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Querés contarte una historia. Querés ser otra. La protagonista de una película. Meg Ryan. Pero no es una de Norah Ephron, porque no pasa nada, no llega nadie, no hay final feliz. Un cuento inédito de Virginia Cosin.

Por Virginia Cosin.

virginia cosin

Primero, decidís la clase de película en la que querés estar. Opciones: una de Cassavetes y sos Gena Rowlands. Una de Norah Ephron y sos Meg Ryan, pero sin colágeno. Es verano en Buenos Aires, hay cuarenta grados de sensación térmica y la ciudad está colapsada por los cortes de luz. Estás sola, a oscuras, asándote como un pollo, con la piel crocante. Elegís la opción dos: Meg. Salís a la calle y corre un poco de viento, pero es como alguien que no te cae bien y te habla demasiado cerca. Buscás los auriculares en la cartera, los enchufás al aparato y caminás quince cuadras hasta tu restaurante favorito acompañada por la voz de una cantante yanqui y su guitarra.

Es un lugar chiquito, ruidoso y lleno de gente, pero la cocina es buena; productos de estación, platos originales y sabrosos, carta de vinos variada. Es la primera vez que estás acá sola. Es la primera vez, de hecho, que cenás sola en un restaurante –a excepción de esa vez en Chile, cuando viajaste por trabajo dos días, la misma semana en que tu ex marido y vos decidieron separarse-.
La primera vez que viniste a este restaurante fue con J. Con él volviste muchas veces. Hubo una vez que viniste con tu amiga M. y se lo encontraron de casualidad, cuando ya no eran más novios. Fue incómodo, pero decidieron sentarse igual todos juntos.

Un año después viniste con G. Acá mismo él te dijo: “podría casarme con vos”. Era la segunda vez que salían y pensaste que te estabas enamorando, que por fin te ibas a olvidar de J.

G. era el candidato perfecto. Guapo, inteligente (a su manera: práctica), auto caro, empresa propia. No te importaba que no fuera un intelectual, ni siquiera te importaba que no fuera un gran lector. Pero cuando te dijo lo mucho que había disfrutado de El Código Da Vinci porque era entretenido y a la vez “aprendía cosas”, tuviste que contener las arcadas. Le dijiste: lo maravilloso de la literatura es su inutilidad, su sinsentido. Te miró como a un mono en el zoológico. Al poco tiempo, te largó.

Pedís una entrada, porque quizás un plato principal resulte demasiado abundante para tu estómago. Langostinos saltados con miel y trigo burgol. Para tomar, una copa de vino rosado.
Una vez quisiste venir con D., pero cuando llegaron a la puerta, el restaurante estaba cerrado. Con D. saliste antes de conocer a J. Recién te habías divorciado. Era unos años más joven que vos y usaba siempre jeans muy rotos. Antes de conocerte, nunca había querido tener una novia. Hoy, como seis años después, sabés que le debés tu vida, que sin él, no serías la persona que sos. Sabés que además de ser tu mejor amigo fue tu guardaespaldas, aunque tu corazón, entonces, era tan resbaladizo como el de una vaca muerta.

La última vez que viniste, fue con El Segundo J. Lo trajiste a regañadientes. Antes de salir de su casa te advirtió que no pensaba cambiarse la ropa (unas bermudas sucias y una remera gastada). Estaba tan molesto porque lo arrastraste hasta Palermo, que fue la única vez que te dejó pagar la cena. La memoria del segundo J. está demasiado fresca. Te enamoraste de él cuando pensabas que ya no ibas a enamorarte de nadie. A diferencia de G. era todo lo que no tenía que ser. Si G era Teseo: amable, racional, elegante; el Segundo J era el Minotauro, Dionisos: instintivo, ególatra, bestial. Te declaró su amor a la semana de conocerte. A los dos meses se aburrió. Fue y volvió (cuando tuvo ganas) y te dejó, por última vez, en el laberinto del dolor, sin un hilo que te ayudara a encontrar la salida.

Comés el plato que te sirvieron muy rápido. Ni siquiera es un plato, sino una taza de té. Pedís otra copa de vino. Ya estás un poco mareada. Te ponés a escribir. Escribís en segunda persona. Querés contarte una historia. Querés ser otra. La protagonista de una película. Meg Ryan. Pero no es una de Norah Ephron, porque no pasa nada, no llega nadie, no hay final feliz. Te zambullís en tu cuaderno y antes de darte cuenta, ya te tomaste la segunda copa de vino, así que pedís otra, y un postre de manzana.

Cuando levantás la vista, el restaurante está prácticamente vacío. Pedís la cuenta. Caés en la cuenta: acabás de tener una de las mejores citas de tu vida. Tu cuaderno y vos. Pensás que suena un poco a autoayuda, a Sex and the City, pero cuando salís a la calle completamente borracha (tres copas de vino rosado) y caminás de regreso a tu casa, comprendés que finalmente fue una de Cassavetes, que el mundo en tu cabeza se ve así de distorsionado, que entre escena y escena no hay cortes prolijos.

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