Maneras de intervenir
Martes 05 de enero de 2016
¿Cómo debe reaccionar el crítico ante una novela que destabiliza su sistema de categorizaciones? ¿Cómo no caer en una lectura ingenua que acepta lo que se da sin permitirse análisis propios?
Tales son las preguntas que el escritor y crítico español Antonio Jiménez Morato se hace a partir de las controversias que El camino de los difuntos, de François Sureau (Periférica), despertó en su país.
Por Antonio Jiménez Morato.
Una de las ventajas de vivir fuera de tu país es que permaneces totalmente alejado de las murmuraciones, de los dimes y diretes y todo el resto de rumorología que afectan a todas las profesiones. Pero, también, que uno llegue tarde a ciertas controversias que son más interesantes de lo que pudiera parecer. Algo así me ha pasado con la edición en España de El camino de los difuntos, novela autobiográfica de François Sureau que puso en circulación hace unos meses la editorial Periférica. Resumido, muy gruesamente, el argumento de la novela es claro: un joven y brillante jurista del comité de refugiados políticos en Francia toma contacto con un problemático caso relacionado con un terrorista etarra. Aprisionado entre el rigor de la ley y su función política y diplomática y la compasión humanitaria y el sentido común, decide en primera instancia dejarse llevar por la profesionalidad, y las consecuencias de dicha decisión terminan por apartarlo de la judicatura sumido en una crisis vital. Todo ello en apenas cuarenta páginas de descriptiva y eficaz prosa que se tornan en una sentencia sobre los hechos relatados. Hasta aquí todo bien. Un libro estupendo que posibilita muchas reflexiones sobre el deber, la culpa y el sentido de la vida, bien recibido por un nutrido grupo de críticos y demás.
Pero no es de eso, en realidad, de lo que quiero hablar. Me interesa mucho más el cómo se ha recibido el texto, los modos en que una novela así se lee o, por ser más exactos, se manipula políticamente su publicación. Apareciendo ETA de por medio, cualquier aportación al debate público va a generar controversia. Ahora bien, los modos en que esta se presenta no dejan de ser ridículos. Algunos reseñistas, tras leer el libro, dudan de la verdadera posición como juez del autor. Resulta sorprendente porque una búsqueda en internet arroja numerosas fotografías en las que aparece ataviado con la toga judicial francesa. Pero, bueno, ahora es letrado, y tras su crisis vital como juez pasó una temporada alistado en la Legión extranjera. Aún así, una búsqueda un poco más detenida permite corroborar que formó parte de la comisión dedicada a establecer dictámenes jurídicos sobre refugiados políticos. Otras de las críticas se dirigen a la inexistencia real de la persona que en la novela aparece como personaje: Ibarrategui. Efectivamente, no existe como tal. El mismo autor así lo ha reconocido, indicando que se trata de la fusión de tres personas distintas. No queda ahí la cosa, algunos periodistas han llegado a entrevistar a integrantes históricos, y arrepentidos, de la banda terrorista para poner en cuestión los detalles históricos de la novela. Pero estos detalles cronológicos fueron en su momento asumidos por el autor de modo consciente, y así lo dejó claro en las entrevistas concedidas en su momento de aparición en Francia: la novela, porque es una novela, no se pretende documento de unos hechos históricos, sino que busca precisamente alejarse de ellos para establecer una mirada desapegada, y por tanto universal, sobre los sentimientos del deber y la culpa. Resumiendo, de nuevo gruesamente, la recepción de una parte de los medios españoles: una novela es leída como documento histórico y respondida dentro de ese contexto.
La respuesta más sencilla sea acaso la más acertada, pese a que Lönnrot pueda despreciar el punto de vista de Treviranus, y todo se explicaría con la proverbial ingenuidad de los medios españoles, aliñado con su falta de cultura literaria que los lleva a leer todo texto impreso como una verdad histórica. Algo similar sucedió hace unos años, cuando se publicó la novela Últimas conversaciones con Pilar Primo, de Antonio-Prometeo Moya, y fue reseñada de modo casi unánime dentro de la sección de monografías históricas de los suplementos culturales. Ninguno de esos críticos, ni los coordinadores o directores de los suplementos parecieron querer leer la solapa del libro donde se indicaba claramente la condición ficcional del texto. En este caso sucede más o menos lo mismo en primera instancia: lo que se alaba del libro no es su calidad literaria, sino su verdad en tanto que aportación a una conversación en marcha sobre asuntos que involucran a la sociedad española. Lo de que la novela haya sido traducida, y que encontrase un lugar crítico determinado en un país que carece de ese contexto, pareciera ser un hecho secundario bajo esta perspectiva.
Y esto me lleva a pensar en las razones de publicar un texto así en España. Hay unas más o menos evidentes: considerarla una buena novela digna de encontrar lectores que no pueden leerla en su versión original; difundir una mirada crítica hacia la construcción del pensamiento hegemónico patrio que ha querido ver en una democracia todavía incipiente una solidez de la que carece y ha preferido obviar o silenciar una serie de prácticas cuestionables relacionadas con la eliminación de lo que, como eufemismo, se ha dado en llamar “enemigos de la sociedad”; quizás aportar la mirada de esa Europa ansiada y al mismo tiempo rechazada en la relación amor-odio que establece la sociedad hispana con su enclave geográfico y económico. O, y esto puede ser una mera proyección mía, pero creo que no anda muy desencaminado, visibilizar el pedestre escenario en que propuestas ambiguas y ambiciosas son recibidas. Julián Rodríguez, el director literario de Periférica, ha ido construyendo a lo largo de diez años un catálogo incómodo y complejo, donde se reúnen un puñado de títulos que lejos de trazar fronteras las desdibujan y que no sólo no encajan de modo acrítico en los cajones impuestos por el mercado sino que lo ponen en jaque sistemáticamente. Es más, como autor, Rodríguez ha esbozado una literatura de catalogación difusa y cambiante, que dice cosas diferentes en sucesivas ediciones gracias a retoques y correcciones, incluso nuevas distribuciones de los textos dentro de cada volumen, y que más allá de establecer una mirada unívoca sobre la realidad va dialogando consigo misma en una conversación infinita. Quiero leer en esa producción como autor y editor un ataque frontal, pero abierto a la negociación, de la más rancia actitud de la crítica y la prensa españolas: la de no leer un libro sino la de someterlo a la visión del mundo del lector, la de prejuzgarlo sin haber transitado por él, la de no ser capaz de sumergirse en sus páginas.
***