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El colapso de la estrella

Clásico moderno, El año del pensamiento mágico (Penguin) es el volumen de memorias de Joan Didion tras la la muerte de su marido. El libro que obtuvo el National Book Award en 2005.

Por Valeria Tentoni.

el año del pensamiento mágicoEl título de esta lectura está tomado de una línea de la "crónica de supervivencia", como se le han referido, de Joan Didion: no lo entrecomillo porque no es exactamente eso lo que dice en el libro. Dice: "El colapso de la estrella muerta". Lo dice hacia el final. Didion escribe entonces que solo después de leer los resultados de la autopsia de su marido, John Gregory Dunne, dejó de "intentar reconstruir el choque, el colapso de la estrella muerta". Esos resultados permanecieron extraviados durante un año en el que también tuvo que cuidar a su hija enferma, reordenar su vida, habitar la casa; ella no había anotado bien su dirección en la planilla, presa de los desórdenes cognitivos propios de quien está en crisis de pérdida, y entonces no se los habían podido hecho llegar antes. 

Esa última palabra de la línea parece algo así como un paso de más, un agregado ocioso. ¿Cómo podría quedar algo después de colapsar, de destruirse, si no? Una masa de sentido redundante, desperdicio que, da la impresión, debería sacudirse del párrafo. Como cuando, tras dar giros de baile, el cuerpo recobra el equilibrio pero justo en el punto en que pensábamos que la gracia había sido completa y que nuestros pies coronaban tan bien, con su exacta llegada al centro, la acrobacia modesta de la danza, justo ahí, que estamos casi por sonreír al frente, hinchados de satisfacción, justo ahí, uno de los pies se corre de lugar. Tropezamos, con ese resto de envión que no habíamos contemplado iba a ser suficiente para provocar un desgobierno. Volvemos a ser lo que éramos antes del baile: animales torpes que avanzan a tientas entre las cosas que se mueven y las cosas que ya están quietas.

"El colapso de la estrella" también sirve para aludir a este pensamiento mágico que Didion admite la tomó durante mucho tiempo en sus negociaciones emocionales consigo misma tras enviudar, si operando en esa misma oración quitamos la palabra "muerta" y agregamos la palabra "buena" antes de "estrella": "Yo no paraba de decirme a mí misma que llevaba toda la vida teniendo mucha suerte. Lo que esto significaba, tal como yo lo veía, era que ahora no tenía derecho a sentirme desafortunada. Esto era mi versión de no dejarme llevar por la autocompasión", leemos. En el desgarro por la "ausencia interminable" de su compañero de toda la vida (cuarenta años de casados), Didion escribe, parecería, para mantenerse entera, para darse contorno. Para no desparramarse en el momento. Escribe como quien se abre camino en la selva: a machetazo limpio, palabra tras palabra, dándose una cronología, persiguiendo una comprensión no total pero sí suficiente. No una aceptación sino una convivencia con el resultado de eso que pasa después de que "te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba".

Joan Didion con su marido e hija

No somos animales salvajes e idealizados.

Somos seres mortales imperfectos, conscientes de esa mortalidad incluso cuando la apartamos a empujones, decepcionados por nuestra misma complejidad, tan incorporada que cuando lloramos a nuestros seres queridos también nos estamos llorando a nosotros mismos, para bien o para mal. A quienes éramos. A quienes ya no somos. Y a quienes no seremos definitivamente un día.

Cuando me dieron este libro, alguien pasó, miró la portada, dijo que lo había leído, que le había gustado mucho, claro, pero refirió otra cosa que me llevé, como un señalador invisible, entre las hojas del tomo. Dijo que había páginas de más en el final. Inclusive tomó el libro de mi mesa y pasó algunas y en ese abanico repitió esto, no recuerdo exactamente cómo lo dijo, acerca de un sobrante. Al empezar a leer pensé: cuando haya avanzado bastante, seguro voy a estar todo el tiempo esperando que empiece el sobrante. La cabeza va a hacerme esa trampa, va a estar alerta para intentar advertir exactamente dónde comienza lo que debería haber quedado afuera.

En ese ejercicio pensé que podría haber terminado con la línea: "Le quedaban veinticinco noches de vida". O podría haber terminado con: "Por una vez en la vida, déjalo correr". Pero aun para entonces quedan no pocas páginas todavía hasta que Didion decide detenerse. En una de ellas se lee: "Mientras escribo esto, me doy cuenta de que no quiero terminar esta crónica". Y es que no ignora lo que sabe ese lector. "La cuestión de la autocompasión" es también la cuestión de la autocondescendencia, cosa que no va a permitirse sin ser tan dolorosamente digna y fuerte como para reconocerlo. Pero, a su vez, sabe que no hay manera de terminar una danza de despedida sin trastabillar al final. Simplemente no la hay. Integrar esa imposibilidad, al fin y al cabo, es un acierto, una inteligencia. O un subrayado de algo que se escribió antes:

La autocompasión siempre ha sido el más común y el más universalmente repudiado de nuestros defectos de carácter, y su potencial pestilente para la destrucción nunca se cuestiona. "Nuestro peor enemigo", la llamó Hellen Keller. "Nunca vi a un animal salvaje / sentir pena de sí mismo" —escribió D. H. Lawrence en una homilía de cuatro versos muy citada que, si uno la examina bien, resulta no tener más sentido que el puramente tendencioso—. El pajarito caerá muerto de su rama / sin haber sentido jamás lástima de sí mismo".

Puede que esta sea la idea que Lawrence (o nosotros) preferiría tener de las criaturas salvajes, pero acuérdense ustedes de esos delfines que se niegan a comer después de la muerte de su compañero o compañera. Piensen en esos gansos que se ponen a buscar al compañero perdido hasta que se desorientan y también mueren. De hecho, quienes han perdido a un ser amado tienen razones de peso para sentir lástima de sí mismos, y hasta una necesidad apremiante de hacerlo. (...) Todas las conexiones que componían su vida, tanto las profundas como las que parecen (hasta que se rompen) insignificantes, desaparecieron.

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