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Ficcion

La impaciencia

Una lectura de Un dique contra el Pacífico, de Marguerite Duras, editado por Tusquets.

Por Valeria Tentoni.

En 1958 René Clément filmó una versión de Un dique contra el Pacífico. Con la venta de los derechos para el cine de ese libro, Marguerite Duras se compró una casa en Neauphle-le-Château, a unos cuarenta kilómetros al oeste de París. Instaló su habitación en el primer piso. La ventana daba al jardín, donde todo reverdecía. Hasta las paredes. Pero ella no le decía “el jardín”; le decía “el parque”.

Así que era un parque.

Muy distinto el panorama para la familia del libro, a la que han estafado con unos lotes improductivos en las costas del Pacífico, reducida a la desgracia menesterosa de un bungalow, un caballo muerto, un auto viejo y una esperanza desmedida. La madre de Joseph y Suzanne está obsesionada con ese barro donde nada puede crecer, que ni siquiera le pertenece. Un lodo en el que se ahogan las raíces de los arrozales y en el que se entierran los niños muertos de hambre de la llanura. La imposibilidad la enfurece, la enferma, la daña, pero así y todo no sabría llegar al final sin esperanza, no tendría con qué llegar al final sin eso. Aunque tenga que arrastrar a todos los habitantes de la colonia con ella, incluidos sus dos hijos jóvenes y hermosos, balanceando los pies en el puente mientras ven pasar los autos y el futuro frente a sí. “¡Ah! Las personas como usted no saben lo que es la esperanza, y además no sabrían qué hacer con ella…”, responde la mujer que sirve, cada noche, el mismo plato pobrísimo a sus hijos con la única ración de dulzura de que dispone su temperamento en todo el día.

Igual que para Suzanne, la infancia de Duras transcurrió en una colonia francesa en Indochina, con un padre tempranamente muerto y una madre maestra. Es el mismo universo que inspiró otros libros suyos, como El amante, y que perseguirían los biógrafos bajo su mirada tosca, desconectada de esa carrera. Es la mirada de alguien que no puede explicarse cómo no van, directamente, a su obras para buscar lo que buscan, por qué no dejan de empecinarse en duplicar (y malamente, desde que nadie, como es natural, podría haberlo hecho mejor) ese pasado que solo ella conoce al punto de poder manipularlo, igual que con su jardín-parque, con suficiente destreza, con suficiente vigor, con suficiente derecho.

Más de veinte novelas, guiones cinematográficos y textos dramáticos después de que muy pronto en su vida fuera demasiado tarde, murió en París. El cine y la literatura, en ella, están enroscados como un caduceo. Dos serpientes que se miran a la cara, entrelazadas alrededor del deseo. “No es el sexo lo que me interesa. Me interesa lo que se encuentra en el origen del erotismo, el deseo. Lo que no se puede, y quizá no se debe apaciguar con el sexo. El deseo es una actividad latente y en eso se parece a la escritura: se desea como se escribe, siempre”, respondió una vez en entrevista Duras.

9789876702904En Un dique contra el pacífico el cine es el transistor del deseo por excelencia: es el canal de transformación de los personajes. Es el lugar al que va la madre a trabajar tocando el piano para darle de comer a sus hijos y para ahorrar el dinero con el que comprará esas tierras que luego se revelarán inconducentes. Mientras toca el piano, todavía joven, no puede mirar las películas porque el instrumento está ubicado en un foso demasiado bajo. “A veces me daba la impresión de que me dormía mientras tocaba. Cuando intentaba mirar la pantalla era horrible, me daba vueltas la cabeza. Veía una especie de amasijo blanco y negro que bailaba encima de mi cabeza y que me mareaba como una sopa”. Durante diez años la mujer toca la música del cine pero nunca puede ir, como espectadora, a ver una película. Un día decide mentir: dice que está enferma y no puede ir a tocar. Se disfraza y se oculta en una butaca. Mira la película. Al salir, un empleado la reconoce y nunca más vuelve a hacerlo. “Durante diez años esas ganas se mantuvieron intactas en ella, al tiempo que iba envejeciendo. Y al cabo de diez años era ya demasiado tarde”. En la madre, el cine es el deseo que se deja morir, el deseo que fermenta y se pudre, como las raíces de los arrozales.

Suzanne también va al cine, en la ciudad. Va a buscar hombres, a buscar un hombre, va con vestido prestado, pintada. “¿Qué gana yendo tanto al cine? No es nada sano y se forma uno ideas falsas sobre la vida?”, le increpa alguien que se la quiere quedar sin suerte. “Sólo allí, delante de la pantalla, resultaba fácil. Hallarse con un desconocido ante una misma imagen suscitaba deseos de lo desconocido. Lo imposible pasaba a estar al alcance de la mano”, sabe, o confunde, la joven. Y es el cine el que le hará torcer, para bien o para mal, su destino en la última decisión que tome en la historia que escribe Duras.

Joseph, su hermano, “el canto de la virilidad y de la verdad”, va al cine a buscar a una mujer. Allí conoce su crueldad y su inteligencia. No se me ocurriría intentar describir la terrible, prepotente belleza que se logra en las páginas que resuelven esos minutos en lo oscuro. Me recuerda al alarido de Cósimo en los árboles con la Sinforosa. Es, quizás, el momento más alto de la novela. La cima de un salitre majestuoso de impaciencia sobre el que está a punto de avanzar todo el agua y todo el dolor del mundo.

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