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"La película, para ser, debe olvidarse del texto del que ha nacido"

Saer al cine

A punto de estrenarse la versión cinematográfica de El limonero real, la novela de Juan José Saer, su director Gustavo Fontán, quien ya había trabajado sobre obra de Juan L Ortíz, nos cuenta cómo fue la experiencia con este texto milagroso de la literatura argentina. "El gran riesgo siempre es no ser honesto con la respiración que cada película exige", dice.

Por Valeria Tentoni.

A estrenarse el primer día del mes de septiembre en varias ciudades, incluida Buenos Aires en el Gaumont y el Malba, la película basada en la novela homónima de Juan José Saer se suma, así, a la lista de últimas versiones cinematográficas de libros de escritores argentinos en la que también está, por caso, la versión de Zama de Antonio di Benedetto de Lucrecia Martel. Aquella fue rodada en Formosa, Corrientes y Buenos Aires, mientras que el proyecto del guionista y director Gustavo Fontán, en el que trabajaron unas cuarenta personas, se rodó en las islas del Paraná. "En Colastiné, a orillas del río, construimos los tres ranchos. Ahí rodamos durante cuatro semanas, con la ayuda inestimable del clima. Precisábamos sol y tuvimos sol pleno el noventa por ciento de los días. Lo agreste de la zona, la presencia del río y de la luz: están en la película. No imagino El limonero real sin esa presencia del espacio y del tiempo de ese espacio. Meses después de terminar de filmar me mandaron unas fotos: los ranchos, por la crecida, estaban bajo el agua. Era una imagen muy triste. Creo que filmamos todo el tiempo con la conciencia de ese riesgo, de ese sentido de intemperie", explica en esta entrevista.

No es la primera experiencia para el director en esos terrenos: La orilla que se abisma y El rostro, dos de sus películas anteriores, ya los habían tenido como locaciones: "Son grandísimas extensiones de tierra, con montes de madera blanda, sauce, timbó, en la costa, y pajonales interminables, montes de espinillos, algarrobos y talas, lagunas y esteros, tierra adentro. Por naturaleza, las islas conforman un espacio cargado de cierta precariedad: las crecientes, siempre voraces, construyen una memoria y un riesgo", explica. Esa suerte de intemperie frondosa es la que contiene la historia de luto y errancia brumosa de ese hombre que amanece y ya está con los ojos abiertos.

"Imposible adaptar la novela de Juan José Saer que ha servido como punto de partida para el film. Fontán lo sabe y por eso ni siquiera lo intenta. Prefiere dialogar con el texto y trazar su propio camino. Conserva la locación: esa pequeña galaxia provinciana conformada por las islas del río Paraná. Conserva algunos motivos argumentales: una muerte a destiempo, un luto interminable, un recuerdo que mortifica y que pesa demasiado sobre los hombros. Y conserva la respiración del relato: un ritmo cansino, arrastrado, pertinaz", explica el crítico David Oubiña sobre esta versión.

Para erigirla, al igual que el autor de Glosa, se trabajó con la luz como una aliada principal. La destacable dirección de fotografía estuvo a cargo de Diego Poleri. "Sólo un artista de la enorme sensibilidad de Diego puede ser capaz de captar el delicado movimiento de la luz durante un día. Pero no sólo captarlo sino entender cómo la luz o la sombra profundizan la trama", dice Fontán. Y dice también, sobre el riesgo que asumió: "Hay en la obra de Juan José Saer en general y en El limonero real en particular un interrogante que subyace de modo permanente: ¿cómo acceder a lo real y expresarlo? Su obra es testimonio de una desesperada aproximación, por todos los medios, a una porción de realidad —a la que se la mira y se la vuelve a mirar—, y de la constatación de la fuga".

 

—Ya habías trabajado con el imaginario del litoral con La orilla que se abisma y Juan L. Ortíz: ¿por qué te atrae ese territorio?

—Es inexplicable el vínculo que uno establece con ciertos territorios. Si lo pienso, creo que así como trabajé con lo real inmediato en Él árbol, Elegía de Abril y La casa (mis padres, la casa de mis padres, Bánfield, el lugar donde nací y me crié), en el caso del litoral el vínculo se gestó a través de la literatura, de mi acceso a textos de escritores de esa zona, como Juan L. Ortiz, Hugo Gola, Manauta y Juan José Saer. Sin ánimo de avanzar con ninguna comparación entre ambos modos de relacionarse, sospecho que en este segundo caso lo cinematográfico está atravesado por una experiencia de lectura, en la que la representación de ese universo del litoral adquirió, para mí, en algún momento, una densidad particular, una dimensión a la que tuve que atender, en el sentido más cortés de la palabra.

—Además de ese poeta, ahora trabajaste con Saer: ¿por qué elegiste a este autor, por qué esa novela de ese autor?

—Saer es para mí, como para tantos, una inflexión en mi experiencia como lector. El limonero real es una novela que me atravesó a partir de ese borramiento –presente en la obra saereana— entre narración y poesía. La narración pone en cuestión, como lo hace la poesía, cualquier discurso cerrado sobre el mundo y restituye para lo real la conciencia del enigma.

—¿Qué adaptaciones te han ido fascinando, a lo largo de tu vida como espectador, y tomaste como ejemplos a seguir?

—Ahora, inmediatamente, vienen a mi memoria la adaptación que realizó Visconti sobre Muerte en Venecia de Thomas Mann y también el Edipo Rey de Pasolini. Me resultan valiosas, precisamente, porque las entiendo como recreaciones de las obras originales. En realidad, el concepto de adaptación cinematográfica, en el sentido de una transformación de un lenguaje a otro, me resulta insuficiente, poco descriptivo. Lo que intenté hacer es reflejar, de algún modo, un universo literario particular contenido en una novela específica, con todos los riesgos que implica. Recrear, reflejar, aproximarse, rozar, asir, soltar, y podría seguir en una enumeración de procedimientos para pensar la relación entre cine y literatura. Es a partir del texto, sí, pero con un recorte posible y con la convicción de llevar adelante una creación nueva que se apoye en sus propias decisiones. La película, para ser, debe olvidarse del texto del que ha nacido.

—¿Cómo fue la selección de actores y actrices, el procedimiento de casting?

—Trabajamos con una mezcla de actores y no actores. Germán de Silva, Eva Bianco y Patricia Sánchez, son actores con mucha experiencia. Rocío Acosta tiene formación actoral. Y luego el resto de los personajes no son actores, incluido Rosendo Ruiz que es director de cine y es su debut como actor. Creo profundamente que cada uno aporta algo único; su cuerpo, su rostro fundamentalmente, su energía. Algo que les pertenece además de su capacidad técnica. El trabajo central estuvo en amalgamar la representación de todos ellos.

—Hay grandes tomas de verdes suculentos, superpuestos: son escenas demoradas, lentas, que requieren de una atención paciente, de una respiración específica. ¿Sabías que eran un riesgo esas escenas que respetan la respiración Saer de modo tan preciso? ¿Creés que el espectador argentino está más entrenado, actualmente, para disfrutarlas?

—En principio, creo que el gran riesgo siempre es no ser honesto con la respiración que cada película exige. El ritmo no es una decisión externa o caprichosa, surge desde el centro profundo de la búsqueda. Luego, el problema en relación a los hábitos como espectadores es otro, no sólo del espectador argentino. Tiene que ver, fundamentalmente, con cuestiones ligadas a la exhibición y a la legitimación. Los “debe ser” del cine son de una tiranía enorme, absurdos desde cualquier concepción artística. Esos “debe ser” son absolutamente orgánicos con lo que las grandes cadenas de exhibición programan, donde casi no hay espacios para lo diferente.

—¿Qué otros libros te hubiese gustado versionar en cine, o estás pensando en?

—Estoy preparando una versión de la novela Miramar, de Gloria Peirano, que espero filmar a fin del año próximo.

—¿Por qué leer?

—Porque es indispensable para mí. Porque estoy seguro de que es mejor leer que no leer.

—¿Y por qué hacer cine?

—Si tuviera esa respuesta, creo que dejaría de hacerlo.

 

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