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¿Dónde empieza un escritor?

Una lectura de Quiero ser artista de Pablo Ottonello (Tenemos las máquinas).

Por Valeria Tentoni.

 

“Siempre escribo de lo mismo: la sorpresa de ver una mujer. Una variante orgánica del amor. Tengo ese miedo atroz de ser un hombre vacío y leve”, escribió Pablo Ottonello (Buenos Aires, 1983) hace unos días. Es la última de las columnas que publicó en Bastión Digital, arremolinadas últimamente en su experiencia en Iowa, Estados Unidos, donde es fellow del Programa de Escritura Creativa. Allí cuenta cómo no le sale completar una consigna que le dieron en ese contexto: la escritura de una oda. Cuenta cómo lo castiga una compañera española por lo que redactó: “Si no lo vas a borrar, dijo Lara, entonces, por Dios, cambiá ‘juncos’ por otra cosa. ¡Juncos!, por favor”. En los seis relatos de Quiero ser artista, su primer libro, también ha sembrado Ottonello juncos por doquier. Y otras figuras e imágenes regresan, como una lista de reproducción en modo shuffle: la “vegetación transparente” en las caras de las mujeres, “esos pelitos finos, rubios, como cristalitos o rocío”; el útero de las mujeres como “la casa del bebé”, los embarazos, los hombres como espectadores de esos procesos; el nombre de una mujer entre todas las mujeres, que quizás sean la misma; el deseo de muchos hombres entre todos los hombres, por las mujeres, que quizás sean el mismo.

El conjunto se abre con un relato largo y ambicioso: “Kovacic”. Es la historia de un cineasta que queda sepultado por la obsesión de su Obra. No, precisamente, la historia del narrador, sino la de su amigo, al que visita en la casa en que vive con “una mujer blanquísima, silenciosa, alta e inaccesible”. Lo visita para ver a la chica, para intentar hablarle, hasta que lo empieza a visitar para mirar de cerca el descubrimiento de Kovacic: la bacteria de la poesía, que crece, como hongos, en las películas. Y no en cualquier segundo de las tomas; es una gangrena infinitesimal que se activa según los niveles de intensidad de lo que queda atrapado por la lente de ese oscuro hombrecito solitario al que no termina de considerar su amigo ni su enemigo. “Su temperamento –su olor a transpiración– me impedía concebirlo como artista”, dirá el narrador.

La sensualidad, tomando carrera en largas y condimentadas descripciones, será a la vez un vicio y un acierto: del resultado superpuesto de esas dos maneras de la contundencia, Ottonello hará, valga la redundancia, un arte. Lo mantendrá como estrategia en los relatos que siguen, algunos brevísimos, donde la seducción aparece como ring predilecto para el encuentro de los personajes. Y entonces, a su vez, la rivalidad, la competencia, el resentimiento y el hastío. Se destaca del conjunto también "Amalia", una historia de fricción en un gimnasio, sobre todo sus escenas finales.

El epígrafe de Joyce, en juego con el título del libro, viene de su Retrato del artista adolecente. “Escribo porque me gusta escribir. Nada más. Yo siempre cuento una anécdota de James Joyce, a quien un día una periodista, tras mucho trabajo, logró entrevistar y le hizo la pregunta clásica de ¿Para quién escribe usted?, y Joyce le contestó: ‘Cuando yo escribo estoy sentado en la punta de una mesa; en la otra punta está un señor que se llama James Joyce. Bueno, pues yo le escribo cartas a ese señor’”, respondía Onetti en una entrevista que le hicieron después de ganar el Cervantes (lo único que, en verdad, quería Onetti, no era ser artista sino “tener una casa pequeña en el campo, con un pequeño jardín también, y un perro”). Este es el primer libro que publica Ottonello: el wannabeísmo del título que le eligió —la “confesión tautológica”, dice Chitarroni en la contratapa— aparece como primer movimiento exploratorio. Pero, a la vez, como declaración paradójica de deseo.

El artista Ottonello ya ha querido ser y sido (por lo menos eso es lo que se consigna justo bajo la firma dorada, donde comienza el detalle biográfico) director cinematográfico, politólogo y guionista. Todo querer ser (algo que podría pensarse no del todo enfrentado al deber ser, aunque sea tan tentador hacerlo) se funda en una condición deudora. Todo querer ser, como cheque en blanco, carga con una música de promesa desde el momento en que se enuncia. Tenemos las máquinas tomó ese título de valor y lo incorporó a su colección de primeros libros, rompientes para los autores inéditos: “El aullido original, los límites del ensayo y error, la experiencia de la primera vez. ¿Dónde empieza un escritor?” se preguntan en ese catálogo.

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