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Divanes

Una historia de psicoanálisis en carne viva.

Texto: Virginia Cosin (@VirginiaCosin).

virginia cosin
Foto: Valeria Bellusci.

1

Ayer fui a terapia caminando. Cuando llegué me recosté en el diván. Me zumbaban los oídos. Me pesaba la cabeza. Los párpados se me cerraban. Soporté la incomodidad. Mi analista me preguntó de qué estaba poblado el silencio. Si realmente estaba vacío de palabras.

 

Vacío.

Me invadió un sopor imposible. Cerré los ojos y empecé a hundirme en la oscuridad. Casi me quedo dormida.

Es todo por hoy, me dijo.

Abrí los ojos, me levanté y me fui, preguntándome quién era más fracasado.

Llegué a casa, me metí en la cama y dormí muy profundo.

2

Cuando mis padres se separaron yo tenía seis años. Un año después empecé mi primera terapia.
El consultorio estaba lleno de canastos con juguetes. A veces me divertía. Otras, la asepsia del lugar me resultaba sospechosa. Mi analista se llamaba Malke. O Malka, no me acuerdo. Un nombre clásico -pienso ahora- de psicoanalista judía de niños. O de perra que viaja a la luna.

3

Cuando cumplí quince, empecé a tener problemas serios. Tuve un romance incestuoso. Tuve un romance con un hombre casado. Tuve un romance con un profesor del colegio dieciocho años mayor que yo. Romance no es la palabra en ninguno de los casos.

Como me había convertido en el miembro de la familia que hace síntoma, mi madre me obligó, urgente, a empezar una terapia. Al principio me resistí. Después, fui yo la que tuvo la necesidad imperiosa de ir. El consultorio de mi nueva analista estaba en un pasaje medio escondido entre la Avenida Santa Fe y Marcelo T. de Alvear. El edificio era antiguo, y muy hermoso. Ella era, también, una mujer muy hermosa. Tenía el pelo ondulado hasta los hombros, ojos verdes y la ropa y los accesorios que usaba parecían comprados en países exóticos. Durante muchas sesiones hablábamos de moda. Cuando salía del consultorio, sentía que había tirado la plata. Era una de esas terapeutas muy caras. Mi mamá me daba el dinero para pagarle cada semana y, algunas veces, suspendía la sesión y con lo que había ahorrado, cruzaba al Altopalermo a comprarme ropa. Era brillante. Me escuchaba durante un rato, opinaba a veces, y cuando estaba por terminar la hora, elaboraba una interpretación que unía punto por punto los temas de la sesión, como si trazara un dibujo por números, hasta dar con una figura perfecta. Todo cerraba. Pero en mí poco o nada hacía click.

4

Dejé y volví muchas veces. Hasta que un día no volví más.

En otro momento difícil quise, por mi cuenta, empezar otra terapia. Pero esta vez madre no me proveería del dinero para pagarla. De modo que recurrí a la cartilla médica de la prepaga. Me derivaron a un centro de asistencia psicológica, en donde me atendió un hombre. El consultorio se parecía más al de un médico clínico que al de un psicoanalista. Me senté frente a él, en un escritorio. Era gordo, pelado y desagradable. Cuando empecé a hablar, le miré las manos y me di cuenta de que tenía las uñas tan comidas, que hasta había llegado a masticarse parte de los dedos. Salí lo más rápido que pude y no volví nunca más.

5

No proseguí en la búsqueda. Me daba pereza la idea de deambular de consultorio en consultorio, teniendo en cuenta la enorme densidad demográfica de psicoanalistas en Buenos Aires, desconfiando cada vez más de los resultados benéficos de un tratamiento sin ningún tipo de rigurosidad científica, sobre todo porque el objeto por el cual uno desliza su inconsciente, con la expectativa de sacar algo en claro, es el inconsciente de otro que está tanto o más loco que una.

6

Sin embargo madre volvió a ofrecer financiamiento y recomendó a una de las tantísimas terapeutas que conocía, asegurándome que era una genia, una gran profesional, además, lacaniana. La llamé para tener una entrevista. El consultorio quedaba en Villa Crespo, me venía bastante bien; yo no vivía muy lejos de ahí. Era un departamento de un ambiente oscuro, en el que había que tener la luz encendida aunque fuera pleno día y afuera hubiera un sol radiante. La mujer era muy flaca, de unos cincuenta años, y desde su ropa hasta su cara, salvo el pelo cubierto de canas, eran marrones. Me recibió fumando. A lo largo de la entrevista, que duró veinte minutos, apagó y encendió consecutivamente cuatro cigarrillos más. Antes de salir de la cuevita, supe que por más reconocimiento profesional que hubiera acopiado esta mujer a lo largo de su vida, jamás iba a querer psicoanalizarme con Cruela Deville.

7

Nueva renuncia. ¿Por qué, si hay tanta gente que no se psicoanaliza y aún así sobrevive e incluso consigue ser feliz, yo tenía, inevitablemente, que hacer una terapia? Hasta el momento, no había obtenido demasiados resultados provechosos más que cierto alivio en situaciones de angustia feroz. Era mi madre la que insistía e insistía, con una fe descomunal en el poder sanador de la asociación libre.
A las madres nos es útil creer que lo que hicimos mal podrá solucionarlo, eventualmente, algún agente externo. A fin de cuentas, nadie nos dio un manual que nos explicara cómo se cría un hijo, cómo hacer de nuestros vástagos personas felices y sanas, sobre todo cuando nosotras mismas no somos, ni fuimos, personas felices o sanas. Por algo esa gente estudió tantos años en la facultad. (Por otro lado, toda persona que se haya metido alrededor de seis años a estudiar una carrera que se ocupa de los vericuetos del inconsciente, antes de querer curar a otros, debe haber querido, primero, curarse a si misma). Descreí por completo. Pero, en paralelo, me iba sumiendo en un pozo cada vez más hondo, más oscuro, y en apariencia, sin retorno.

Un día la sensación de sin salida se tornó irrespirable. Una mañana revisé de arriba abajo el botiquín del baño de mi madre hasta que encontré una cajita de pastillas para dormir, o descansar, o calmar la ansiedad. Algo así. Fui hasta mi pieza, las saqué del blister una por una y me las tragué con un vaso de agua, teniendo especial cuidado en dejar bien a la vista la caja vacía para que, cuando me encontraran, supieran que no me estaba echando una siesta larga, sino que mi intención era despedirme para siempre.

Dormí un día entero y recién a la mañana siguiente, cuando ya estaba empezando a despertarme, mamá entró, vio la caja, me cacheteó para que reaccionara, y fue corriendo a llamar a un médico. El médico me revisó, dijo que no era grave, y diagnosticó: “esta nena está muy angustiada”. Gracias por la información, Doctor. De ahí me mandaron derechito al consultorio de la psicóloga encargada del departamento de salud mental de, otra vez, la prepaga.

Tenía su consultorio en un especie de petit hotel en la Recoleta. Era joven, y, a juzgar por su desempeño y su biblioteca, inexperta. Lo primero que vi cuando me senté frente a ella en su escritorio, fue un libro: “Deleuze para principiantes”. En total, creo que fui cinco o seis veces. Esta vez la que decidió cortar con las sesiones fue ella. Según sus palabras textuales, yo era “demasiado inteligente”.

8

Después de algunos descensos más a los infiernos de la angustia y nuevos experimentos con pastillas, la visitadora médica de la oficina del Estado en la que trabajaba me pasó un papelito con el número de teléfono de otra terapeuta. Fui, sin muchas expectativas.

M. quizás no fuera tan creativa como la del pasaje Anasagasti, ni tan elegante, ni tan empática pero fue eficiente. Con ella me analicé durante más o menos ocho años, también con interrupciones. Durante ese tiempo pasaron cosas: tuve a mi hija, me separé, me mudé, saqué el registro de conducir (aunque la verdad es que aún hoy no me animo a manejar un auto), conseguí cierta regularidad laboral, escribí un libro, me volví a enamorar, y me volví a separar. Pero todavía estaba convencida de que algo en mí estaba mal. Algo enfermo que había que curar. Después de muchas discusiones dejé también de ir a lo de M.

9

Durante un tiempo anduve como un chico que todavía no aprende a caminar y le sacan el andador, hasta que emprendí la búsqueda de una “oreja” nueva. Pero esta vez quería que fuera la de un hombre.

El consultorio de A. queda en un edificio antiguo. Para llegar hay que atravesar un patio con palmeras y subir dos pisos por escalera. Ahí aprendí la diferencia entre una “terapia” y un “análisis”. Y aprendí también que, como dice Zooey --el personaje de mi libro favorito de Salinger-- para que un psicoanalista sirva de algo, tiene que ser alguien muy especial.

*

 

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