Por Soledad Camponovo. Foto: Ana Edwards.

Hablamos de los raros, presenciamos a Lemebel, reflexionamos sobre las dictaduras, leímos las ciudades, escuchamos cartas, conocimos un poco más de Colombia, derribamos los mitos de que “Chile es país de poetas” y “Argentina de narradores”, contextualizamos el punk, cantamos, cruzamos la cordillera de acá para allá y de allá para acá durante los ocho días que duró el Filba en Buenos Aires y por primera vez en Santiago.

En el último día del festival, los alemanes del “sello de texto y sonido” Kook, compartieron en la Universidad Diego Portales (UDP) una mesa sobre cómo darle sustentantibilidad a proyectos relacionados a la gestión poética, con el editor de Tácitas, Cristóbal Joannon, y los integrantes del colectivo Casa Grande, Santiago Barcaza y Julio Carrasco. La mesa es seria, pero los integrantes se ríen cuando Carrasco cuenta las peripecias que han pasado para bombardear con media tonelada de poemas Londres, Guernica o Varsovia; y también cuando Joannon no supo cómo traducir “hacer una vaca” a los berlineses. En lo que coincidieron todos los panelistas, es que la subsistencia de sus acciones estaba dada principalmente por un modelo indestructible de amistad, que se escapa a la ley de la oferta y la demanda.

Seguíamos en la UDP, pero ahora en la Biblioteca Nicanor Parra, para presenciar las Bitácoras del Filba, actividad perteneciente a la sección Tinta activa del festival. Acá los autores experimentan un proceso creativo, escriben y luego lo comparten con el público. En estas bitácoras cinco escritores y un ex-dirigente estudiantil se juntaron en tres lugares de Santiago en pareja y a partir de ese encuentro escribieron un texto.

La primera pareja, compuesta por el escritor colombiano Cristian Valencia y el ex-vicepresidente de la FECH Francisco Figueroa, fue a la Casa Central de la Universidad de Chile. Francisco le mostró a Cristian su espacio. El bogotano puso el ojo en la estatua de Andrés Bello que está en la entrada y que tenía, como es costumbre, un pañuelo rojo. El autor describe en su texto lo que logra imaginar de una toma. Luego, Pancho recuerda los años de movilizaciones, paros y discursos en su narración. Cuenta sus entretelones: cómo había gente que le caía mal, cómo se agotaron después de que lograron la reforma a la Ley de Educación, que eran únicamente los tres trotskistas los que al final querían hablar. Y nota que a pesar de todo el recorrido el edifico sigue intacto.

La otra pareja era la de las escritoras chilenas Alejandra Costamagna y Claudia Apablaza. Las autoras leyeron los textos que nacieron después de un viaje que realizaron intentando adentrarse en Los Andes, haciendo un guiño trasandino a esta primera versión del Filba allende la cordillera. Claudia comenzó y comparó su experiencia de subir una montaña a la de leer un libro de 700 páginas. Reconoce ser una escritora a la que ahora le cuesta leer. En un principio, este paseo iba a ser a Las Cruces para visitar a Nicanor Parra. Alejandra rescata este hecho para construir su relato: “íbamos a ir a la playa, pero terminamos en la cordillera” y cita al antipoeta: “¡Viva la Cordillera de Los Andes! / ¡Muera la Cordillera de la Costa!”, en un escrito sobre no llegar a la cumbre y detenerse en el trayecto.

La última pareja que leyó sus trabajos fue la del periodista chileno Patricio Fernández y el autor danés Carsten Jensen. Ellos asistieron juntos el Museo de la Memoria. Pero a pesar de ir a un museo, fueron “al centro de la noticia, porque hoy en Chile el pasado está en el centro de la contingencia”, contextualizaba Patricio a Carsten. El danés, autor de Nosotros, los ahogados —libro que vendió 150 mil copias en su país—, leyó su texto lentamente en inglés esperando que los asistentes lo entendieran (lo entendíamos). En su hermosa narración contó cómo se había emocionado con el último discurso de Salvador Allende, por su dignidad, serenidad. La lectura que hizo del museo, al ver las imágenes de las personas amarradas, fue que en la dictadura la gente quedó sin manos, para comunicarse, para poder influenciar en su propio destino. El museo le recordó para qué sirven las manos: para crear nuevas comunidades, para estrecharlas con otros, para crear un futuro. Patricio confesó que se extrañó cuando conoció a Carsten porque no era lo que se imaginaba de un danés: “no era alto, ni rubio”, dijo. Patricio cuenta que en la caminata por el museo se le hace evidente que el Chile que se narra ahí está totalmente presente: “los torturadores y los torturados están vivos”. Cierra su texto citando la novela de Carsten: “¿será que los barcos hundidos nunca dejan de naufragar?”.

Ayer hacía frío en Santiago, pero el poeta y músico Mauricio Redolés prendió el ambiente en la terraza de la Biblioteca Nicanor Parra con su Lectura+Recital, mientras sus versos y canciones hacían eco en los edificios de alrededor y resonaban en el centro de Santiago. “Es fome, cuando una persona se baja del bus / y hace... ¡ Chao, Chao ! / a la de arriba que hace... ¡ Chao, Chao !”, leía Redolés de su poema “Chaos”, en la última actividad del Filba.