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Apología del discreto

Martín Kohan acompañó ayer a Leila Guerriero, que presentó Zona de obras (Anagrama) en la librería.

Por Martín Kohan.

Kohan+Guerriero

No podría decirse, creo yo, que Leila Guerriero sea como esa clase de maestro que definió Jacques Rancière: el que enseña lo que no sabe. Pero sí, en todo caso, y con manifiesta convicción, es la que enseña que no sabe, la que enseña que no se sabe. Porque el supuesto auge de la crónica o del periodismo narrativo (digo supuesto porque ella misma fundamenta sus fuertes dudas al respecto), y su indudable condición de referente en la materia (hay varios factores que lo prueban; mencionaré uno, el que más relevante me resulta: sus libros) la han colocado en el lugar de quien se espera que pronuncie su lección, que revele su fórmula, que explique cómo se hace, que enseñe. Y así requerida, una y otra vez, Leila Guerriero enseña, efectivamente enseña, pero otra cosa: enseña que “en el fondo, dar consejos es oficio de soberbios” (13). Esta es su declaración de principios, que parece una confesión, a primera vista, pero admite leerse también como una reivindicación posible: “yo soy periodista, pero no sé nada de periodismo. Y cuando digo nada, es nada” (93). Basta leerla, al mismo tiempo, basta leer Los suicidas del fin del mundo o leer Una historia sencilla, para advertir que lo sabe todo. Lo que ocurre es que ese todo responde a una premisa socrática, o a la señal que en una entrevista le desliza un determinado mago y que apunta a ese mismo punto de partida, el de saber que no se sabe. Que no hay ni tiene que haber instrucciones, sino en todo caso algunas pistas; un recorrido necesariamente propio que cada cual habrá de procurarse, y no un discurso del método que alguien habrá de establecer y de impartir.

 

Hay algo del orden de la intuición (“se hace con eso que llaman intuición y que, si bien no está exenta de esfuerzo, es intransferible” (191)), y que podría resumirse en el hecho de que Leila Guerriero haya detectado, en Una historia sencilla, a cuál de todos los competidores del certamen de malambo convenía seguir (eligió, como sabemos, al que iba a salir campeón). El resto es fundamentalmente un hacer, y de ahí proviene un saber; hacer es también hacer un saber (en el sentido de producirlo) y hacerse de un saber (en el sentido de adquirirlo). Así como la vocación no preexiste a la práctica, sino que es revelada por ella (“No supe que quería ser periodista hasta que lo fui” (130)), tampoco existe un saber hacer que fuera previo al propio hacer (Leila Guerriero se define así: “Una autodidacta absoluta, un dinosaurio: una periodista salvaje” (96). Su linaje es el de Arlt; lo que implica, para empezar, el no tener pretensión de linaje). La de ir más al cine que a los talleres de escritura, la de contar con una buena biblioteca de ficción, son dos recomendaciones posibles (son apenas dos recomendaciones, y si instrucciones, son dos “leves instrucciones”, según el oximoron que inventó Spinetta), inseparables de la verificación de que “hay muchos periodistas” que “no leen” (81).

De esa frecuentación de ficciones proviene, sin dudas, la certeza de que un verdadero contar historias (pues Leila Guerriero enfoca el periodismo narrativo en ese centro: el de “preguntar para contar historias” (21)) no existe sin plantearse a fondo la cuestión de cómo contarlas. Ningún mito de la espontaneidad, ningún engaño con lo que fluye solo, sino “la certeza de creer que no da igual contar la historia de cualquier manera” (31), “yo no creo en las crónicas interesadas en el qué pero desentendidas del cómo” (178). Es esta disposición y es esta exigencia lo que define en una escritura la condición de lo que es literatura, y no alguna disputa jurisdiccional o el reclamo más o menos rabioso de que se otorgue un reconocimiento de status, como si se tratara de algún título honorífico. Contar sin dejar de preguntarse de qué forma conviene contar, llevar a las palabras a ese terreno en el que una no da nunca lo mismo que otra, y no hay nada que sea más literario que eso.

Luego los hechos, claro, son reales. Ahí está la piedra de toque de Leila Guerriero: que las “técnicas de la ficción: climas, tonos, estructuras complejas” (62) puedan emplearse para narrar hechos reales, es decir que los hechos reales (con el peso y la densidad que asumen por sí mismos como tales) puedan abordarse con “las herramientas estilísticas de la ficción” (71). Varios textos de Zona de obras despliegan y examinan este asunto; la mención de Rodolfo Walsh, a la que apela Leila Guerriero, lo condensa y lo resuelve.

Hay en el libro otro fuerte gesto arltiano: el de hacer hincapié en el trabajo, en la escritura como un trabajo. Ya sea en el sentido de un estricto ganarse la vida (primero una ambición: “ganarme la vida con eso” (21), después una clara posición tomada: “de eso vivo” (21)) o ya sea en el sentido del encomio del esfuerzo (una advertencia de corazón: “Yo no tengo corazón para decirle a alguien que, para escribir una crónica, debe encerrarse en un departamentito de treinta y seis metros cuadrados en jornadas de dieciséis horas y concentración de monje budista. Pero, en el fondo, todo lo que tengo para decir es eso: que debe encerrarse en un departamento de treinta y seis metros cuadrados en jornadas de dieciséis horas y concentración de monje budista” (191)). Resulta así que treinta y seis es número que suena a poco, pues designa los metros cuadrados, y dieciséis es número que suena a mucho, pues designa las horas de trabajo, toda vez que Leila Guerriero, interpelada como periodista estrella, desconoce estelaridades y se autorretrata como laburadora incansable. No por nada en ese texto netamente perequiano que se titula “Listas”, establece con vehemencia: “No tener nada que hacer no ayuda a escribir” (77). Y poco después, en la misma línea: “Que sea domingo –o feriado- no ayuda a escribir” (77). Más que en términos de una ética del trabajo, que remitiría a Max Weber, Leila Guerriero convoca una ética de odio al ocio, una que vendría a decir que el far niente nunca es dolce, o que lo es, pero no para la escritura. La escritura la inscribe siempre en la potencia de todo hacer, el nada que hacer será siempre su enemigo.

“Preguntar para contar historias”, definía Leila Guerriero su oficio. Pero hay algo que ajustar ahí, en el trabajo que precede al trabajo de escribir, en el contacto con la realidad de quien va a contar hechos reales. Porque Leila Guerriero dice “preguntar”, pero en otra parte confiesa (¿confiesa o se ufana?): “nunca fui una gran preguntadora” (161). ¿Y entonces? Entonces este postulado, esta hipótesis, este desafío: “El periodismo narrativo se construye, más que sobre el arte de hacer preguntas, sobre el arte de mirar” (34). Quien haya conversado alguna vez con Leila Guerriero, y tanto más, me parece a mí, quien haya sido entrevistado por ella, sabrá muy bien de qué manera especial deja fija la mirada: la posa y la deja ahí, no hace falta decir que la clava, la ubica en uno y la mantiene en uno, a la espera de una verdad (o de varias). “Mirar mucho”, dice Leila Guerriero (“Hay que haber mirado mucho para escribir tres líneas que lo digan todo” (167)), ese mucho implica intensidad (una intensidad sin presión ni intromisión) e implica duración (otro arte, en el mirar: el arte de tomarse su tiempo. Doble tiempo: tiempo para ver y tiempo para contar).

Zonas de obras reúne distintas intervenciones de Leila Guerriero, en sucesivas presentaciones o apariciones, variantes de un darse a ver. La convicción que imparte es, no obstante, esta otra: la de saber volverse invisible. Así es como se reparte el trabajo: “permanecer primero para desaparecer después” (33). O así: “prodíguense. Después, desaparezcan” (14). Saber volverse invisible, propone Leila Guerriero una y otra vez: “para ver no sólo hay que estar; para ver, sobre todo, hay que volverse invisible” (34), “para ser periodista hay que ser invisible” (64), “estar allí como quien no está” (164), “alguien que no está ahí; alguien que mira” (181). El protagonismo por lo demás tan merecido que ha cobrado Leila Guerriero lo asume tan sólo para enunciar su incesante apología del discreto, su encomio del talento máximo de saber olvidarse de sí. Sólo así la verdad que importa, que es la del otro, aflora, emerge, se manifiesta, se deja ver. Lo demás es escribir.

Pero para escribir, en otra parte de aquellas “Listas”, Leila Guerriero hace constar esta sugerencia: “No darle importancia ayuda a escribir” (79). No darle importancia al escribir, propone Guerriero, en el sentido de no darse importancia a sí mismo, por ser el artífice de esa escritura. Así como, en un texto llamado “Salvame”, implora no transformarse nunca ella misma en su tema favorito, no suponer que su anecdotario personal puede ser el tema excluyente de una conferencia o de todo un seminario, no pasársela diciendo “mi libro” o “mi obra”, así como ataca, en síntesis, las taras de la autoimportancia, se precave de esa autoimportancia del que escribe mirándose escribir: admirándose por escribir. Porque también el que escribe es, para el que lee, el que no está ahí, el que ha sabido volverse invisible. Lo visible, y lo que está, son los textos. Y los de Leila Guerriero son siempre extraordinarios.

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