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Bomba atómica

Los accidentes, opera prima de Camila Fabbri (Notanpuän), es un libro notable y perturbador.

Por Virginia Cosin.

losaccidentesGregorio Samsa se despierta una mañana en su cama, después de un sueño intranquilo, y se encuentra convertido en un monstruoso insecto.

En "La madriguera", otro relato de Kafka bastante menos conocido que "La metamorfosis", lo que pareciera ser un topo, relata con minucioso detalle la vida dentro de su guarida.

Kafka no habla, de esto puede darse cuenta cualquier lector más o menos atento, de ninguna cucaracha ni bicho monstruoso, ni de un animal que vive bajo la tierra.

O sí, pero no.

 

Con este sí pero no trabaja Camila Fabbri en Los Accidentes –en cada uno de los textos que lo componen, aún cuando difieran en extensión, temática, o género.

Escribir es un asunto de devenir, dice Deleuze, siempre inacabado, siempre en curso, y que desborda cualquier materia vivible o vivida. El devenir siempre está “entre”. Mujer entre las mujeres o animal entre los animales.

El “entre” de los textos de Camila se ubica en ese lugar de pasaje en que el niño deja de ser un animalito, naturaleza pura, para ingresar en el terreno de la cultura. Y cuando –para simplificar hasta el absurdo- se reconoce en el espejo, es decir, cuando se da cuenta de que es alguien separado de la mamá y no, como creía hasta entonces, lo mismo.

En el final del cuento "Nacimiento", la narradora dice:

Ahora que había dejado de verla, después de tanto tiempo. Ahora me daba cuenta de que mi madre se me parecía. La distancia nos había vuelto calcos. Ella estaba impecable. Yo tenía dos raspones debajo de los ojos, heridas cosidas en las piernas. Y debajo de los pechos un hijo esférico. Tardamos en percibirnos. Si se trataba de hermandad o madrerío. Se ve que estábamos muy ocupadas porque el semáforo cambió. Cumplió su función de máquina.

Lo que las separa, lo que mata a la madre, lo que permite respirar a la hija, diferenciarse, “hacer su vida” es aquello que pertenece indiscutiblemente a la civilización, a la cultura, una fabricación humana.

La relación filial, la hermandad, el madrerío, el hijamiento (para usar palabras de Camila o que Camila podría usar), lo indiferenciado, lo que no puede terminar de separarse, de partirse o de parirse, lo que no se distingue o no termina de nacer es un asunto que va a repetirse en todos –o casi todos- estos relatos.

El padre que le habla al hijo en "Condición de buenos nadadores". ¿Le habla al hijo? ¿Se habla a sí mismo? ¿Quién es? ¿Qué es? ¿Un padre o una madre? Quizá un padremadre.

En "Carretera plena" otra vez una pareja, otra vez las máquinas (la radio es un aparato fiel, dice la narradora en un momento), los autos, el aprendizaje amoroso -¿Estar juntos es ser uno?-, la procreación como un pequeño accidente.

Federico y María atropellan algo en la ruta, un animalito que, como el bicho Kafkiano, no tiene nombre, ni género. Es una criatura ectópica, que eligen ahijar. Pero María es, sobre todo, hija. Hija de unos padres hermosos, de una pareja de hombre mujer que de tan perfectos no se diferencian, ni se separan, ni siquiera para cocinar o lavar los platos. Una pareja de padres-siameses, como los gemelos Tweedledy y Tweedledum.

La mirada de María, descubrimos gracias a la sintaxis de Camila, es la de una niña. Alicia jugando a ser grande, jugando a la mamá, con toda la monstruosidad que Lewis Carroll imprimió al país de maravillas, que bien podría haberse llamado el país de las pesadillas.

Allí, la que informa el clima en un programa de radio “anuncia que hará calor, que probablemente en unas horas va a hacer todo el calor que no hizo nunca. Nunca antes. La señora –escribe Camila- recomienda no salir de la autopista, es probable quedarse pegado al suelo con tanto aire cálido”. O la ruta es “despampanante”, o el “óvalo peludo”, el animal hijito, “cada tanto gemía, como de vaca o de placer”.

La niña del relato no habla “como los chicos” sino que –y esto es un hallazgo total- pareciera ser una niña jugando a ser grande, una niña hablando como los grandes, buscando las palabras de los adultos, usándolas con toda impunidad. Y es en esas dislocaciones que Camila captura lo que es prácticamente imposible de capturar: no la representación de la niña, sino a la niña, sin mediaciones, haciéndose, transformándose, diferenciándose. ¿Cómo hace Camila para manejar las herramientas del lenguaje como una experta y a la vez retener la consciencia de la infancia con tanta fidelidad y nitidez? Imposible saberlo. Como dice Romina Paula en la contratapa, la de Camila es la escritura de una niña-vieja.

Como en esas tramas/traumas hundidas en el inconsciente y que solo pueden tramitarse en las pesadillas, la criatura del cuento comienza a disolverse, porque mientras reposa escondido en un hueco del cuerpo de María, “el padre reparte en partes iguales pedacitos que extrae de la carne madre” y el hijito cae en la salsa, se disuelve y es tragado por la familia.

La familia como una ghestalt monstruosa que reabsorbe al hijo vuelve a aparecer –con la pileta de natación, que bien podría ser, entre otras, una metáfora del útero materno, en Superficie Celeste.

Y otra vez las máquinas y la ambigüedad y la androginia y la ilusión de completud, de totalidad, en la mujer que no termina de ser ni mujer ni niña, ni mujer ni hombre, y los efectos del primer amor como los de una bomba atómica, en "Mi primer Hiroshima".

Le robo a Roland Barthes las palabras que emplea para referirse a la literatura de Kafka porque creo que aplican a este primer, notable, perturbador libro de Camila: Su técnica implica pues en primer lugar un acuerdo con el mundo, una sumisión al lenguaje usual, pero inmediatamente después una reserva, una duda, un temor ante la letra de los signos propuestos por el mundo.

El trayecto que separa al sí del pero es toda la incertidumbre de los signos y gracias a que los signos son inciertos, existe una literatura.

***

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