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Una literatura en sus huesos

El perfil de JM Coetzee que Matilde Sánchez leyó el domingo en Malba a modo de presentación del escritor sudafricano.

Por Matilde Sánchez.

El dictamen por el cual en 2003 se concedió el premio Nobel a J.M. Coetzee destaca "la infinidad de maneras en que retrató el inesperado compromiso del outsider". ¿Pero qué significa la palabra outsider para un bachiller con dos cabezas, con una formación humanista y matemático, que trabajó como técnico en computación en la era de las tarjetas perforadas? ¿Y qué significa tratándose de un sudafricano que entre 1962 y 1965 vivió en Londres, luego estudió en los EEUU, donde se le negó la residencia debido a su activismo anti-Vietnam en 1973, y que después de casi treinta años en su país, acabó mudándose a otro, vecino del hemisferio sur, Australia, cuya nacionalidad adoptó?

John Maxwell Coetzee, el autor detrás de las misteriosas iniciales, nació en Ciudad del Cabo, Cape Town, en febrero de 1940; de madre, docente y padre, abogado -su infancia, bilingüe en el idioma Africáans e inglés, se repartió entre un suburbio de clase media y una granja familiar en la estepa del Karoo. Importa saber que creció y escribió una parte considerable de su obra en un medio social organizado bajo la ley de Apartheid, que rigió en Sudáfrica entre 1948 y 1994. Entre otros muchos aspectos jurídicos, el Apartheid regulaba sobre todo la proximidad entre los habitantes en términos raciales, el régimen de contacto. La segregación y la violencia racial, como podemos imaginar, desataron polémicas estéticas en los años 70 y 80 acerca de cuál debía ser la posición del artista.

 

Después de Esperando a los bárbaros y Foe, dos de sus novelas más perfectas, metaficciones de rescritura de clásicos coloniales, ya publicadas,  Coetzee explicaba qué entendía él por autonomía del arte y en qué podía consistir la novela realista en el tramo final del siglo del realismo. En una conferencia divulgada en 1987 decía así:

"En tiempos de intensa presión ideológica como ahora, cuando se convierte en casi nulo el espacio que novela e historia normalmente comparten como dos vacas que pastan en una misma llanura, la novela tiene dos opciones, complementar a la historia o rivalizar con ella". El novelista que rivaliza con la historia propone una novela que se rige por sus propias reglas y, al hacerlo, llega a exponer la historia como una mitología, en otras palabras, a desmitologizarla". El escritor, entonces, puede rivalizar con la historia, contradecir las versiones consagradas: en palabras de Elizabeth Costello, uno de los más sorprendentes alter-egos que haya dado la literatura en las últimas décadas: "debe desplegar el destino humano caso por caso".

He elegido algunas novelas, que ejemplifican de diversos modos la variedad narrativa dentro de su obra.

En el teatro de la carne

Esperando a los bárbaros, de 1980, publicada en plena vigencia del apartheid -Coetzee había vuelto de EEUU a Sudáfrica y enseñaba literatura en la Universidad de Cape Town. Su protagonista y narrador es el autocomplaciente Magistrado  de un puesto de frontera, un burócrata al que solo sobresaltan ocasionales accesos de lujuria y cuya intimidad con una cautiva lisiada por las torturas será el motor de una hazaña quijotesca y a la vez, del autocastigo: devolverla a su comunidad, afrontar la terrible penitencia imperial que espera a los traidores y que va a convertirlo en un paria, un mendigo sonriente a la manera de Diógenes, un filósofo entre los perros a las puertas del pueblo. Se trata de una fábula de terror, les diría, una alegoría del colonialismo explicada a grandulones -y uno de los dos libros, creo, que el autor dedicó, en este caso a sus dos hijos. La espiral de degradación del Magistrado prefigura la del profesor de Desgracia pero estamos aún en otro tiempo, el tiempo y espacio sin fecha del mito, en un arcano colonial donde las referencias nominales son abstractas (el Magistrado, el Imperio, el Tercer Bureau, the girl, la chica).

Si esta abstracción evoca la arquitectura del Estado kafkiano, no nos depara la prosa fría de El proceso sino el colorido carnavalesco de la plaza pública, acaso inspirador en Ivo Andric, y una ironía indecidible que recuerda el Gulliver de Swift. Pero en Bárbaros la carne es vergüenza. Vestido con una corta bata de mujer, el Magistrado protagoniza su simulacro de muerte y aprende en carne propia, colgado como una res, que la tortura es el género más antiguo de las artes escénicas occidentales.

Fase final de la conquista, excursión al territorio del Otro, mestizaje, guerra. En la novela reverbera el canon de la literatura en inglés de los dos últimos siglos: el relato de viajes, la novela de aventuras, pero también el más femenino de los géneros, el diario íntimo. Al igual que en la posterior Foe, Coetzee se mueve en el interior de la tradición y orquesta una cámara de ecos, una breve enciclopedia novelada en la que resuenan cuentos de Kipling y Joseph Conrad, escenas de la horda primigenia, en el estilo de El señor de las moscas, de William Golding, y la espera de El desierto de los tártaros. Pero también los cuentos borgianos de frontera, me refiero a Tema del traidor y del héroe. En Bárbaros, al igual que en Foe, el paisaje resulta consustancial al mito -el dominio sobre la geografía, digamos, es lo que está en juego en la colonia). Con sus toques de ambigüedad y ese humor del absurdo que Deleuze detectaba en Kafka, es quizá la más próxima al romanticismo (Coetzee es graduado en literaturas germánicas), la de menor autosujeción: la letra con sangre entra en la plaza de Armas, la pedagogía social se inculca mediante un teatro sanguinario.

Es interesante ver cómo Coetzee entra en la Historia a partir del tiempo verbal en que discurre la narración. Edad de hierro, por ejemplo, muy posterior, es la larga despedida por carta de una mujer enferma a su hija emigrada a los Estados Unidos, íntegramente escrita en ese tiempo abierto del inglés que es el presente perfecto: he visto, he oído. Es un pasado muy próximo y aún perdurable, del que no podemos desprendernos. Son los hechos del día narrados por la noche, cuando la actividad se aplaca, en las cartas así como en los diarios  íntimos. Bárbaros es una tour de force: está narrada en primera persona y en presente de principio a fin, lo que convierte al lector en prójimo del Magistrado, en coetáneo de la revisión, en espectador que deberá asumir los placeres dramáticos de la quema de herejes, pero también del descuartizamiento de animales. En ella, la sexualidad masculina aparece como violación o abuso, la primera herramienta de dominación. ¿Qué arroja este Imperio sino a un hombre en merma? Un bufón vestido con una bata de sirvienta.

Un realismo en sus huesos

Vamos a Desgracia, a la desgracia de todas las desgracias desencadenada por el delito más ordinario y en apariencia superfluo: metido en un lío sexual con una alumna, el profesor adjunto de Comunicaciones David Lurie es exonerado de la institución y lanzado al desbarrancadero. David irá perdiendo todo lo adquirido: intentará sin suerte conservar las prerrogativas del ciudadano blanco urbano para terminar desintegrándose en el nuevo panorama social y los nuevos códigos post-apartheid.

-Lucy es nuestra benefactora, acaba de decirle a David el señor Petrus, el vecino cómplice de la violación de su hija, el que tiene en la cabeza la maquinación entera para adueñarse de sus tierras. Lucy Lurie es blanca, lesbiana, su padre la considera un paso atrás en la evolución de las generaciones, una solitaria que sabe que sin ayuda de un varón no podrá mantener su granja en esas tierras tomadas por la violencia. Pero tal vez Petrus no es un villano; quizá se trata de un pacífico patriarca, un bígamo aspirante a una tercera esposa, Lucy, a quien se ofrece como marido a cambio de protección contra los ataques. De hecho, esto es lo más perturbador: ya no podemos juzgar a Petrus.

"El lenguaje al que se confía David con tanto aplomo es un lenguaje hastiado, que se desmenuza con facilidad, que está carcomido por dentro, como si lo hubieran atacado las terminas. Solo cabe fiarse de los monosílabos y tampoco de todos."

Exiliado a esta miseria de la vecindad sin un lenguaje en común, se adentra en el corazón de lo real y la desgracia, al país interior en plena mutación: una nación sin nación, que ha perdido el lazo esencial, la lengua. El lenguaje ya no es vehículo de empatía y reconocimiento. Si al Magistrado de Bárbaros le cuadraba la expresión “en carne propia” (en inglés, in the flesh), estamos ahora ante una prosa descarnada y sin énfasis, una literatura en sus huesos. El nuevo régimen de contactos y proximidad entre los habitantes deberá tramitarse con ese resto apenas elocuente de lenguaje que dejaron a su paso las plagas, una lengua sin atributos, de monosílabos, que no puede descifrarse porque ha perdido incluso la gentileza irónica. Hay un outsider respecto de la versión oficial de la historia y de la posición dominante del varón blanco. Coetzee es exigente: no halaga al lector con guinios de complicidad sino que requiere la máxima atención a una prosa instrumental, a una pedagogía ascética que inculca el pudor de la carne y la autoridad. Así como David establece el lazo entre abuso sexual y dominación territorial, tambièn entabla una correspondencia entre la ética sexual y el vegetarianismo. ¿Cómo leer la escena de Desgracia en la que los cuerpos ya rígidos de los perros muertos deben ser rotos a golpes para caber en una bolsa de plástico, sino como la traumática reeducación de la vanidad del varón blanco?

Con este horizonte de un lenguaje carcomido, escribe una literatura en sus huesos. David, el padre de la joven violada, pasará de una sexualidad predatoria a la inapetencia erótica y una sala veterinaria de primeros auxilios. Las alumnas y los animales domésticos casi comparten los rangos inferiores de este escalafón patriarcal. David pagará la depredación del abuso ordinario con un trabajo ad honorem, encargado de los hornos crematorios.

En Desgracia el campo es exilio interior, los dominios de otra racionalidad y otro régimen de la lengua; el origen y el mito ya no son un refugio. No estamos ante el viaje de regreso a las raíces sino ante el destierro.

(((Varias novelas de Coetzee se desarrollan en las nuevas fronteras de las megalópolis, cuyos suburbios marcan el lìmite entre códigos y prácticas. De hecho, el campo es el espacio de ridículo del ciudadano, es su régimen de disolución. El devenir rural de David en Desgracia; en Edad de hierro las visitas al gueto, la periferia es territorio de una realidad sin los atenuantes culturales de la ciudad: pensemos en el piruja Vercueil, el hombre gemelo de su perro. Asimismo, el perro aparece en casi todas sus novelas como el subalterno dominado, traicionado en el pacto de convivencia.)))

Aún cuando los personajes de Coetzee estén llenos de ambivalencia, su prosa no lo está. "La ironía debe conllevar algo de sufrimiento; de lo contrario se vuelve pretenciosa": esta es una de las citas del diario de Robert Musil que Coetzee recoge en su ensayo sobre el novelista austríaco y de la que parece haber hecho una doctrina. El autor parece haberse autoimpuesto la censura de toda ironía, como si ese fuera un juicio en el que no quiere pasar por relativista. Quizá en esta regla consista su declarado propósito de rivalizar con las versiones de la historia, tal vez buena parte de la fuerza de este realismo tan singular consiste en esto, en limitar la ambivalencia, de la que la literatura en el siglo XX por momentos parece haber abusado. A cambio del artificio, la transparencia radiográfica.

Una de las preguntas que me hice siempre es qué hace que el realismo de Coetzee sea innovador. Creo que la clave es su extrema modernidad en varios aspectos. El primero es que algunas de sus novelas hibridan distintos géneros. En Diario de un mal año rompe la unidad de la página, la convierte en pantalla con dos y hasta tres hipertextos que pueden leerse de manera alterna o bien lineal. A menudo ha dado una vuelta inesperada a la metaficción, asumiendo la voz de narradoras y personajes femeninos. Hay una particular vibración entre clasicismo y posmodernidad en Elizabeth Costello, cuya protagonista es una novelista bien entrada en sus 60 años, "cansada, confusa, gris". ¡Costello es un invento sorprendente! Organizada en ocho lecciones y un epílogo, algunas de las cuales fueron publicadas antes en La vida de los animales, toma la forma de la disputa filosófica y la mesa redonda. Ella es una viajera académica; dicta conferencias en un College, luego en un crucero, y se somete a los respectivos debates de sobremesa. Las controversias van desde las razones morales para ser vegetariano -y aún así calzar zapatos de cuero- hasta la polémica estética, con una Elizabeth que sostiene la autonomía literaria frente al escritor nigeriano Emmanuel Egudu, ex amante, entregado a la pintura del color local porque solo el folclore de colonias es aceptado por el mercado. Elizabeth, por el contrario, se niega a ser arrumbada en cualquier subconjunto literario, al anaquel de la literatura postcolonial o al de la literatura femenina. Se opone incluso a la superstición de las literaturas nacionales.

Elizabeth está trabajada a la manera del escritor apócrifo (las mujeres en la obra de Coetzee tienen virtualmente el monopolio de la pasión); durante decenas de páginas, el lector se pregunta si en verdad esta escritora existe, para concluir en que es superfluo llamar ensayo o novela a esta pieza expositiva que por momentos es un guión de contradictores en un aula universitaria.

Lo había hecho antes en esa joya anómala de la literatura de viajes que es Foe (título que en inglés alude al autor de Robinson Crusoe, Daniel Defoe y que también significa enemigo). Vuelve a asumir el punto de vista femenino en La edad de hierro, la más documental de sus novelas.

Una prosa desnuda, en sus huesos, no significa árida ni pobre en recursos. No hay ejercicio de pobreza sino de contención en las acciones y austeridad en la expresión. La densidad de los personajes no se explica en términos psicologistas, según la constelación freudiana de mamá y papá, los ausentes decisivos, los ex machína cuya novela se cuenta en otra novela secreta. Sus personajes se deben las desgracias solo a sí mismos, aún cuando se trate de un accidente de bicicleta que obliga a la amputación, como en Hombre lento. Y él los retrata en lo que llama "zona de humillación", cuando el carácter está listo para ceder al derrumbe, cuando ya experimenta indiferencia hacia su propio destino y todo lo que resta de porvenir serán "ensayos para perderlo todo". Desde este punto de vista, buena parte de su obra cuenta la  merma inevitable del yo del blanco, la pérdida de autoridad del varón como meridiano de todas las cosas.

La prosa de Coetzee es instrumental; de la violencia política conserva la presión subjetiva de lo urgente, cuyo mayor alarde es la aptitud para alcanzar lo poco aún asible, sin ornamentos ni juegos de palabras, sin ironía, por lo tanto sin doblez, sin las concesiones seductoras de la evasión, el humor o el sarcasmo.

Si así fue el Verano

Infancia, Juventud y la última, la espléndida Verano, marcan otra vuelta a la metaficción aunque bajo otro signo. En años marcados por el auge omnipresente del memorialismo en el mercado del libro en inglés, los tres tomos de "Escena de la vida en provincias" también son memorias híbridas, noveladas por un outsider en tercera persona.

En Infancia podemos rastrear su apego y la pertenencia al ámbito rural y las escenas de degüello y castración de los corderos que motivan la aprensión original al manipuleo de la carne cruda en el mostrador de la carnicería; el saber sobre el sufrimiento de los animales dará sustento al vegetarianismo fundamentalista de Elizabeth Costello. Pero también saber que, antes de haber leído a Borges, ese niño se hizo católico por estrictos motivos borgianos: la fascinación de Roma, el fulgor de valentía en los ojos de sus guerreros defensores.

En Juventud, que cuenta la iniciación intelectual en Londres, el narrador aprende que la modernidad y la consciencia política son indisolubles de una sexualidad liberada de puritanismo. La interpretación no es freudiana pero sí es diagnóstica. Nunca hay autoficción ni exhibicionismo; la desnudez es pudor, la carne impone un régimen de veladuras, es preciso ceñirla, corregirla, atravesarla sin entrega, inventarse una pseudoteoría de la mezquindad amorosa para convertirse en un varòn pleno.

En el último tomo, la formidable Verano, la madurez del escritor Coetzee, ya fallecido, es narrada a través de los cuestionarios de su biógrafo a sus allegados. En este singular Vanitas, el desnudo llega a su punto más vergonzante: los entrevistados hablan mal de él, lo pintan como un lisiado emocional. Difícil encontrar, en los tiempos actuales de obsesivo narcisismo a primera persona, unas memorias más autocríticas que Verano, en las que el autor sacrifica su propia imagen para la posteridad.

Coetzee publicó su primer libro, En tierras de poniente, en 1974. Tres años después el segundo, En medio de ninguna parte, ganó el principal premio literario sudafricano. En 1983 Vida y época de Michael K gana el primero de sus dos premios Booker, de Inglaterra. El segundo Booker lo ganó con Disgrace.

En 2001, al publicarse Desgracia en castellano, el Reino de Redonda, esa gran parodia del prestigio instituida por el novelista español Javier Marías, le confirió el título nobiliario de "Duque de Deshonra". Dos años después ganó el Nobel. Desde 2003 John Maxwell Coetzee reside en Adelaida, Australia, donde es profesor honorario.

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