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El nadador incansable

Con Crawl y Hospital Británico, Héctor Viel Témperley se convierte en uno de esos poetas únicos que establecen una línea divisoria entre un antes y un ahora del que ya no se puede volver.

Por Luciano Lamberti.

Hay muchas clases de escritores, pero por lo menos hay dos clases. Los que se leen desde afuera, desde la racionalidad, desde el cerebro, y los que involucran todo el cuerpo, nos saltan encima con su música, nos transportan, nos devoran como un antiguo dios imaginario y hambriento. A lo mejor Borges sea el ejemplo más remanido del primer grupo, incluso en su poesía; Viel Témperley es el ejemplo perfecto del segundo.

 

Un alumno me decía que, para él, la poesía que se escribía en la actualidad, poesía deudora de los 90, poesía casi costumbrista, casi oral, casi chata, no era, en realidad, para nada, poesía. Mi alumno razonaba diciendo que es casi viejo y que, probablemente, su incapacidad para leer esa clase de poesía tuviera que ver con su casi vejez, pero que de todas formas no importaba, no era un problema suyo, lo que a él le encantaba, lo fascinaba, lo volvía loco, era la poesía trabajada, la poesía poética, no la de ahora que parece, más bien, un chat, un mensaje de teléfono o cualquier cosa, como si los poetas estuvieran demasiado ocupados eligiéndose la ropa en alguna tienda hipster o mirándose el peinado en cuanta superficie reflectante se les ponga enfrente como para intentar esa ridiculez de buscar una voz propia.

Estoy de acuerdo y no estoy de acuerdo con mi alumno. Yo también, contrariamente a los que creen los extremistas democráticos, creo que no todo lo que se escribe es bueno, simplemente por haber sido escrito. A la vez, la derecha patética de los cultores a ultranza del soneto y la rima consonante asoma en el horizonte. No me interesan ninguna de las dos. Puedo disfrutar una amplia paleta de poetas. Pero hay algunos que descollan como si además de escribir poesía hicieran otra cosa, no sé muy bien qué. Como si hubieran llegado a alguna parte, desde la que nos miran a los pobres mortales, o no dejaran de ir hacia allá, mientras los demás estamos quietos mirándonos los cordones. Viel Témperley es uno de ellos.

Témperley era un hijo de la alta burguesía y las fotos de su Poesía Completa en Ediciones del Dock da cuenta de eso. Fotos en el campo, fotos con un caballo, fotos tomando mates, fotos frente a un cartel de Legión Extranjera, fotos en el mar (el agua hasta las rodillas, un estado físico por lo menos admirable, músculos por donde se busque). Sus primeros libros son, sino malos, sí costumbristas, predecibles. No se distinguen demasiado de los versos de un Lugones que celebra la vida sencilla de los campesinos porque no tiene que experimentarla.

Entonces algo le sucede. No sabemos qué. Quizás una crisis personal. Quizás el hastío de todo lo que había escrito. Quizás el acceso a ciertas lecturas renovadoras. Quizás un rayo de luz que proviene de una nube. Lo cierto es que publica dos libros fundamentales para la literatura argentina, libros que no tienen demasiado que ver con su producción anterior, libros que implican un salto hacia ninguna parte, probablemente hacia una pared y probablemente de cabeza: Crawl y Hospital Británico. Entonces Témperley pasa de ser un poeta menor a uno de los grandes, de los únicos, de los que establecen una línea divisoria entre un antes y un ahora del que ya no se puede volver. La poesía que antes se había limitado a narrar tareas rurales o el ocio de un bon vivant se vuelve música pura. Ya no importa lo que dice, sino la forma en la que suena en nosotros. El dios que antes se veía desde lejos, ahora se acerca como una bola de fuego y quema.

Crawl, que al decir de Fogwill trata de imitar la respiración del nadador en su afán de llegar a la costa, tiene como motivo generador (ese concepto proviene de la música clásica y habla de las variaciones de una misma secuencia de notas) la frase con la que supuestamente saludaba Osvaldo Lamborghini: “Vengo de comulgar y estoy en éxtasis”. Fogwill, que también fue su editor, cuenta las sílabas de esos versos y dice: acá hay un tipo quedándose sin aire (pero no es una asfixia angustiante sino pacífica y hermosa). Témperley lo sabía porque era un gran nadador (y un gran fumador, también, al que se llevó un cáncer de pulmón).

A Leónidas Lamborghini (el hermano de Osvaldo) le propusieron hacer una antología de su obra y se despachó con esa genialidad que es Carroña última forma, un libro donde literalmente se destroza a sí mismo, destroza su poesía, como si en vez de hacer una retrospectiva hubiera decidido romper su pasado en partecitas, tratarlas como a un cadáver comido por los cuervos o los gusanos. Temperley hace algo similar en Hospital Británico. Toma aquellos versos costumbristas, los revuelve, los hace cantar. El libro es el delirio de un agonizante que habla con Jesucristo y se interna en lo que fue, machete en mano, hasta volver a nacer. Un libro que, si me preguntan, no sé de lo que habla, pero si no me lo preguntan lo sé perfectamente: mi cuerpo lo sabe.

No hay un mejor escritor para leer en estado de ebriedad, tanto literal como simbólica. Temperley es, en sus mejores momentos, música pura. Su respiración poética, la de un nadador que sabe que no llegará a la costa. Su sistema simbólico, la repetición de un puñado de temas que funcionan como variaciones de lo mismo: el acto de nadar, la adoración de un Dios enloquecido, la vida en el campo. Pocos alcanzan, antes de morir, el éxtasis que proviene de la escritura verdadera. Pocos son tan afortunados.

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