Río revuelto
Martes 30 de julio de 2013
La desgrabación del panel "Río revuelto" que se realizó en el II Filba Nacional con la participación de Carlos María Domínguez, Diana Bellessi, Sonia Scarabelli y la moderación de Patricio Zunini. Presencia del río en la literatura como socio y enemigo. Espacio de complicidad y amenaza. Imaginarios del agua en la construcción del espacio narrado. El río como región posible para la aventura.
Foto: Betania Cappato.
Patricio Zunini: Bienvenidos todos. En el programa del festival se dice: «¿cómo era Santa Fe antes de que Juan José Saer escribiera Glosa? ¿Cómo sería el Paraná sin la poesía de Juanele?» Cada escritor que habla del río lo transforma. Para la psicología, si uno sueña con agua sueña con la madre. El río es casa, cobijo, identidad, pertenencia, frontera. El río es desarrollo, trabajo, desafío, aventura, amenaza. El río es agua, pero también es, en primera persona, risa. Los tres escritores invitados, Diana Bellessi, Carlos María Domínguez, Sonia Scarabelli, tienen una relación particular con el río. A riesgo de hacer una lectura que cierre, me atrevo a decir que sus miradas son, si no opuestas, complementarias. Pero antes de comenzar, desde la organización del festival se invitó a los participantes a que trajeran un texto para que, además de abrir un debate, se promueva la circulación de la literatura. Les propongo, entonces, que comencemos el encuentro con unas lecturas que Diana y Sonia prepararon especialmente.
Diana Bellessi: Buenas y santas. [Lee]
Sonia Scarabelli: Buenas noches. Quiero agradecer la invitación. Voy a leer un texto breve. Cuando llegó la sugerencia, se me ocurrió que podía ser la única manera que yo tenía para hacer entrar el tema. Tiene un título entre paréntesis; no sé de dónde saqué el título, pero dejémoslo así. Será porque “Río revuelto” es el principal y este es “(Memoria santafesina)”. [Lee]
Patricio Zunini: Sonia tiene un libro que se llama La orilla más lejana y ese título me da un poco el pie para preguntarle a Carlos sobre esa otra orilla, que tal vez sea un poco más lejana que la que propone Sonia, que es la del Uruguay. Hemos hablado del Delta, del Paraná, del Salado. ¿Podemos hablar del Río de la Plata?
Carlos María Domínguez: Yo creía que conocía al Río de la Plata por la orilla porteña. Me crié en Olivos, a pocas cuadras del río. El río era un espacio de libertad. De muchachos, volvíamos de los bailes a la noche y nos tirábamos a fumar en la arena. Entrenaba la troupe de Martín Karadajian en el barrio de Olivos. Los fines de semana llegaban camiones llenos de bañistas que venían del lejano Gran Buenos Aires con la radio, la abuela, el loro, el perro. Bajaban todos. Era un espacio festivo el río. La clase media iba a veranear a los clubes porque tenía miedo de infectarse con la negrada; el cabecita negra iba al río. Pero los cabecitas iban al río con un colorido fantástico. A mí me gustaba mucho ir al río en esa época. Luego, desdichadamente, vino la dictadura y los clubes militares empezaron a cercar todos los balnearios. Después rompieron la ciudad para hacer las autopistas, los escombros fueron a parar al río, se enrejó, se contaminó, se perdió un espacio popular que disfrutábamos todos los porteños.
Recién cuando me mudé a Montevideo me di cuenta de que había toda una fauna que conservaba las tradiciones que se habían perdido en la orilla porteña. Estoy hablando de las costas de Colonia con sus cazadores de pájaros y de ciervos de los pantanos, sus contrabandistas y hasta sus piratas. Yo había hecho con María Esther Giglio la biografía de Onetti y me invitaron a la Biblioteca del Cerro, en Montevideo, a dar una charla. Allí un poeta me presenta a Ramón Báez, que era un vecino del Cerro, nos vamos a tomar unas copas a su casa y este hombre empieza a hablar de la Isla Juncal frente a Carmelo. Me cuenta que sus primos hacen contrabando con doña Julia Lafranconi, la reina del contrabando entre Argentina y Uruguay durante gran parte del siglo XX. Hablaba de la Juncal y de Julia Lafranconi, a mí me empezó a sonar un texto de Haroldo Conti en La balada del álamo Carolina, que cierra el libro y que es un homenaje a Lafranconi. Haroldo Conti la visitaba cuando cumplía años, en julio, con una serie de atorrantes que salían en velero de los puertos del Tigre y otros que se cruzaban del Uruguay, y se juntaban tres o cuatro días en la isla. Entonces fui al texto de Haroldo, vi que nombraba a alguna gente y, puesto que este mundo parecía real, me fui a Carmelo y a Palmira para encontrar eso que contaba Haroldo. Y encontré mucho más que eso.
La isla Juncal —que da nombre a la calle Juncal de Buenos Aires— fue efectivamente un juncal donde el Almirante Brown derrotó a una escuadra portuguesa. Y luego, hacia 1880, un italiano llegó y decidió que en ese juncal iba a hacer una isla. Afirmó la tierra y pensó en hacerla crecer con la sedimentación de los ríos. Se fue a buscar una esclava liberta a la ciudad de Salto, se la llevó a vivir con él y tuvo 5 o 6 hijos. Hoy la isla tiene más de 5mil hectáreas. Heredera de la hazaña de ese italiano que hacía levantar las tierras del río fue su hija Julia, que durante gran parte del siglo manejó el gran contrabando entre Argentina y Uruguay. Estoy hablando de maquinaria para el campo o de tractores desarmados. Los primos de Ramón hacían entrar nazis a la Argentina por 5mil dólares. O sacaban judíos. Todo les servía. Por allí se fugó Alfredo Palacios, por allí pasó la banda de Martín Corena, que era una banda que asaltaban en ambas orillas, por allí pasaron montoneros y tupamaros, siempre fue una zona de tráfico.
Poco después, en Palmira, encontré al Oriental: un pirata con loro y todo, ya veterano, un hombre de 70 años. Me dijo que cuando él era niño se dio cuenta de que la escuela no era un ambiente para él y que, gracias a una madrina que le leía Huckleberry Finn y la Isla del Tesoro, descubrió que su ambición en la vida era ser bandido. [Risas] Primero se hizo contrabandista, después pirata. En Palmira hay una zona franca de donde salen muchos barcos con bandera paraguaya con perfumes, vaqueros, cigarrillos, mercadería internacional que no paga impuestos y que supuestamente van hacia Asunción. Pero no van hacia Asunción sino que van al puerto de Olivos o al del Tigre. Haciendo contrabando. Entonces, estas bandas de piratas los asaltaban porque no podían denunciar que habían sido robados porque estaban haciendo contrabando. [Risas]
Sonia Scarabelli: Ladrón que roba al ladrón.
Carlos María Domínguez: ¡Claro! Tenían unas lanchas durante la noche con unos focos como los de Prefectura para encandilarlos, los abordaban, les robaban la carga y se perdían en el Delta. Porque el Delta, como todos los deltas del mundo, es un nido de contrabandistas y piratas.
Lo mencionaba Diana, esa imagen de un mundo que se hace y se rehace, tiene una identidad natural en el Delta. El delta se produce por una acumulación de sedimentos por putrefacción: es la muerte que ha cumplido su ciclo vital lo que se acumula. Todo eso hace avanzar el delta del Río de la Plata treinta metros por año a la altura del Río Luján hacia el sureste. Lo interesante es que desde el punto de vista geológico, el Río de la Plata es un hecho transitorio. Esto lo supo muy bien Emilio Mitre cuando en 1908 se discutía con los uruguayos cómo dividir el río. Por supuesto, los uruguayos lo quería dividir por el medio, mitad para ustedes, mitad para nosotros, pero lo que sabía el ingeniero Emilio Mitre, que es el que designa hoy el canal por donde pasan los grandes barcos, es que el Río de la Plata es un hecho transitorio y que en 400 años está condenado prácticamente a desaparecer. En su origen, el río era un valle de arenas cruzado por un río angosto y muy caudaloso que juntaba las aguas del Paraná y del Uruguay y las descargaba a la altura de Río Grande do Sul donde tenía su propio delta, pero con el deshielo de los glaciares el agua marina entró y desde entonces inundó ese valle y se generó un proceso químico en el cual el agua salada en contacto con el agua dulce produce una precipitación y una sedimentación. A la altura de Buenos Aires hay un enorme banco de arena que se llama Playa Honda que tiene nueve metros de limo sobre veinticinco de arcilla: son treinta y cuatro metros de profundidad que se le han quitado al río. Hay lugares del Río de la Plata que no tienen más de un metro y medio de profundidad. Saer se reía en El río sin orillas diciendo que cómo le decían a este río el infierno de los navegantes cuando él no había podido llegar a Montevideo porque el barco no encontraba profundidad: precisamente esa es la razón. El Río de la Plata está lleno de cascos hundidos, porque los barcos varan y las mareas los van destruyendo.
Es un escenario curioso para la literatura, porque nosotros hablamos de la literatura del Río de la Plata, pero que no sólo es el río más ancho del mundo, sino el tercero más caudaloso. Eduardo Mallea le dice “el río inmóvil” cuando el río descarga 20mil metros cúbicos por segundo. Lugones lo llama el río color melena de león, Borges lo llama el río de sueñera y barro, Baldomero Fernández Moreno le llama el río café con leche. Sin embargo, desde la costa oriental el río tiene tres colores: a veces se pone de ese color melena de león porque el Paraná arrastra tierras rojas, pero cuando descarga el Uruguay, que arrastra tierras negras, se pone pardo, y cuando entra el mar se pone verde. Todos los ríos en el mundo descargan en un sentido, menos en el Río de la Plata: el agua salada va por abajo y el agua dulce por arriba. Eso hace una especie de molino que mueve el lecho del río todo el tiempo, por eso es tan difícil de navegar. Toda esta realidad la descubrí desde la otra orilla del río.
Los tres han trabajado mucho al río como tema y creo que una palabra que ha surgido explícita o tácitamente aquí es “pertenencia”. ¿Cómo se nota esta pertenencia en lo que escriben?
Diana Bellessi: Esa pertenencia la tiene que ver el lector. No sé cómo responder. Yo tengo varias pertenencias, pero una muy fuerte, sin duda, es el Delta del Paraná. ¿Por qué es muy fuerte? Debe ser porque decidí vivir o pasar largas temporadas allí. La escritura da cuenta de lo que uno vive día a día. En ese sentido, la sensación de pertenencia del sujeto hace que algo de eso coloree su escritura.
Sonia Scarabelli: Yo escribí un libro de poemas que se llama Celebración de lo invisible a raíz de cómo cambió el perfil de Rosario a fines de los noventa y cómo había que adaptarse a ese imaginario nuevo. Rosario había vivido de espaldas al río y recién yo decía, un poco exagerando la nota pero no tanto, que cuando en ese mismo lugar íbamos con mis viejos y mi hermano a tomar mate, nuestra gran aventura era colgarnos por la barranca, que en ese momento no tenía nada, y hacer el esfuerzo para ver el río. Y cuando vos veías el río, lo que aparecía en la orilla más lejana, era la isla como una cosa súper heroica; yo tenía un tío que iba a pescar en canoa. Pero para esta época de fines de los noventa ya existían lanchitas que te cruzaban a unos paradores, podías elegir ir a una isla más adentro para no ver la ciudad. En un verano muy puntual durante tres meses salía del trabajo, me buscaba una silla, me tomaba una lancha y me quedaba toda la tarde leyendo, tomando sol, me bañaba en el río. Así nació un librito que habla del paisaje como una zona que te iluminaba de una manera difícil de decir. El paisaje aparecía lento, como en una zona de atrás de la representación. Lugares que yo escribía tenían que ver con la literatura o con mi caso familiar, la familia me aparece en la poesía como uno de los centros de escritura.
Pero por ese libro, cuando empezó la colección de crónicas de la Editorial Municipal de Rosario me propusieron escribir estas crónicas en las que la idea era mezclar lo autobiográfico con la investigación. Era en prosa y yo no escribo prosa; además me aburro cuando empiezo a escribir prosa porque enseguida quiero explicar y argumentar y qué sé yo. Cuando escribo poesía no tengo esa preocupación.
En ese sentido, sería raro que imaginara al río como pertenencia. En realidad la pertenencia la imagino más tierra adentro en Rosario. Imagino zonas en las que el río es invisible y que demanda un desplazamiento para llegar. Yo creo que empecé a escribir ingenuamente sobre el río y de pronto me empezaba a enterar que ese lugar que me parecía tan maravilloso estaba siendo desvastado porque la soja… Es decir, que el lugar donde uno estaba parado estaba en un estado de desintegración por esa presión cultural, pero que no deja de ser el lugar en donde vivís, que está enredado en una serie de impresiones. No sé si contesto, pero quiero decir que sobre la pertenencia me retiraría un poco porque yo nunca lo he sentido así.
Carlos María Domínguez: Para mí el tema de la pertenencia es complejo, porque yo me fui al Uruguay sin plan y al final me fui convirtiendo en un uruguayo por adopción. Uruguay me adoptó y yo adopté al Uruguay. Durante mucho tiempo acá me decían el uruguayo y allá me decían el porteño. Por eso les digo que el tema de la pertenencia empezó a ser un espacio de desaparición. Siempre en los congresos me preguntan si me tienen que poner como uruguayo o como argentino: y… que me pongan como en el medio del río. [Risas] La mayoría de mi obra la escribí en Uruguay, pero siempre con relación a la Argentina. Creo que esto, en última instancia, está delatando como problema una cosa que es más extendida. Hay un problema con lo que llamamos literatura rioplatense como pertenencia porque la circulación y la identificación no es simple. En general hay diferentes maneras de cruzar el río: los uruguayos vienen a Buenos Aires a triunfar, los argentinos vamos a Uruguay a escondernos. Esto es así desde los tiempos de la Revolución de Mayo. Sobre eso también se construye un imaginario literario donde las pertenencias siempre son complicadas: Buenos Aires no necesita la literatura uruguaya para sentirse Buenos Aires, en cambio el Uruguay sí entiende que hay un espacio de relación y de vínculos. Eso crea una desigualdad que da cosas curiosas. Cuando Buenos Aires descubre a Jaime Roos, Mirta Legrand le dice “esta música rioplatense que vos hacés” y Jaime le dice “perdoname, pero esta música es uruguaya. Ya nos jodieron con el tango, otra vez no”. [Risas] Hay una identificación que Argentina se arroga para sí con cierto derecho. Buenos Aires es la Reina del Plata, pero no hay un tango que hable de la Princesita de Montevideo, que viene a ser como una especie de Cenicienta en este cuento. La cultura del Río de la Plata todavía se está construyendo como pertenencia y no va a terminar de hacerlo hasta tanto Buenos Aires no se dé cuenta de que forma parte de una cultura mayor que la contiene, que es lo más difícil de aceptar para una tradición hegemónica centralista como la porteña.
Hablemos del paisaje: ¿hay alguna regla para contar, narrar o mirar el río?
Diana Bellessi: Yo miro lo inmediato, no miro demasiado el paisaje. Miro la naturaleza inmediata: los bichitos, el pajarito, el arbolito. Y a veces miro el cielo. Pero tengo una relación con el significante de la naturaleza más que con la visión romántica del paisaje. Me parece que, al menos en la escritura poética, el método y el macroproyecto nunca está demasiado establecido. Los poemas establecen rápidamente un diálogo entre ellos, sin la menor duda, y van componiendo la voz de un libro, pero no hay un proyecto de libro. Hay una voz que se va construyendo y a la que uno sigue hasta que se agota. En la poesía el tiempo transcurre de otra manera. Existe de otra manera: existe como el colibrí que se mueve de izquierda a derecha, arriba, abajo. Existe de otra manera y esa manera que el tiempo se mueve dentro de la poesía construye procedimientos de otra naturaleza. Pero por supuesto que hay un tono, una voz y una representación. Igual, yo desconfío un poco de la palabra paisaje porque el paisaje no tiene mucho tiene que ver con el mundo natural en el cual el ser humano está inmerso: hay un tac-tac tac-tac, no hay un taaaaac-taaaac con el paisaje.
Carlos María Domínguez: Yo soy un narrador y cada texto y cada novela propone su propia estructura. Pero lo que me evoca lo que vos decís es que cuando escribí Tres muescas en mi carabina me dejé llevar por la estructura. Son capítulos alternos en dos tiempos, como si fuera el Paraná y el Uruguay que se van alternando en la construcción de esa isla que se va levantando de las aguas. Entonces ahí utilicé el escenario como guía de una estructura después de darle muchas vueltas y terminar aceptando que la construcción de esa novela en particular tenía que ser así. Pero en otros cuentos o relatos que he hecho sobre el río no me ha pasado tanto.
Sonia Scarabelli: A veces acompaño a mi mamá a hacer trámites y entonces ella me dice “estamos cerca, vamos a mirar un ratito el río”. Ella dice que mirar el río la calma.
Carlos María Domínguez: Es el único lugar donde podés perder la vista en el horizonte.
Sonia Scarabelli: En Rosario es gracioso porque el horizonte se te viene bastante cerca, porque la isla está ahí nomás. Cuando escribí los poemas de Celebración… me identifico mucho más con lo que comentaba Diana. Empecé a ver que estaba dentro de un mundo. Veía a un pajarito y una culebrita peleándose en la orilla o empezaba a escuchar otros sonidos que en la ciudad no son habituales. Cuando uno dice “paisaje” yo siempre pienso en algo que queda como en una distancia, pero aquí se iba componiendo en un sentido envolvente y esas apariciones se hacían, entre comillas, involuntarias. Yo estaba leyendo y de pronto dejaba el libro y registraba lo que sucedía y veía cómo terminaba. Lo extraordinario de esa experiencia, que me hizo ver de otra manera las cosas sobre lo que escribía, era la sensación de aunque uno iba a tomar sol o a bañarse en el río, de pronto ese mundo aparecía autónomo respecto de tu deseo. Y me parece que en la poesía, sin ninguna pretensión esotérica, hay algo que creo que es una carga de la lengua, y que es la sensación de que en un momento eso aparece. Que tiene un carácter objetivo propio, independiente de la voluntad calculadora con la que se arma una frase o un verso. Eso se me hizo perceptible en esa experiencia en el río.
Cuando estaba escribiendo la crónica, tenía un problema en que no sabía cómo empezar. Pero lo primero que vi fueron las líneas, como cuando vas a una clase de dibujo y te enseñan perspectiva. De algún modo se me aparecía la noción del horizonte. Eso lo hice diez años después de haber escrito el libro de poemas. Y a partir de esas líneas, que es algo muy abstracto, muy en el orden de representación mental, fue como la entrada, la vuelta a ese otro mundo que te envolvía, que producía esa sensación extraña de estar participando de algo, que era generoso.
¿Cómo cambia la mirada sobre el río en relación a la mirada sobre la ciudad?
Diana Bellessi: Yo nunca fui del todo de la ciudad. La ciudad es una rareza como no lo son ni el río ni el llano. Creo que solo porque algunos nacen en el asfalto y otros en potrero.
Carlos María Domínguez: Yo vivo en Montevideo, que es una ciudad de cara al mar, una ciudad que casi vive al intemperie. En Buenos Aires uno se siente como atrapado en un laberinto de edificios; será que Montevideo tiene muchos menos edificios y que son más bajos, que el cielo tiene una presencia tremenda. Cuando la niebla entra desde el mar y empieza a cubrir la ciudad y a cambiar las dimensiones y los planos, a confundirlo todo. Yo me enciendo de alegría, me estremece sólo esa posibilidad de poder contemplarlo, que es una imagen que jamás tuve en Buenos Aires. En Montevideo se deshacen los paraguas: cada calle es un túnel de viento que te arrastra. La presencia del espejo de agua, del río que los uruguayos llaman mar, sobre la ciudad, es muy fuerte. Buenos Aires ha crecido de espaldas al río. Para mí era importante acercarse al río porque era el único lugar donde era posible perder la vista. Eso era invalorable. Incluso, aunque había que atravesar esa montaña de escombros que montó la dictadura para ganarle tierra al río, era un desahogo brutal.
No toda mi obra está referida al río. Entonces el río Paraná en última instancia fue como un espacio de periferia. Yo digo que en la periferia, en la orilla, está el centro de la historia que todavía no contamos. Abandonar el centralismo urbano que nos obliga a un espacio supertransitado puede ser empobrecedor pero también puede ser muy enriquecedor. Esos otros mundos posibles que habitan en la periferia pueden ser el centro de una nueva convención literaria, política, de la identidad cultural.
Sonia Scarabelli: Cuando camino por la ciudad pierdo de vista lo construido. Entonces miro los árboles, los pájaros, el color del cielo, como si eso tuviera una atracción natural para la mirada. Eso, me parece, no es ninguna condición espiritual sino que viene de algo muy concreto: me crié en un barrio con calles de tierra y potreros. La gente se sentaba en los fondos donde había jardín, fondo, gallinero. Las construcciones eran modestas pero generalmente con terrenos grandes. Donde me crié había sido una zona de chacras y no estaba muy valorizada porque había cerca una villa miseria (con otro registro de la pobreza; no tenía el mismo peso de sufrimiento que hay en una villa miseria actual, que me parece que es mucho más hostil, mucho más desbordado). La calle tenía árboles de plátanos, esos eran nuestros lugares de juego. El Centro era aburrido porque para ir me tenía que cambiar, me tenía que peinar, el asfalto no me simpatizaba. La única cosa que tenía alguna atracción para mí era la zona del balneario de la florida que en esa época era muy agreste. Cuando voy de visita al campo me siento muy feliz, muy a gusto, porque ese campo se parece mucho a mi barrio de la infancia (aunque ahora sea completamente desconocido) y en algún lugar de la calle o en la terraza de mi casa miraba a una distancia, sin edificios, sin construcciones que obstruyeran el cielo. Por eso el cielo para mí también tiene una categoría muy pampeana, bien de llanura. La ciudad, en ese sentido, la tengo un poco rehuída. Toda esa zona costera de Rosario me produce sentimientos, voy a decirlo así, encontrados.
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