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Beckett era un hippie cabrón

Una lectura de La apicultura según Samuel Beckett (Edhasa), del francés Martin Page.

Por Valeria Tentoni.

Unos chicos, jugando con petardos, incendian los depósitos donde están los archivos de Samuel Beckett: en las tareas de recuperación se encuentra, de modo inesperado, el diario de cierto asistente desconocido del ganador del Nobel de Literatura de 1969 (y del premio que acaban de darle a Ricardo Piglia, aunque a él le tocó compartirlo con Borges). Así lo asegura el Profesor Fabián Avenarius, de la Universidad de Reading, en las palabras de introducción a estas breves entradas con fecha entre el verano y el comienzo del otoño de 1985. El asistente en cuestión es un estudiante de antropología que acaba de llegar a París cuya economía se tambalea tanto que lo encontramos, en la primera escena, contando las monedas para pagarle al librero unos tomos de Tylor y Burckhardt. El librero, quizás enternecido, le ofrece una changa: clasificar los archivos del autor de Final de partida. Coordinan una entrevista para el día siguiente. El chico se perfuma pero el maestro no llega. Mientras se come las uñas, el mozo le dice que tiene un llamado: es el mismísimo Beckett, en su primer sketch de excentricidad, diciéndole que lo contrata por diez días. Y que su primera tarea es la de comprar cajas y un sandwich de pulpo.

Arthur Cravan, el poeta boxeador que también obsesionó a Daniel Saldaña París en su novela En medio de extrañas víctimas, fue el seudónimo que usó Fabián Avenarius en vida. No se sabe bien por qué Cravan se decidió por un seudónimo –quizás por el mismo entusiasmo lúdico que mueve a Page a incorporar esta pieza antes del diario. Una pieza que, como señala Mauro Libertella, no era del todo necesaria y, agregaría, atenta contra cierta incompletitud que toda obra debería ofrecer al lector si no quiere subestimarlo masticándole en la cara hasta la última pregunta posible. Aunque, pensándolo mejor, conozco ejemplos de libros paródicos, como Las recetas de cocina de Leonardo Da Vinci, que aun incorporando una de estas advertencias juguetonas (apenas menos estridentes que un cartel de neón), lograron pasar como historia y convertirse en documentos que luego citaron críticos y periodistas. En otro orden de cosas, el bueno de Cravan parece nunca ir a hacerse de un nombre, ni siquiera del seudónimo que se dio: Saldaña, asfixiado por su biografía laberíntica, lo troca por el de Richard Foret en su novela para poder escribirlo. “Que venga aquel que dice ser parecido a mí que le escupo en la jeta”, escribía en sus cuadernos. Una suerte, para los personajes de Foret y del Profesor Avenarius, que Craván ya esté muerto. Aunque ahora, entonces, los tres quedaron en el mismo mundo: el de las cosas escritas. Quizás en esa dimensión se encuentren y se escupan entre sí.

Cuando el asistente llega al domicilio de la lit star no se encuentra con la cara de montaña que le conocemos en las fotos, sino con un viejo hippie y extravagante de pelo largo y pésimo gusto para vestirse. Se sorprende pero no se amedrenta. Como sabe que todo (todo, cualquier cosa, ¡es Beckett!) lo que pueda ocurrir frente al tótem será una experiencia de aura radioactiva, decide llevar un diario. Entre las tareas que le encomienda su célebre empleador están la de visitar sex shops, fumar un atado completo de cigarrillos y atender los panales que tiene en el techo. “La vida personal está muy sobrestimada. (…) Lo que importa es la biografía de quienes leen mis libros, más que la mía. Los universitarios harían mejor en investigar su propia vida si quieren entender algo de mi obra”, desgraba, de memoria, el estudiante.

La operación que hace Page –cuyo primer libro, de 2001, se llamó Cómo me convertí en un estúpido y vendió mucho– recuerda a la que hace por ejemplo Gonçalo M. Tavares en Los señores (aunque entre esa y esta novedad, preferiría a Tavares): el nombre de un escritor ya es un personaje en sí, una materia disponible para la ficción. Da la impresión, como en el caso del portugués, que Page se divierte escribiendo. Y el lector se puede divertir, a su vez: hay varios pasajes en los que la estupidez que revelan las reverencias del estudiante producen carcajadas. Quizás, en este bailecito contra la solemnidad y el wannabeísmo, sobre un poco de ganancia (el diminutivo no es despectivo: me refiero a la brevedad del libro, y “bailecito” es una palabra hermosa). Quizás no sea del todo ajustado el término “homenaje a Beckett” que encontramos en la contratapa.

A nadie le interesa, presumo, pero a mí me hubiese parecido más deseable un final alternativo: que al asistente le hubiesen hecho un chiste, que el librero hubiese sido un cínico y lo hubiese mandado a la casa de un amigo demente, dispuesto a hacerse pasar por Beckett. Que el fake de Beckett lo hubiese paseado durante semanas con delirios y que lo hubiese despedido con igual afectación extraterrestre un buen día, dando por terminadas las tareas. Que el estudiante se hubiese pasado la vida creyendo que Beckett era un apicultor de terraza y que él tuvo el privilegio de ayudarlo y la astucia de llevar un diario en el que dejó constancia de cosas importantísimas, como cuán hábil es para jugar al bowling, cuánta pimienta le pone a sus recetas o cómo le gustan las tostadas.

Pero para eso hubiese sobrado el preliminar de Avenarius. Y hubiese faltado la firma de Liliana Díaz Mindurry en su cuento “Onetti a las seis”, premiado por el mismísimo Onetti quien, un año antes de morir, llamó a la argentina por teléfono y le preguntó qué hora era en Buenos Aires. Ella le respondió que las seis, él le dijo que hablaba Onetti. No le creyó. Pensó que era un chiste a propósito del cuento. También podía ser que fuera un chiste dentro del cuento y que ella fuera su personaje, o que un escritor famoso no puede salir jamás de sus cuentos, de sus novelas, de lo que sea que se saque escribiendo, que esté atrapado en las cosas que atrapa. O peor, mejor, quién sabe (¿qué importa?), en las entrevistas que da, en las fotos en las que pone cara de montaña. Así que Díaz Mindurry le dijo, bastante enojada, que si el que llamaba era Onetti ella era Eva Perón. Y le cortó.

a

PD.: El último libro que el uruguayo publicó en vida se llama Cuando ya no importe.

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