Nunca habrá un museo Lemebel
Viernes 27 de setiembre de 2013
Más de 300 personas se acercaron hasta el Malba para escuchar a Pedro Lemebel en el marco del Filba Internacional 2013. "De pronto, Lemebel se sale de programa e improvisa unas palabras, dialoga, suelta su lengua disparatada pero siempre certera, rítmica, perfectamente sonora".
Por Pablo Klappenbach.
Había un clima de expectativa en el Malba, cierta tensión teatral. Como si todos fuéramos parientes de Pedro Lemebel y lo hubiéramos escuchado repetir sus textos cada día, repasar los gestos y los movimientos, practicar una coreografía. El programa del Filba prometía una actividad bajo el ambiguo nombre de "performance" y se sabía, por sus visitas anteriores, que Lemebel no ahorraba nada de su energía a la hora de mostrarse en escena. Por eso la numerosa convocatoria que sobrepasó la capacidad de la sala, por eso el entusiasmo impaciente que pedía su aparición.
Y lo que ocurrió fue una verdadera actualización, quizás política, para nada doctrinaria. Una vez que se apagó la luz era claro que se trataba de una actuación perfectamente planeada y dividida en actos con sus intervalos.
Cada texto equivalía a un acto. Cada acto estaba acompañado de una proyección y una banda sonora. Y sin embargo, la idea de show ['chow', diría un chileno, con 'ch'] supone una simplificación que pasa por alto el gesto fundamental de la parodia. Parodia de sí y de otros.
Pero primero, desde las sombras, una voz se asumía en toda su materialidad y avisaba: "mi voz está alterada por una operación de laringectomía. Les pido su amable comprensión". Y de ahí salía un primer concepto que establecía Lemebel como performer: vienen a verme tal como soy hoy, tal como está mi cuerpo en este momento. "Es lo que hay. O lo que el cáncer dejó. Un cáncer de laringe me queda regio."
Y sin muchas mediaciones abordó su primer pasaje, "Carta a Liz Taylor", en el que se ataca a la diva de Hollywood en su campaña por los enfermos de SIDA. Se la critica a la vez que se la adora: lo primero, porque es una generalidad como puede serlo luchar por la paz o el hambre, una abstracción; pero se la adora porque en su coquetería es una más, equiparable a cualquier loca de Santiago. Y en tren del chiste, el narrador le pide "una esmeralda chiquitita, chiquitita".
El siguiente acto sigue por el camino de las celebridades, en este caso para hablar de Joan Manuel Serrat y achacarle que en su sensibilidad por los desprotegidos, marginales y borders, no incluya a los homosexuales ni reconozca su deseo, incluso cuando apoyó a la Unidad Popular encabezada por Allende y cantó en Viña del Mar ("Nunca nos dedicó ninguna estrofa"). Siempre con un humor corrosivo, las celebridades quedan expuestas en sus falsías y en sus temores. El número se combina con unas placas que resaltan algunos textos. Uno de los últimos remataría: "mi beso cantaría en su boca". Y se atreve: "Solo un momento la homosexualidad lo tocó con la sed carmesí de una boca chupona".
De pronto Lemebel se sale de programa e improvisa unas palabras, dialoga, suelta su lengua disparatada pero siempre certera, rítmica, perfectamente sonora. Se apropia de cualquier cosa parecida al stand up, tan solo por unos minutos. Después vuelve a los textos, retoma el camino.
A esta altura está claro, el público lo sabe, lo supo siempre: Lemebel hace reír porque la risa trae lucidez, corre de lugar, desaprisiona.
El eje son los derechos humanos, a su modo. Antes, disparó contra la abstracción y contra los prejuicios insospechados. Ahora, con "La leva", la violencia sexual es tema en un relato de violación que hace de una barra de club de barrio una jauría sedienta. Machismo impotente, en plenos sesenta encuentra Lemebel un tópico clásico que años más tarde se volverá virulento: la comunidad que niega haber visto, la justificación de la violencia en la provocación previa de la víctima. Todo en un contrapunto perfecto con la música de Connie Francis y su "Linda muchachita" que impide una identificación directa.
Además -ya está dicho, pero siempre sorprende-, el fraseo de Lemebel, barroco o no, despliega el plano de la sonoridad y obliga a escuchar las palabras, redescubrirlas: "reina rasca", "barra malandra", "tan oscura la bocacalle", "montándola epilépticos", "toda esa leche sucia inundándola", "aulló pidiendo ayuda". Todo suena como si fuera dicho por primera vez.
Ya en la última parte lo político en su sentido más literal hace su aparición. Primero con "Me gustan los estudiantes", en el que comenta el levantamiento estudiantil chileno, al cual justifica por ser el único grupo en enfrentarse al neoliberalismo. Es tajante: "con o sin causa, da lo mismo; total, la razón en estos sistemas es comprable, tranzable, y la tiene quien argumenta mejores razones económicas." Y acá la rabia se actualiza. Una lucha cuerpo a cuerpo en el presente. Que viene a completarse con el último fragmento, "Claudia Victoria", el único cuyo tono es grave, que elude lo cómico. Claudia Victoria es probablemente una hija apropiada durante la última dictadura argentina, en complicidad con la chilena. No se supo más de ella, desaparecida junto a sus padres cuando tenía 8 meses.
Así y todo, acá también hay un gesto que es clave en la propuesta del escritor chileno. El relato se acompaña de un bolero, "Osito de felpa". Si bien no hay comicidad, hay contraste. El bolero para narrar un secuestro y desaparición desencaja, desentumece, impide que nos anestesiemos en los buenos sentimientos. Y ahí, la gran enseñanza de la noche: la distancia siempre salva. Del patetismo, de la sensiblería, del lugar común, de la proclama banalizada.
La actuación de Lemebel nos expone a sentimientos, los suyos y los nuestros, nos obliga a repasar la historia -siempre dolorosa y sangrante-, nos enfrenta a nuestras vergüenzas, recupera la idea de cuerpo como algo presente y siempre amenazado por el tiempo. Porque si hace eso, evita el museo. Y puede evitarlo porque es capaz de burlar y de homenajear, que no otra cosa es la parodia. Es un espíritu de trinchera, que se sabe vivo en el combate. Y lucha hay siempre.