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Fruta en la mesa de la última cena

Leonardo da Vinci y sus Notas de cocina: un libro que se escribió como parodia, se vendió como pan caliente y se leyó como historia.

Por Valeria Tentoni.

Cada 15 minutos, 25 personas salen y otras tantas entran al refectorio del convento dominico, contiguo a la iglesia de Santa Maria delle Grazie, para detenerse frente a La última cena. Van, sí, a ver esa obra famosísima y misteriosa, a ponerse ante su aura iridiscente —compuesta no solo por esa pared deteriorada, que recibió varios trabajos de restauración ya, desde que a da Vinci se le ocurrió innovar con la técnica tradicional y pintó “al seco” sobre una superficie poco amable— sino también por la infinidad de teorías, hipótesis y supersticiones que la completan. Pero van, además, a estar donde Leonardo estuvo, durante unos tres años, trabajando.

En el libro Notas de cocina de Leonardo Da Vinci. La afición desconocida de un genio (editado por Temas de hoy, Planeta) encontramos una historia posible para esos tres años. Y es exquisita. Se supone que Leonardo se pasó el primero de esos tres años ni más ni menos que paseando por el refectorio y mirando el muro vacante. Que recién después de ese periodo le pidió al prior que le trajera una larga mesa a la habitación, y también comida y vino. Pero para Semana Santa el pintor florentino no había impreso ni una gota en el mural, así que el prior se inquietó y le mandó una carta a Ludovico Sforza, Duque de Milán:

“Mi señor, han pasado más de doce meses desde que me enviasteis al maestro Leonardo para realizar este encargo y en todo ese tiempo no ha hecho ni una sola marca sobre nuestra pared. Y en ese tiempo, mi señor, las bodegas del priorato han sufrido una gran merma y ahora están secas casi por completo, pues el maestro Leonardo insiste en que se prueben todos los vinos hasta dar con el adecuado para su obra maestra; y no aceptará ningún otro. Y durante todo este tiempo mis frailes pasan hambre, pues el maestro Leonardo dispone a su antojo de nuestras cocinas día y noche, confeccionando lo que él afirma ser comidas de las que precisa para su mesa; pero nunca se da por satisfecho; y luego, dos veces al día, hace sentarse a sus discípulos y sirvientes, para comer de todas ellas. Mi señor, os ruego que deis prisa al maestro Leonardo para que ejecute su obra, porque su presencia, y también la de su cuadrilla, amenaza con dejarnos a la miseria”.

Más adelante en el mismo libro se dice que, aparentemente, Sforza le habría tolerado esto al pintor porque los retrasos en sus pagos le habrían impedido a Leonardo darle de comer a sus discípulos. Pero que del apurón final se vengó —después de tamaña seguidilla de banquetes y borracheras multitudinarias de testeo—, con una mesa frugal en el fresco. Tan frugal que diríase más bien miserable, como la que se puede ver ahora en el muro (durante 15 minutos —salvo que uno esté dispuesto a volver a hacer la larguísima cola para ganarse otros 15).

Esa es una de las perlas de las Notas de cocina. También dice ahí que da Vinci inventó la servilleta, el tenedor, el sándwich y hasta un “aparato para suspender un huevo”, entre muchas otras máquinas gigantescas, deliciosamente inútiles. Aparecen sus recetas, una lista de insectos comestibles y no comestibles, ideas y sugerencias para la conducta en las comidas. Por ejemplo, describe una “manera correcta de sentar un asesino a la mesa” (dice que mejor conviene se siente al lado de la víctima, para no interrumpir demasiado el almuerzo) y hay también técnicas para limpiar la sangre de los manteles.

El arte culinario, en apariencia, era lo único que verdaderamente le interesaba al genio. Para sostener esta sentencia aparecen diversos dibujos, notas de los cuadernos del artista donde observamos planos y proyectos de máquinas de cocina. Por ejemplo, una “secadora de tambor giratorio, operada con los pies (de aproximadamente 6 metros de alto y manejada por seis miembros del servicio de cocinas)”, ya que “después de inventar las servilletas, idear métodos para mantenerlas limpias se convirtió en una obsesión para Leonardo”.

Pero si vamos al tratado clásico de A. E. Popham, Los dibujos de Leonardo da Vinci, encontraremos la lámina completa, que, según se dice, representa un boceto militar: “Una máquina ingeniosa para la descarga continua de flechas”, en la que cuatro arcos al interior de una especie de noria son recargados por un hombre que ocupa un asiento unido al eje de la rueda.

Según se consigna en las Notas de cocina, la información fue tomada del Codex Romanoff, manuscrito que, dice el prólogo del Doctor Marino Albinesi, se conserva en el museo de l´Hermitage de Leningrado. La introducción de este libro de cocina está a cargo del crítico gastronómico José Carlos Capel. Ahí escribe que “la figura de Leonardo da Vinci, el más grande de los genios del Renacimiento, se halla indisolublemente vinculada al arte de la cocina”, y que fue un “impenitente gastrónomo a la vez que un cocinero tan refinado y sensible como visionario e incomprendido”.

“He guardado el secreto durante años pero creo que ya es hora de contarlo”, escribió Capel en su blog Gastronotas. Asombrado por las ventas de las Notas de cocina –más de 75.000 ejemplares, según la casa editora–, y por su recepción no solo periodística sino también en escuelas de cocina, se vio en la obligación de aclarar que el contenido “es pura broma, que el supuesto manuscrito original de Da Vinci que se denominó Codex Romanoff no está en el museo de l´Hermitage (Leningrado) como algunos piensan ni en poder de los herederos del genio renacentista. No está porque no existe. Hablamos de un libro imaginado cuyo contenido es completamente falso”. Capel era el editor de la colección de gastronomía de la editorial y le llegó una copia del libro, en inglés, escrito por una pareja de historiadores, Shelag y Jonathan Routh “sin otra intención que divertir a sus lectores”. De hecho, fue presentado el mismísimo día de los inocentes, en 1987, en Londres.

Las notas son una parodia, como lo cataloga Javier Pérez Escohotado en un análisis pormenorizado del texto y el paratexto publicado por Planeta. “Debemos atribuir a los Routh todos los textos restantes, incluido el prólogo del doctor Albinesi, falso fiscal general y pretendido presidente del Círculo Enogastronómico italiano. Todo lo que se afirma en este prólogo resulta una impostura completa; por su parte, la presentación recoge las líneas generales del capítulo ‘Leonardo en la cocina. Perfil de su vida gastronómica’, que no es otra cosa que una hilarante sarta de falsedades, adobadas con algún dato biográfico puntualmente verosímil”, explica.

“Como director solo retiré dos trampas de bulto que los autores habían introducido. Dos ingredientes como las alubias y el maíz, productos americanos que a principios del XVI eran desconocidos en Europa. (…) Es cierto que Leonardo era un cocinilla declarado, y es verdad que tuvo una taberna en Florencia a medias con su amigo Sandro Boticelli. Negocio que cerraron por falta de clientela. Sin embargo, ni inventó el sacacorchos para zurdos, ni las máquinas para cortar fiambres, ni un gramófono para filetear la carne, ni tampoco el tenedor, utensilio que ya se usaba en Constantinopla en el siglo XI. Nada de esas cosas que se le atribuyen por culpa de esta obra. (…) El libro de marras es fantasía pura”, tuvo que aclarar al crítico gastronómico, ante el delirio que se convierte en mito y se agiganta.

¿Alguna de las 25 personas que en este preciso momento están saboreando sus quince minutos irreversibles de aura habrá leído ese libro, habrá creído este cuento? ¿Imaginarán a Leonardo tomándose todo el vino? Me fascina pensar que sí.

¿Es ese boceto una lanzadora de flechas continua o una máquina desorbitada (de ¡seis metros de alto!) que sirve, simplemente, para secar servilletas? Ay, sabemos que la primera, pero creamos que las dos. ¿Da Vinci pintó la última cena desvalijándole la despensita al bueno de Ludovico Sforza, como un troglodita famélico? Me gustaría tanto que así hubiese sido que me lo voy a creer. ¿A quién hacemos daño con nuestra pequeña fe imberbe? ¡Por favor! Es tanto más divertido. Es todo tan divinamente ridículo. ¡También la verdad!

¿En qué se parece una gelatina a una catedral? Leonardo, según las Notas de cocina, diseñaba menúes que el Duque le rechazaba una y otra vez, y por fuente los autores citan los libros de contabilidad de los Sforza, donde aparecerían las listas de compras de ingredientes. Entre los platos extravagantes del autor de la Mona Lisa, se contaban los moldes de gelatina y adornos de mazapán que vemos en la imagen, cuidadosamente bocetadas antes de su cocción. Por el tratado de A. E. Popham sabremos que no, que en realidad estos dibujos provienen del Codice Atlántico y son diseños arquitectónicos de iglesias rodeadas de cúpulas, parte de una serie de planos y vistas de edificios que realizó. El historiador de arte británico escribirá: “No existe ninguna construcción que pueda ser atribuida con certeza, ni siquiera con probabilidad, a Leonardo da Vinci. Leonardo, como arquitecto, debe ser reconstruido desde sus dibujos y escritos, y la figura así obtenida debe carecer de realidad. (…) No existen razones suficientes para suponer que eran dibujos para la preparación o construcción efectiva de ningún edificio”. Y así como es más probable que sea cierta una cosa que otra, ninguna lo es total y finalmente. ¿Por qué no podemos creer entonces, con estúpida alegría, que Leonardo era un excesivo que diseñaba meticulosas catedrales de gelatina para decorarle la mesa de postres al Duque?

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