La experiencia poética
Viernes 27 de setiembre de 2013
El gran poeta chileno Raúl Zurita hizo una lectura conmovedora y real en el marco del Filba Internacional 2013. Jorge Consiglio estuvo en primera fila y cuenta cómo lo vivió.
Por Jorge Consiglio.
Uno.
Las experiencias vividas modifican la materia de algunas personas. En las caras, no solo se dibujan las huellas del tiempo, también el flujo empírico deja su marca. Existen erosiones o gestos que son, con toda claridad, testimonios de lo ominoso, marcas de lo aciago; pero hay otras facciones que son evidencia de una atmósfera luminosa, cristalización de un gozo. Si se mira de frente al poeta chileno Raúl Zurita (Santiago de Chile, 1951) se advierte que en el mapa encrespado de su gestualidad las dos tendencias se conjugan. Por una parte, hay un silencio en la relajada tendencia de sus labios que remite a la soledad o a la simetría. Y, por otra, en la geografía que crece desde los pómulos y se hunde con firmeza en los ojos se refleja su estancia en la desesperación y en el dolor. Zurita es, sin duda, el mejor signo de su poesía. El ejercicio de su individualidad se plantea como un asunto lírico.
Ahora está en Buenos Aires. Desde sus primeros libros procuró desmantelar los límites de la precariedad a través de la experimentación. Sus textos son espejos en los que refracta su actitud extrema. Zurita recibe como herencia familiar un idioma, el italiano, y una obra, la de Dante Alighieri. Se embebe de esa sustancia y trabaja con ella. Pero en sus poemas, además, hay ingredientes de otras disciplinas, como la matemática, la lógica y la psiquiatría. Definitivamente, en su escritura existe una genealogía algebraica que proviene de su formación como ingeniero civil. Los artefactos estéticos de Zurita tienen una intensidad expresiva y una desmesura similar, en algún punto, a los creados por Antonín Artaud. Zurita entiende el fenómeno lírico como una práctica radical, fundada en la tensión entre el arte y la vida. En cada poema busca quebrar la matriz morfológica para alcanzar una voz tribal que roce lo sagrado. Organiza un silogismo discursivo en el que se cruzan el credo y lo profano.
Dos.
El miércoles, Rául Zurita hizo su performance en el auditorio del Malba. Salió a escena antes de las 20.00 horas. El cuadro es minimalista: una silla, un micrófono, una copa con agua y el poeta. Está vestido de negro. Cuando empieza a hablar, su voz es frágil, apenas un susurro. Zurita se asoma a la audiencia. Agradece y abre la noche con una clave: “La poesía no se explica. Partiré contradiciéndome”. Después empieza el recitado. Su lectura es aproximadamente cronológica. Empieza con poemas de sus primeros libros, entre ellos Purgatorio, y la sonoridad del discurso toma protagonismo. Retumba la voz del poeta, que ya no es la misma que la del comienzo. Es otra investida de una gravedad mayor. Es la que necesita la intensidad del texto. Hay algo de salmo o de elegía. El poeta cumple con el ejercicio de lo sagrado. Hilvana un texto con otro a través del silencio. Avanza y crece en profundidad. Se mete. Se hunde. Recorre su obra y transita una escena geográfica, política y vital, desgarradoramente vital. Junta los pies. Se retuerce. El poeta contrapuntea: son múltiples las voces que salen de su garganta. Es más que uno. Desafía la otredad.
Zurita, ahora, se detiene y ordena sus papeles. Su herramienta es el caos. En realidad, los desordena. Ya no los necesita. Zurita olvidó que tiene entre las manos un grupo de papeles en los que están anotados sus poemas. Cierra los ojos o los abre tanto que deja de ver. Lo que enuncia es del orden de lo más genuino. Me explico: Zurita desmantela un doble artificio, el del texto y el del espectáculo. No hay más performance. Lo que está ocurriendo tiene que ver pura
y exclusivamente con la verdad. “Yo en cada letra cago sangre, ¿me entiendes?”.
El poeta tiembla. Se conjugan la emoción con el Parkinson en una dialéctica espástica de la desesperación. El descenso cambia de signo, se invierte. Se da el puro ascenso por un discurso que crece hasta el paroxismo, que busca el paroxismo como único desenlace posible: “es cosa común que las margaritas giman escuchando caer las cordilleras”.
El final no se busca, llega con naturalidad. La retórica del poeta, encendida en la percusión de una anáfora, se pierde de a poco. Queda su eco en el auditorio: cada espectador es una caja emocional de resonancia. Zurita no se calla aún ni cuando está en silencio. Se para con dificultad y mira al público. “Es cosa común que las cordilleras se hundan, es cosa común oír las nieves descendiendo, oír las cumbres que se desprenden para abajo”. Son esos, justamente, los sonidos de su poesía.