento de la anorexia y de la familia poniendo en una niña la responsabilidad de desatar y reivindicar toda la suma de fracasos que fue su vida de familia argentina. El momento en el que el ballet es el aparato digestivo, la bulimia y los menús, los tuppers, los almuerzos, las gimnasias, la evolución de un cuerpo a pesar de la niña prodigio que negocia sobre sí, y se acepta y se rechaza porque una profesora de pueblo, una mujer con la palabra sagrada como la de una bruja dictaminó sobre ese cuerpo lo que salvó y condenó a la familia de la niña bailarina para siempre: “Tiene condiciones”.

Y a partir de esa promesa, entonces, viene el sacrificio de la familia que se rompe literalmente para seguir ese sueño (que es un sueño ¿nacional?, ¿familiar?) que se vuelve el manejo y el gobierno de la formación que tendrá la niña bailarina, la púber bailarina, que el teatro, la institución no ofrece, y que entonces la familia sale a paliar, y en el sacrificio de la familia disculpa a un estado que no puede sostener la formación de sus estrellas. Las estrellas que dice necesitar, que exige, que se organiza para proteger pero que jamás serán sostenidas, organizadas ni sus vidas administradas en colegios, institutos, espacios de contención familiar, etc… La responsabilidad que quede para otros.

Y esa bailarina que es pura disciplina, puro dolor, puro sacrificio, pura entrega, es esa la que el público aplaude. Esa musculatura que retrasó el desarrollo. Ella que se miró en un espejo hasta el enamoramiento de sí, hasta el miedo de sí, hasta la búsqueda de una posición que ya no puede evaluar sino con la palabra con la que se califica un movimiento, una posición, un paso: “correcta”.

Ese sacrificio, esa disciplina y esa entrega a la técnica es lo que Florencia nos permite observar ahora, entre bambalinas, como si fuéramos eso que somos, los Ulises inmóviles atados al poste de nuestro cuerpo inservible, un navío que naufraga, estropeado en el trabajo, para llegar a la noche a escuchar las sirenas del cuerpo opuesto: las vírgenes vestales que hicieron del movimiento su religión que exige no un rezo sagrado sino muchos rezos, uno atrás de otro. El arte del movimiento clásico, ya lo sabemos, exige la inmovilidad, el silencio y la quietud absoluta del púbico, nada dionisíaco y carnavalesco, salvo en los límites del escenario.

La fascinación del mundo de la danza.

Pero la novela Las bailarinas no hablan es mucho más que eso, tiene pegado a este costado elegante y sutil del cuerpo disciplinado, este otro aspecto que es el momento en el que entendemos que todo esto se piensa y se trama en el Colón, en esa Argentina, en ese teatro que es el objeto de los desvelos nacionales, pero nunca de la responsabilidad ciudadana sobre el destino de sus artistas y trabajadores. Ahí, en ese lugar oscurecido de la escena brillante que Florencia ilumina.

Su tradición venerable de más de un siglo, nos cuenta Florencia en su novela, no permitió, sin embargo, que se establezca un régimen de trabajo para los cuerpos estables, donde las vidas útiles de los artistas quedan adheridas a las vidas de los funcionarios, sindicatos, huelgas, demandas, paros, salarios vergonzosos, reivindicaciones, planteos, cartas documento, en fin… la vida humillante de un empleado argentino. La gracia de un développé, adherida a la desgracia “sub développé” de este país.

La moraleja y aquello para lo que esta bailarina muda fue educada: para hablarnos. Efectivamente, todo ese universo de ensayos, maestras severas, compañeros sobre excitados por las hormonas adolescentes y los suplementos vitamínicos, ese mundo de privaciones, disciplina deseada como en un relato freudiano de chicas histéricas con miedo a volverse “señoritas” (sic), la nulificación de los miembros de la familia que deciden montarse, vaya a saber por qué, en el sueño de aquella profesora de pueblo… Toda esa inmolación lleva a nuestro personaje a la cumbre de un papel de fila en una obra menor, Piel de asno, cuya trama es no sólo políticamente incorrecta, chauvinista, machista, incestuosa y clasista; también es aburrida, una obra menor.

Nuestra heroína tuvo el destino de casi todos los artistas, saltó al vacío hacia la cumbre y terminó haciendo de “pueblo” en obras donde otras estrellas fulguran. Y aquí nos detenemos porque vemos una parábola que tiene la belleza de una novela brillante. Nuestra heroína salió del pueblo y terminó actuando de “pueblo”. Casi uno podría decir: qué destino peronista. Evita Capitana, entrando con su vestido de Dior de tul, lo hubiera entendido perfectamente mirándolo desde el palco presidencial.

Ahí donde entendemos que efectivamente las bailarinas son mudas y que si la bailarina de esta novela terminó haciendo un papel de fila; la escritora, por el contrario, en una estrella. Era necesario que dejara de bailar para encontrar esta voz, que nos puede contar este destino nacional, de un fracaso previsible por argentino, por nuestro, por falto de condiciones o de recursos, o de fuerza o de vaya a saber qué.

Obviamente, lo imaginábamos y la novela de Florencia lo confirma: tratar de hacer una carrera como bailarina en este país es un infierno. Pero nosotros lo podemos entender en la voz de Florencia, como si estuviéramos mirándolo desde el Paraíso.

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