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Mario el Mutante

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Por Mario Bellatin

"La enfermera procedió entonces a extenderme un Certificado Oficial de Mutante otorgado por la República Federal de Alemania": historia de un viaje al otro lado del océano. Uno de los textos que dejó este Filba, dedicado al cuerpo.  

Por Mario Bellatin

Durante muchos años, en medio de la oscuridad comunicacional en la que desarrolló mi familia -se trataba en realidad de un extraño grupo donde todos preferían callar-, quizá con el fin de que la vergüenza que mis padres habían decretado como símbolo familiar pasara lo más inadvertida posible, me pregunté por qué soy un niño de un solo brazo. En el claroscuro de frases no dichas del todo oí acerca de la existencia de un medicamento: la Talidomida, que había causado estragos en infinidad de recién nacidos precisamente en la época en que mi madre me dio a luz. Recuerdo que durante la infancia, mi madre seguía los avatares del juicio penal -fue algo público que dio la vuelta al mundo- que hicieron los afectados contra los laboratorios. De pronto le escuché decir, a una de las mujeres indígenas que mantenía en su casa, que esa era la medicina que había tomado, y la razón por la cual yo era un niño de un solo brazo. Cuando años después se lo pregunté a mi madre de manera directa, nunca recibí una respuesta clara al respecto. A veces afirmaba que, en efecto, su médico le había recetado algo para lo cual no recordaba con precisión su utilidad. Otras, que no había tomado nada y juraba que siempre había llevado una vida sana. Siempre dudó. Hasta ahora. Me doy cuenta que quizá era una manera de sostener una culpa absurda, porque entiendo que no debió -y no debe- ser fácil ser madre de un niño, fuera de orden, dentro de un núcleo manejado por ideas de corte fascista que eran las ideas que primaban en mi casa familiar. No me quiero detener en las distintas estrategias que a lo largo de su vida fue ideando mi madre para sostener la posible vergüenza. Recuerdo que, desde siempre, quise escapar a un entorno familiar semejante. Sin embargo, era tan férreo el orden que una familia de ese corte imponía -más aún a un minusválido jugando debajo del cuadro del Duce Mussolini pegado a la pared, líder de quienes eran devotos- que se me hacía casi imposible escapar de semejante entorno. Hasta que, de pronto, encontré una estratagema para lograrlo. A pesar de haber pasado el tema a un segundo plano, yo continuaba pensando en el famoso juicio de la Talidomida y, sobre todo, en la compensación económica que los laboratorios Grunewald -bosque verde- entregaron a las víctimas. Los ecos del juicio aquel volvieron a escucharse cuando en el año 89 cayó el Muro de Berlín. Se abriría la causa para las víctimas que no habían recompensadas por haberse hallado dentro del bloque socialista. Era precisamente la época perfecta para huir de manera definitiva. Por ser alguien de un brazo no contaba con muchas oportunidades de empleo. Hace poco, con motivo de una querella de orden judicial que debí llevar a cabo, advertí que con mi nacimiento se me cerraba el 98% de acceso al mercado laboral. Fue de ese modo cómo elaboré la estratagema de viajar a Alemania -país de origen de los famosos laboratorios- para reclamar ser una posible víctima de una droga semejante y, por lo tanto, acreedor a una indemnización. En realidad, efectuar un viaje de ese orden  era un pretexto para alejarme de la sociedad donde vivía. Luego de una serie de averiguaciones descubrí que, curiosamente, los dos únicos peritos autorizados por el gobierno para declarar un  nuevo caso eran nada menos que el inventor de la Talidomida como el científico que, años después, descubrió que era la causante de los horrores aparecidos en los recién nacidos. Elegí ser examinado por el inventor, el Doktor Zumfelde, quien atendía precisamente en la Universidad de Münster. Hasta allá me dirigí y me llamó la atención la agresividad mostrada por la enfermera del consultorio. Me dijo que, en efecto, habían sido aprobados algunos afectados provenientes de Alemania Oriental, pero el número había sido muy bajo. Cuando pasé con el médico empezó a revisarme sin establecer ningún contacto previo con mi persona, y mientras efectuaba el examen hablaba con una grabadora que se pegaba de manera excesiva a la boca. Finalmente oí que daba su veredicto: Mutanten. Talidominen nein. La enfermera procedió entonces a extenderme un Certificado Oficial de Mutante otorgado por la República Federal de Alemania. Fue extraña la sensación experimentada entonces. Mutante. Oficialmente un Mutante. En ese momento entendí los comentarios indirectos de mi madre. Su no acordarse de nada de lo sucedido durante su embarazo. Entendí que el entusiasmo puesto en los periódicos de la época, donde se hablaba del juicio contra los laboratorios, era una forma más de la excusa. Siempre había sabido la verdad, pero imagino que no estaba preparada para aceptarla. Mientras mi certificado de mutante era sellado de manera oficial, la enfermera me confesó que ya eran muy pocos los sobrevivientes a semejante síndrome. Que si bien es cierto no se le había dado publicidad al tema -se había mantenido oculto para la opinión pública- con el tiempo se había descubierto que aquella fórmula no sólo causaba graves estragos físicos en los recién nacidos sino que su esperanza de vida era bastante limitada. A lo sumo sobrevivían 25 o 30 años. Es por eso, me lo siguió diciendo la secretaria, que las oficinas del Doktor Zumfelde lucían desoladas la mayor parte del tiempo. Cuarenta años después de los sucesos, los pocos que fueron acreditados como Talidomídicos eran unos verdaderos ancianos, parecían cadáveres vivientes a pesar de la edad que realmente poseían. Mario Bellatin: SER MUTANTE AVALADO POR LA REPÚBLICA DEMOCRÁTICA ALEMANA. ¿Mi ser mutante será capaz de llevarme por caminos inexplorados?, me pregunto cada vez que leo el certificado que mandé enmarcar y mantengo en una de las paredes de mi estudio.

 

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