Tobias Wolff en primera persona
Viernes 15 de noviembre de 2013
El autor de Vida de este chico y El ejército del Faraón, entre otros títulos, fue entrevistado por Claudia Piñeiro en el marco del 5º Filba Internacional.
Foto: Vito Rivelli.
Tobias Wolff, una de las voces más representativas de la tradición de cuentistas estadounidenses contemporáneos, participó de una entrevista pública a cargo de Claudia Piñeiro en el marco de la 5º edición del Filba Internacional. El autor de novelas celebradas como Vida de este chico y Vieja escuela, ha transitado la borrosa frontera entre realidad y ficción. Aquí un repaso por su obra y sus intereses. El encuentro fue el jueves 26 de septiembre en la Alianza Francesa de Buenos Aires.
[Los primeros minutos no están registrados]
Claudia Piñeiro: … leer a los primeros lectores (además de Tobias Wolff)?
Tobias Wolff: Es una buena pregunta. Yo soy un agradecido de ver crecer a mis hijos. Me alegra verlos leer mucho en lugar de estar todo el día frente a la pantalla. Me hace muy feliz verlos leer, desde historias sencillas como las de Stephen King: mientras abran la mente a esa porción de imaginación, yo me alegro. Tengo que admitir que a veces, cuando conozco a mis nuevos estudiantes en Standford y les pregunto qué leen y qué aman, y me contestan Dan Brown hago un esfuerzo para sostener la sonrisa. [Risas] Mis estudiantes más sofisticados leen a David Foster Wallace, a Dona Tartt (The secret history). Lo cierto es que cada vez es más difícil encontrar lectores e incentivarlos en la lectura. Parte de mi trabajo como profesor es transmitir la pasión de la literatura para que no parezca un trabajo. La mayoría de los que llegan a mí ya tienen ese amor, pero me gustaría poder incrementarlo.
Me sorprendió saber que la antología Aquí empieza nuestra historia justamente no incluya el cuento “Aquí empieza nuestra historia”.
Ese cuento lo escribí en los ochenta para una colección que llamada Back in the world. Cuando se me propuso publicar una nueva antología, busqué aquellos cuentos que había escrito hace tiempo y otros más nuevos, elegí, un poco intuitivamente, los que me parecía que debían estar juntos. No necesariamente los mejores sino los que funcionaban bien en conjunto. Y ese cuento, no sé bien porqué, no respondió en el libro. Pero me encantaba el título: me pareció que era un buen título para el libro. Es algo que se dice cuando estás a punto de comenzar a contar algo: “Aquí empieza nuestra historia” es una invitación a sumarse al placer de la historia. Así que le robé el título a mi propio cuento. Ese cuento ahora está desnudo. Los escritores no tenemos conciencia. [Risas]
En el prólogo explicás que revisás mucho los cuentos, que a veces los reescribís. Me gustó en el workshop que diste en el Museo de la Lengua hablabas de buscar la perfección en el cuento, algo que no te pasa con las novelas, que siempre son imperfectas.
Me hacía gracia esa idea. Recordaba lo que una vez dijo un escritor cuando le pidieron describir qué es una novela: un paisaje con cierta luz que tiene algo malo. En verdad, puedo pensar en muchas novelas perfectas: Sin novedad en el frente, hay una novela que adoro que es Adiós, hasta mañana, de William Maxwell, hay algunas novelas de Marguerite Duras que amo, ¡El gran Gatsby! Hay muchas novelas perfectas. En general tienden a ser breves. Al mismo tiempo, Moby Dick, que es una novela muy larga, es un trabajo magnífico. Por momentos Melville se olvida —a veces durante cien páginas— que la novela debe ser narrada por su personaje y no por él, está muy mal guiada, y sin embargo es una de las novelas más perfectas que hayas leído. Hay una escena de Moby Dick que nunca podrás sacarla de tu cabeza. El narrador está en el barco mirando hacia el mar y una ballena madre está con su ballenato, ella lo mira y él la mira, y en ese momento uno siente completamente la tragedia de estos animales frente al mundo. Es una novela un tanto desprolija, pero eso la hace aún más grande. Cuando uno escribe persigue la idea de perfección: uno no puede tener perfección en la vida, mucho menos en las relaciones, pero en tu trabajo está esa ilusión de la posibilidad de la perfección.
Hablando de las correcciones, un escritor que hemos leído mucho es Raymond Carver. Hace poco salió una versión de sus cuentos sin la edición de Gordon Lish. Me preguntaba si sabías de la existencia de esos cuentos y si permitirías que haya dos versiones tan diferentes de tus propios cuentos.
Es cierto que Gordon Lish editó los cuentos de Ray con una mano muy dura. Creo que por eso le arruinó algunos. También es cierto que fue alguien que desde la edición produjo unos efectos muy poderosos en los textos de Ray que no estaban enteramente ahí. Fue una verdadera negociación entre ambos. El problema es que Gordon insistía siempre en publicar su versión y Ray era muy tímido y se dejaba mandonear. Había versiones que no le gustaban, que lo hacían avergonzar. Luego de muerto Ray se publicó una carta que me rompió el corazón: era una carta a Gordon que le decía Cómo puedo mirar a Tobi y a Richard a la cara luego de que ellos leyeron la versión original y ahora vean esta. Gordon le contestó básicamente: “my way or the highway”. Gordon fue el primer editor de Ray, fue el primero que le publicó un libro. Mantenían una relación muy problemática. Cuando Ray estaba preparando su antología final, que en Estados Unidos se publicó como “Where I’m calling from”, eligió las versiones que creía que lo representaban mejor y algunas son las versiones editadas por Gordon, porque Ray creía que eran mejores. Después de todo, él levantó la casa y Gordon puso los muebles. Pero eran los cuentos de Ray, era su voz. Claudia, vos sabés: uno tiene una relación con su editor y a veces consiguen tener buenas ideas. [Risas] Asombrosamente o no, hay una razón por la cual son editores. A veces recibo tantas sugerencias en mis manuscritos que finalmente no sé porqué me aceptan el libro. Pero hay una manera en que editor y autor trabajen juntos y donde fallaba Gordon: una vez hecha la sugerencia, tenés que dejar que el autor decida y nunca más volvés sobre ese tema. Yo debo aceptar más o menos un 15-20% de los comentarios y mi trabajo mejora. Un editor no debería ser un tirano y un escritor no debería ser un soberbio.
En Vieja escuela elegís tres autores que van a visitar a los alumnos. Vieja escuela es una novela que enseña mucho sobre la escritura y en esos nombres se da una pista sobre la literatura, pero son tres escritores que no necesariamente te influyeron.
En la novela Vieja escuela, los chicos compiten por ser el público privado de un autor a través de un concurso de cuentos. Hemingway en ese momento era el escritor más influyente, no solo en Estados Unidos, sino en todo el mundo. La mitad de los escritores lo imitaban y la otra mitad quería evitar imitarlo. Eso es muy importante: uno nota tan conscientemente le influencia que busca resistirse. Además él era un patrón sobre cómo la vida debe ser vivida: siempre al aire libre testeando sus fuerzas. Cuando tenía 14 o 15 años estaba leyendo una revista Life que traía fotos a página completa y en una estaba Ernest Hemingway dejando el Madison Square Garden con Marlene Dietrich del brazo. Recuerdo haber pensado “Aquí hay algo por lo que vale ser escritor” [Risas] Por cosas como esa, yo quería escribir pero también quería ser un escritor como Hemingway. A veces uno no sólo quiere ser algo sino ser como alguien. Hemingway fue una elección natural por su vida y su obra. Luego, está Ayn Rand, que no sé si es tán conocida en otros países (y eso es bueno). [Risas]
Tenemos un intendente que hace un año le preguntaron por sus tres libros preferidos y dijo El manantial, de Ayn Rand. No sé si lo leyó, pero lo nombró.
Bueno, esto es algo crítico. Si el intendente es alguien que lee Ayn Rand estás en problemas. [Risas] Era una persona muy fuerte. En mi juventud, todo el mundo leía El manantial, y admito que por un tiempo fui fan de ella. No de sus novelas, que son terribles, sino de ella. Ella promueve que sus lectores se piensen como dioses, y si otras personas no lo hacen, bueno, es un problema. Tenía un oscuro sentido de la victoria. Tenía una visión de la sociedad radicalmente brutal. Eso se puede ver en los políticos que la citan: son lo peor de lo peor. Fue una influencia fuerte tanto en lo social como en la literatura. Advertía los problemas del colectivismo porque originalmente llegó de Rusia, dejó el país tras la revolución y se las ingenió para llegar a EE.UU. Era muy clara de conceptos. Tiene un libro con todo lo que se debe saber sobre ella que se llama La virtud del egoísmo. Ayn Rand era una figura nacional al igual que Hemingway. Y Robert Frost, que era el mejor poeta de su tiempo, fue la única persona que realmente fue al colegio. No sólo era un gran poeta sino que, a diferencia de Hemingway, tiene una superficialidad simple pero cuando mirás los poemas más de cerca se abren hacia una gran oscuridad. Es una gran gran poeta con una gran combinación entre belleza y oscura. Las tres personas eran figuras pública: Frost discutió públicamente con Kruschev, cuando asumió Kennedy fue Robert Frost quien leyó sus poemas en el acto. Los tres eran figuras públicas muy conscientes de su imagen pública: eran curadores excesivos de su imagen pública. En un sentido se convirtieron en un personaje tal como un escritor crea un personaje. Así que cuando estaba escribiendo la novela pensé que debería hacer lo que ellos hicieron: convertirlos en personajes.
Cuando mencionabas a Hemingway decías que no solo lo admirabas como escritor sino que había algo en su vida que te interesaba mirar. Hablando de otro libro autobiográfico tuyo, El ejército del faraón, que reúne la experiencia en la guerra de Vietnam, en alguna entrevista dijiste que aún sabiendo que la guerra estaba perdida te habías ofrecido para ir porque querías buscar la aventura que Hemingway tenía en sus historias.
Tenía 18 años cuando entré en el ejército. No tenía un buen futuro, no iba a ir a la universidad porque había sido un mal estudiante y en la atmósfera en que crecí, clase trabajadora del estado de Washington, todos los hombres que conocía habían servido en la Segunda Guerra en Corea. Era algo que simplemente había que hacer. Yo sabía que iba a servir en el ejército antes de casarme. Estuve cuatro años en el ejército. Pero no me cuestionaba si mis lecturas de Ernest Hemingway, William Styron o Erich Remarque, entre otros, crearon una cierta curiosidad sobre esa experiencia. No quería ir a la guerra, porque no era una verdadera guerra a donde iba, pero estaba hambriento por una experiencia: cuando entré en el ejército me convertí en un personaje. Fui oficial de las Fuerzas Especiales, quería probarme a mí mismo, que es una manera de saber un poco más sobre sí. Pero yo le diría a cualquier joven que ir a una guerra no es una buena manera de descubrir quién sos. Y si hubiera prestado atención a lo que decían esos autores que mencioné, habría visto que lo que decían era “no hagas esto”. No es algo que recomendaría, pero si dijera por qué lo hice, esa razón sería la que acerca más a la verdad.
Siendo que tanto El ejército del Faraón como Vida de este chico son memorias, desde el punto de vista de la escritura, ¿notaste una diferencia en narrar tu vida personal y narrar historias compartidas por mucha gente?
¿Te referís a la diferencia entre escribir una memoria y escribir ficción?
Las dos son memorias, pero en una es privada, nadie puede decirte si algo fue o no de esa manera, pero en El ejército del Faraón hay una historia compartida por mucha gente que se va a sentir identificada. Entonces me pregunto si hay una responsabilidad distinta.
Entiendo lo que decís. Estás en lo cierto, absolutamente. Sentí responsabilidad cuando escribía la voz de ese chico que fui. Pero los errores que cometí de chico fueron errores que yo tuve que sufrir las consecuencias. Nadie más. Bueno: mi pobre madre, pero eran errores que yo tenía que pagar. En cambio cuando escribía sobre mi experiencia en la guerra, era plenamente consciente del error que mi país había cometido y las consecuencias terribles que había producido en mucha gente. Era muy consciente de las responsabilidad de escribir bien sobre el tema, escribir bien y contar la verdad. Por supuesto, también quería contar la verdad en Vida de este chico, pero aquí habría otra persona mirando por sobre mi hombre para ver cómo y qué escribía. Tenía que tomármelo con otra seriedad y hacer lo mejor posible. Fue gratificante que mucha gente que leyó el libro y que luchó en Vietnam —en algunos casos fueron vietnamitas— encontraron que, por su experiencia, lo que había escrito era correcto. Esa fue una la mejor validación que tuve.