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Chico y Caetano: las palabras se agitan, queman, imploran, festejan, insultan

Se publicó El Hermano alemán, de Chico Buarque (Penguin) y El mundo no es chato, de Caetano Veloso (Marea).

Por Mónica Yemayel.

«¿Podremos parar de pensar en Chico?», se preguntaba Caetano Veloso en una columna que era tributo y admiración. El autor de El hermano alemán es una leyenda viviente. Tanto, que su vida real parece importar más que la novela que acaba de publicar. Nos empeñamos en saber de los morros y el mar que se ve a través de la ventana de su casa en Río de Janeiro; si el amor y los labios y los cuerpos se le siguen entregando a sus ojos grises; si sigue pateando la pelota de fútbol a los 70 años, si el entusiasmo por el gobierno de Dilma Rousseff sigue en pie. Nos empeñamos en hablar de su música y el jazz y la bossa nova, en lugar de hablar de sus novelas Estorbo, Benjamín, Budapest y Leche Derramada; nos preguntamos si le gusta más escribir que componer; qué tan idéntica era su casa y qué tan parecida su vida a la que cuenta ahora en su nueva novela; por qué nunca le preguntó al padre por aquel hijo alemán que nació antes de que se casara con la madre y que toda la familia conocía y callaba; por qué esperó docenas de años para ir tras él. ¿Así que su hermana mayor tiene el mismo nombre que la madre de su hermano alemán? ¿Así que su hermano alemán se llamaba como su padre y otro de sus hermanos? Se parecían tanto padre e hijo alemán… Los dos murieron de cáncer de pulmón, cortaban el cigarro del mismo modo, tenían la misma voz. En cada entrevista, con la elegancia de una paloma que se presta a un juego de magia, el hombre leyenda responde ofreciendo generosos detalles de su vida real. Hasta que en algún momento desliza: «Hay quienes se sienten incómodos porque invento lo que ya existe», tratando de zambullirse en la galera del mago para desaparecer del mundo concreto y anclar en su ficción.

 

¿Podremos parar de pensar en Chico? Porque tal vez haya que olvidarse de Chico Buarque —y de la tradición realista de la literatura brasilera— para dejar que Chico Buarque invente lo que existe. Para dejarse arrastrar por la experiencia de llegar hasta ese pantano incierto desde donde escribe y sobre el que apoya su literatura: paródica, fragmentaria, escurridiza, tremendamente erótica y política, un desborde de mordiscos de memoria a los que vuelve para jugar y alterar.

¿Chico está? Igual que en aquella canción infantil, Chico Buarque se esconde para reaparecer y armar un revuelo fenomenal con sus personajes que no terminan nunca de cerrar. Son viajeros a contramano. Mutantes que alternan la vigilia y el sueño. Inventores de pesadillas con ojos abiertos.

Los críticos especializados en Chico Buarque dicen que leerlo exige una atención particular porque es un gran ilusionista y su literatura está plagada de trampas. Entonces, ¿quién busca a quién en El hermano alemán?

*

Ciccio, el narrador de El hermano alemán y alter ego del autor, es un productor de pensamientos alterados. Una víctima de la incertidumbre que imagina sin descanso lo que podría haber sido . Eran los años ‘60 y él un adolescente cuando encuentra una carta adentro de un libro de la biblioteca de su padre. Una biblioteca dominante, dueña del destino del padre, de la madre, del hermano mayor apodado Mimmo, y del mismo Ciccio. Todo se define por afinidad u oposición a esa biblioteca que ocupa cada una de las paredes de la casa sin excepción, incluso la relación con los amigos que aparecen y desaparecen de la vida de Ciccio, y de las mujeres que cada noche gimen amor.

En esa carta, escrita en la Berlín de 1931, una mujer llamada Anne se dirige a su padre para hablarle del hijo de ambos, Sergio: que ha cumplido un año le dice, que está bien de salud, que el tiempo se acaba, que ella ya no puede esperar su regreso a Alemania —una Alemania pre-nazi que empieza a volverse amenazante. El destino de ese hermano, el de la madre y el del hombre con el que ella pudo haberse casado, se convierte en obsesión.

En Brasil son tiempos violentos de dictadura (1964-1985) y Ciccio va creciendo en San Pablo como el perfecto antihéroe. (El anti Chico Buarque, perseguido y exiliado en Italia a fines de los ‘60, que enloqueció a los militares con canciones que vieron la luz —muchas de ellas— al abrigo del seudónimo Julinho da Adelaide. (¡Perdón! ¡Hay que olvidarse de Chico!).

Ciccio es el que camina por los alrededores de la facultad de filosofía cuando los militares se acercan y clavan la mirada en el libro que lleva en sus manos. Él no duda: tira a Marx al suelo y lo pisotea con saña. Ciccio es un tibio. Desea las mujeres que se acuestan con su hermano, Mimmo. Por no atreverse pierde a María Helena, la chica ideal con la que podía ver el cine de Godard, Antonioni y Bergman sin tener que explicar los silencios. Por la que le robó a su padre La educación sentimental para regalársela aquella última mañana que pasaron juntos. María Helena seguirá latiendo, no importa cuántos años pasen, en toda pierna de mujer, en cada cadera, en todos los ojos, en las playas que para Ciccio siempre serán la de Copacabana con el aroma a la bruma del mar que ella le describía como el hálito de las olas. Ciccio, alguna vez, en medio de sus pesadillas, verá Copacabana cubierta de sangre, escombros, cuerpos grisáceos; también el suyo, tendido en la arena, torturado. Es el antihéroe incapaz de enfrentar a su padre para preguntarle por Anne y Sergio, y al que su madre acusa de no mover ni un dedo por encontrar a su hermano. ¿Su madre quiere que Ciccio busque al hermano alemán? No, claro que no. Su madre quiere que salga a las calles violentas y le regrese a su hijo desaparecido. Es 1973 y Mimmo no ha vuelto a casa.

La dictadura irrumpe en la novela poniéndola cabeza para abajo. Detonando una competencia infernal entre las búsquedas de los dos hermanos perdidos. Del alemán, envuelto en las nebulosa del nazismo; y de Mimmo, atrapado en la siniestra trama del terrorismo de Estado. «Y a mí, que nunca quise demasiado a aquel hermano, a mí, que lo habría canjeado sin pestañar por un hermano alemán, comenzó a inquietarme la amenaza de quedarme sin ningún hermano», dice Ciccio e intenta sostener la ilusión de su madre, convencida de que Mimmo partió sano y enamorado hacia Buenos Aires con una argentina. «Quedé solo yo para alimentar sus devaneos, para ayudarla a imaginar a los novios, ahora tomándose un chocolate en el Café Tortoni, ahora paseando por la Plaza San Martín, ahora saludando a un poeta ciego en la calle Maipú».

Todo se irá derrumbando en la casa de San Pablo. El padre ya no está y Ciccio toma su lugar en el sillón de su biblioteca. «Mamá pretendía censurarme por pasar los días en la tumbona, en vez de tomar vete a saber qué actitud. Durante una cena, dejó escapar que se daría por satisfecha si dedicase a Mimmo la mita de atención que dedicaba al otro. ¿Qué otro?, pregunté sobresaltado. ¿Qué otro, mamma? Y ella, nada, se puso a recoger migas de pan en el mantel.»

En 2014, en la Universidad de Brasilia, intelectuales y artistas se reunieron para pensar la obra de Chico Buarque. El resultado es un libro luminoso que se publicó este año con un título rotundo, Sinal aberto (Viveiros de Castro Editora). El periodista y escritor José Castello en su artículo “Chico além da realidade” dice que los personajes de sus novelas «son víctimas de sí mismos, de su percepción deformada del mundo». El destacadísimo crítico Roberto Schwarz los define como «sujetos que cultivan la disposición absurda de permanecer igual en situaciones imposibles». ¿Por eso en la novela Ciccio se detiene tanto en El ángel exterminador de Buñuel? El poeta y periodista Luis Turiba arranca su exposición así: «Vengo como poeta a hablar de otro poeta. Al final, de una u otra forma somos todos Chico Buarque». Un artista capaz de percibir lo que aún permanece invisible. Un anticipador de sensibilidades sociales. Antenas de radar, así llamaba a esos artistas Ezra Pound.

*

«A veces pienso que mi profesión ha sido perseguir a Chico». En las columnas que escribió a partir de los años ‘60 y hasta 2005, compiladas en El Mundo no es chato (Editorial Marea, 2015), Caetano Veloso es capaz de hablar —indistintamente— de los ojos transparentes de Chico y decir que es uno de los hombres más bonitos que conoció; y después arremeter con ira, en el primer artículo del libro, contra la periodista Dora Kramer a la que acusaba en 2001 de darle un sentido falso a unas declaraciones suyas sobre Chico Buarque: «Desacuerdo vehementemente con la caracterización de él como “simplificador de ideas”. Nada en la vida pública de Chico Buarque justifica esa expresión.»

Después, afortunadamente, Caetano Veloso deja de pensar en Chico y escribe sobre música, cine, danza, literatura, sobre Bahía, sobre él. «Sí, muchas veces él y su música son el asunto. Más que eso, todo el discurso parece venir de su singularidad radical, de una condensación o de un desborde de su presencia. Aún más: de su cuerpo. Estamos frente a una afirmación erótica», escribe Eucanaã Ferraz en el prólogo.

No importa sobre qué escribe, la descarga eléctrica llega igual. Caetano dispara temblores y ardores y sudores y nervios. Las palabras se agitan, queman, claman, imploran, festejan, insultan. Caetano es un exceso preciso que no se priva de nada si se trata de contagiar entusiasmo y de inyectar pasión. Es imposible no querer ver, escuchar, leer y tocar lo que él está viendo, escuchando, leyendo y tocando. Levitar a su lado. Guarecerse en su clima secreto.

Un artículo, al azar, “Aquela coisa toda”, del año 2000, donde cuenta la primera vez que vio al grupo de danza de Pina Bausch, en el Municipal de Río:

Encontré una fuerza viva, una inspiración genuina que funcionaba en mí como si estuviera recibiendo por primera vez (y al mismo tiempo) los cuentos de Clarice Lispector y Sgt.Pepper´s Lonely Hearts Club Band… Me conmovía y me olvidaba de mí y reencontraba lugares del espíritu que de a poco reconocía y era llevado a otros lugares que desconocía hasta entonces y que me hacían entender mejor los lugares antiguos. Me habían anunciado un show de ideas cromadas y encontraba la vida.

Uno más. “Oncotó”, el último que escribió de los compilados en este libro. Es de 2005 y habla de su primera composición para danza. Para un grupo llamado Corpo que combina danza afro-brasileña, ballet y teatro contemporáneo. Junto a Zé Miguel Wisnik abrevan en los poetas Luís de Camões y Gregorio de Matos, y en una epopeya en la que retumba la pregunta: ¿Dónde puede refugiarse un débil humano?. Caetano cuenta esa experiencia:

Con amor, terror y humor, conversamos con cosmólogos, con los místicos, con los dos poetas, con el dramaturgo escandaloso y el moralista. Y ofrecimos los resultados musicales de esa conversación, nuestra música de hombres de palabra, a los cuerpos de los bailarines de Corpo. Rodrigo Pederneiras hizo de intermediario. Más que eso: creó retroactivamente el sentido de lo que hicimos; rehizo el lema y las capas de glosa de tal modo que demostró que todo había sido bailado antes de ser escrito.

El mundo no es chato son trescientas veinte páginas así. Bailadas antes de ser escritas.

***

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