Kierkegaard y después
Martes 03 de diciembre de 2013
Carsten Jensen y Mariano Dorr participaron en un panel sobre Søren Kierkegaard en el 5º Filba Internacional.
Foto: Vito Rivelli.
A doscientos años del nacimiento de Søren Kierkegaard, el escritor danés Carsten Jensen y el filósofo argentino Mariano Dorr, compartieron en el 5º Filba Internacional un panel moderado por Héctor Pavón en el que abordaron los efectos que la obra del Filósofo de Copenhague ha producido y reflexionaron sobre las huellas que el existencialismo dejó en la literatura.
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[La charla comienza antes de que comience a grabarse. Mariano Pavó presenta a los invitados e invita a Mariano Dorr a leer un texto preparado para el encuentro.]
Mariano Dorr: Si lo que se trata ahora es de hacer un comentario sobre la influencia de Kierkegaard y más precisamente en la influencia de la literatura latinoamericana, tengamos en cuenta que aún desarrollando un programa ligado a las vanguardias, toda lectura incluso hoy intenta deshacerse de otro lado que no sea esa vieja máscara que olvidamos quitarnos una vez que la fiesta de disfraces terminó. La profundidad de la razón, la propia piel que habitamos y por donde caemos, paradojas de la superficie, es una nada infinita como diría Nietzsche. En el intento de confrontar con la necesidad, con las leyes inmutables de la lógica y con el conocimiento concebido en términos de cierre y totalidad, Kierkegaard es una herramienta, un arma que la literatura no tardó en agenciar.
Hagamos un cruce más o menos obvio, más o menos esperable, a 200 años del nacimiento de Kierkegaard, pensemos en su presencia en otro texto cumpleañero. Parece mentira que Rayuela tenga apenas 50 años. Uno de los temas más señalados en la filosofía del autor del Tratado de la desesperación es la separación en el desarrollo de la existencia humana de tres estadios: el estético, el ético y el religioso. Algunos observaron aquí la tríada hegeliana: Kierkegaard estaría ingresando por la ventana del frente lo que quitó por la puerta trasera. Indudablemente toda explicación basada en tres elementos huele a Hegel, pero esta forma de ver las cosas alcanza tanto a Kierkegaard como a Lacan, por ejemplo. Lo fundamental, más allá del número, es observar como opera la tríada. Y efectivamente en Kierkegaard lo estético es negado por lo ético y lo ético por lo religioso. Hasta aquí seguimos oliendo a Hegel, pero el filósofo danés se separa cuando plantea el pasaje de uno a otro no a partir de una dialéctica o progresión racional si no cargando el peso del movimiento en términos de decisión. Es el hombre concreto de carne y hueso el que elige cada vez única sus propias determinaciones avanzando de lo estético a lo ético y de lo ético a lo estético o bien quedándose meramente en el ámbito de la sensibilidad y los placeres del cuerpo, apenas asomándose a las complacencias de la conciencia ética y amagando con más o menos hipocresía con una vida religiosa. No se trata, entonces, de un movimiento universal reorientado hacia una síntesis especulativa si no de un camino concreto, aquí y ahora, completamente subjetivo, en donde cada hombre decide por sí mismo de manera intransferible comprometiendo su existencia en cada instante.
Ahora sí, leamos un pasaje de Rayuela, capítulo dos. Narra la voz de Horacio Oliveira, es un fragmento no sólo kierkegaardiano hasta la médula lo que hace de Oliveira un existencialista clásico, sino que el nombre del filósofo aparece explícitamente. Incluso termina con una suerte de broma kierkegaardiana o, más bien, es como si Horacio se burlara de los tres estadios aunque los llame valores y los coloque entre Ortega y Max Scheler. Es una cita más o menos extensa, tomémosla como un doble homenaje a Kierkegaard y a Rayuela:
En esos días del cincuenta y tantos empecé a sentirme como acorralado entre la Maga y una noción diferente de lo que hubiera tenido que ocurrir. Era idiota sublevarse contra el mundo Maga y el mundo Rocamadour, cuando todo me decía que apenas recobrara la independencia dejaría de sentirme libre. Hipócrita como pocos, me molestaba un espionaje a la altura de mi piel, de mis piernas, de mi manera de gozar con la Maga, de mis tentativas de papagayo en la jaula leyendo a Kierkegaard a través de los barrotes, y creo que por sobre todo me molestaba que la Maga no tuviera conciencia de ser mi testigo y que al contrario estuviera convencida de mi soberana autarquía; pero no, lo que verdaderamente me exasperaba era saber que nunca volvería a estar tan cerca de mi libertad como en esos días en que me sentía acorralado por el mundo Maga, y que la ansiedad por liberarme era una admisión de derrota. Me dolía reconocer que a golpes sintéticos, a pantallazos maniqueos o a estúpidas dicotomías resecas no podía abrirme paso por las escalinatas de la Gare de Montparnasse a donde me arrastraba la Maga para visitar a Rocamadour. ¿Por qué no aceptar lo que estaba ocurriendo sin pretender explicarlo, sin sentar las nociones del orden y de desorden, de libertad y Rocamadour como quien distribuye macetas con geranios en un patio de la calle Cochabamba? Tal vez fuera necesario caer en lo más profundo de la estupidez para acertar con el picaporte de la letrina o del Jardín de los Olivos. Por el momento me asombraba que la Maga hubiera podido llevar la fantasía al punto de llamarle Rocamadour a su hijo. En el club nos habíamos cansado de buscar razones, la Maga se limitaba a decir que su hijo se llamaba como su padre pero desaparecido el padre había sido mucho mejor llamarlo Rocamadour, y mandarlo al campo para que lo criaran en nourrice. A veces la Maga se pasaba semanas sin hablar de Rocamadour, y eso coincidía siempre con sus esperanzas de llegar a ser una cantante de lieder. Entonces Ronald venía a sentarse al piano con su cabezota colorada de cowboy, y la Maga vociferaba Hugo Wolf con una ferocidad que hacía estremecerse a madame Noguet mientras, en la pieza vecina, ensartaba cuentas de plástico para vender en un puesto del Boulevard de Sébastopol. La Maga cantando Schumann nos gustaba bastante, pero todo dependía de la luna y de lo que fuéramos a hacer esa noche, y también de Rocamadour porque apenas la Maga se acordaba de Rocamadour el canto se iba al diablo y Ronald, solo en el piano, tenía todo el tiempo necesario para trabajar sus ideas de bebop o matarnos dulcemente a fuerza de blues.
No quiero escribir sobre Rocamadour, por lo menos hoy, necesitaría tanto acercarme mejor a mí mismo, dejar caer todo eso que me separa del centro. Acabo siempre aludiendo al centro sin la menor garantía de saber lo que digo, cedo a la trampa fácil de la geometría con que pretende ordenarse nuestra vida de occidentales: Eje, centro, razón de ser, Omphalos, nombres de la nostalgia indoeuropea. Incluso esta existencia que a veces procuro describir, este París donde me muevo como una hoja seca, no serían visibles si detrás no latiera la ansiedad axial, el reencuentro con el fuste. Cuántas palabras, cuántas nomenclaturas para un mismo desconcierto. A veces me convenzo de que la estupidez se llama triángulo, de que ocho por ocho por ocho es la locura o un perro. Abrazado a la Maga, esa concreción de nebulosa, pienso que tanto sentido tiene hacer un muñequito con miga de pan como escribir la novela que nunca escribiré o defender con la vida las ideas que redimen a los pueblos. El péndulo cumple su vaivén instantáneo y otra vez me inserto en las categorías tranquilizadoras: muñequito insignificante, novela trascendente, muerte heroica. Los pongo en fila, de menor a mayor: muñequito, novela, heroísmo. Pienso en las jerarquías de valores tan bien exploradas por Ortega, por Scheler: lo estético, lo ético, lo religioso. Lo religioso, lo estético, lo ético. Lo ético, lo religioso, lo estético. El muñequito, la novela. La muerte, el muñequito. La lengua de la Maga me hace cosquillas. Rocamadour, la ética, el muñequito, la Maga. La lengua, las cosquillas, la ética.
La tríada. En un artículo notable presentado en 1988, “El regreso de Berthe Trépat” Daniel Link escribe que en Rayuela hay dos preguntas fundamentales. Una de ellas, la más célebre, está escrita en la primera página: “¿Encontraría a la Maga?” Esta pregunta hace de toda la novela una búsqueda y al mismo tiempo una pérdida. La segunda interrogación es la que más le interesa a Link y es la última frase del capítulo 48: “¿Seguiría tocando el piano Berthe Trépat?” No voy a exponer aquí el artículo. Sólo quiero mencionar que, como explica Link, Rayuela funciona a través de tríadas o triángulos: Horacio - la Maga – Pola, Osip – Lucía – Horacio, Talita – Traveler – Horacio, y así infinitamente, la figura amorosa que la novela dibuja es el triángulo: figura cerrada y abierta a la vez. Delimita un territorio, establece pasajes y conexiones heterogéneas, pone a la interioridad de los sujetos fuera de sí, escribe Daniel Link.
Kierkegaard hace un llamado al devenir subjetivo del hombre y este es uno de los objetivos de Oliveira. O por lo menos es lo que el propio Horacio dice. Cito: «nunca volvería a estar tan cerca de mi libertad como en esos días en que me sentía acorralado por el mundo Maga, y que la ansiedad por liberarme era una admisión de derrota». Y sigue Link: Oliveira deshace su subjetividad en varios lugares. El texto mismo es un triángulo de lugares: acá, allá, otros lugares. La identidad, la subjetividad, la textualidad son en Rayuela un proceso sin fin. Oliveira literalmente se deshace de amor y de melancolía. Agrega Link: tristeza de la inacción y la desesperación. En ese mismo capítulo que le interesa a Daniel Link, Kierkegaard aparece explícitamente por segunda y última vez. Para entonces, con Horacio instalado en Buenos Aires, Talita ya se jugó la vida en el puente con dos tablas diseñado por Horacio y Traveler, de ventana a ventana, de un edificio a otro. Uno de los pasajes más bellos y célebres de Rayuela, el triángulo Talita – Traveler – Oliveira se pone cada vez más denso, más espeso, Talita cree que Traveler habla como Horacio, Horacio cree que Talita es un punto la Maga y a la vez trabajan juntos en un circo hasta que cambian de laburo para ocuparse de un manicomio. Así las cosas, la relación entre los tres se parece a un puchero a la española, una mezcla rara, digamos, y de repente el puchero a la española, dice el narrador, se volvió un arenque a la Kierkegaard.
Qué significa esto. El capítulo primero de la sección segunda de la segunda parte del Post scriptum no científico y definitivo a migajas filosóficas de Søren Kierkegaard, se titula “Devenir subjetivo”. Aquí, donde se expone el estadio que el filósofo llamó lo ético, aparece una crítica a la enseñanza hegeliana según la cual la historia, es decir, los acontecimientos que engloban al género humano en su totalidad, no son otra cosa que el desarrollo progresivo racional de la Idea, con mayúscula, el despliegue del concepto cuya figura última encuentra su expresión en lo absoluto. Esta perspectiva de la historia mundial es para Kierkegaard una negación radical de las libertades individuales, un modo de envolver a la eternidad, cito, «con una visión general, sistemática y de una manera éticamente absurda». Los seres humanos son entendidos, según este esquema totalizante propio del hegelianismo de moda, que conoció Kierkegaard, como un banco de arenques, como lo expresa el filósofo de Copenhague. El arenque es un pez que forma grandes cardúmenes muy común en el Mar Báltico Norte. Pensar la existencia humana como si tratara del destino indiferenciado de un cardumen es, como exclama Kierkegaard, «despilfarrara como un tirano miríadas de vidas humanas». Y no es una simple imagen, una metáfora o alegoría: es un verdadero grito. A Kierkegaard le resulta insoportable la reducción de lo humano a la generalidad de la lógica, la necesidad y el despliegue de la razón. Escribe «los arenques separados no tienen mucho valor». Es decir, según la filosofía especulativa a la que Kierkegaard se enfrenta, la vida del individuo no vale nada, considerada en su singularidad la existencia humana no tiene ninguna importancia. Ni siquiera la existencia del propio Jorge Federico Guillermo Hegel, en última instancia. Kierkegaard plantea entonces el pensar y la vida como el riesgo de ser un arenque separado del cardumen. Esto es: asumir la propia existencia devenir subjetivo, abandonar la hipócrita identidad de ser uno como cualquiera, soportar el peso de la finitud, aunque resulte aplastante. Sólo esto es lo verdaderamente infinito. Cuando el puchero a la española acaba en un arenque a la Kierkegaard, cada uno, pero sobre todo Horacio Oliveira, se repliega en su propia experiencia individual. Angustia, figura incompleta, geometría de la falta, triángulo sin vértices, puro vértigo, melancolía. Leamos para terminar —o para seguir leyendo— ese último párrafo del capítulo 48 de Rayuela:
Caminar con un propósito que ya no fuera el camino mismo. De tanta cháchara (qué letra, la ch, madre de la chancha, el chamamé y el chijete) no le quedaba más resto que esa entrevisión. Sí, era una fórmula meditable. Así la visita al Cerro, después de todo, habría tenido un sentido, así la Maga dejaría de ser un objeto perdido para volverse la imagen de una posible reunión —pero no ya con ella sino más acá o más allá de ella; por ella, pero no ella—. Y Manú [Traveler], y el circo, y esa increíble idea del loquero de la que hablaban tanto en estos días, todo podía ser significativo siempre que se lo extrapolara, hinevitable hextrapolación a la hora metafísica, siempre fiel a la cita ese vocablo cadensioso. Oliveira empezó a morder la pizza, quemándose las encías como le pasaba siempre por glotón, y se sintió mejor. Pero cuantas veces había cumplido el mismo ciclo en montones de esquinas y cafés de tantas ciudades, cuantas veces había llegado a conclusiones parecidas, se había sentido mejor, había creído poder empezar a vivir de otra manera, por ejemplo una tarde en que se había metido a escuchar un concierto insensato, y después... Después había llovido tanto, para qué darle vueltas al asunto. Era como con Talita, más vueltas le daba, peor. Esa mujer estaba empezando a sufrir por culpa de él, no por nada grave, solamente que él estaba ahí y todo parecía cambiar entre Talita y Traveler, montones de esas pequeñas cosas que se daban por supuestas y descontadas, de golpe se llenaban de filos y lo que empezaba siendo un puchero a la española acababa en un arenque a la Kierkegaard, por no decir más. La tarde del tablón había sido una vuelta al orden, pero Traveler había dejado pasar la ocasión de decir lo que había que decir para que ese mismo día Oliveira se mandara mudar del barrio y de sus vidas, no solamente no había dicho nada sino que le había conseguido el empleo en el circo, prueba de que. En ese caso apiadarse hubiera sido tan idiota como la otra vez: lluvia, lluvia. ¿Seguiría tocando el piano Berthe Trépat?
Gracias. [Aplausos]
Mariano Pavón: Carsten, para comenzar yo quería preguntarle si podemos pensar en algún tipo de influencia de Kierkegaard en la literatura danesa en general y si es posible pensarlo en su literatura.
Carsten Jensen: Primero quisiera agradecer la invitación y quiero agradecer a Mariano por el texto que acaba de leer. En lo que concierte a la pregunta, me siento un poco avergonzado de estar aquí luego de haber escuchado un discurso tan expresivo de un intelectual argentino, porque yo no soy un gran conocedor de Kierkegaard. Tengo los 20 volúmenes de las obras completas de Kierkegaard en mi biblioteca y cada tanto vuelvo a ellosdesde hace 30 o 40 años. Pero no tengo una relación tan pasional con Kierkegaard, me sentiría un farsante. La figura danesa que más se ha destacado es Hans Christian Andersen. Hasta hace tres años no había un lugar llamado Kierkegaard (ahora lo hay: es un estacionamiento) [Risas]. Hasta este año no supe de celebraciones de Kierkegaard. Yo creo que se debe a que ambos, Andersen y Kierkegaard, fueron dos personas muy contradictorias para su época. Tal vez no lo vean así con Andersen por sus historias para chicos, pero lo cierto es que disfrazaba sus historias en cuentos infantiles al tiempo que hacía una crítica social de la vida provinciana muy fuerte. Andersen era más popular afuera de Dinamarca que adentro. Y Kierkegaard se convirtió en un objeto de ridiculización, casi no podía salir a la calle sin que la gente se burlara de él. Lo que sucedes es que cuando mirás la vida tan provinciana de la Dinamarca del siglo XIX, Kierkegaard no pudo haber sido más radical porque lo que básicamente dijo fue que la tradición había colapsado y que nos encontrábamos en tiempos de individualismo. Pero no como una celebración de la libertad sino como un tiempo de temor. La tradición ya no te dice quién sos: tenés que inventarte, tenés que hacer tus propias decisiones. El individuo se enfrenta sólo a su soledad, ya ni siquiera la religión puede ayudarlo. Lo que finalmente dice Kierkegaard es que la vida no tiene significado a menos que vos lo descubras: Dios es el significado, pero no podés acceder a sus intenciones y sus actos.
Lo que es realmente interesante, y lo que me interesaba mientras lo leía, es su voz o su cantidad de voces en textos literarios y ensayos: sí, tenía conceptos, pero también tenía metáforas, imágenes fuertes. En ese sentido me recuerda los grandes poetas. Su estilo, amén de los conceptos y las ideas, es también filosófico. Nació hace 200 años, pero yo creo que vivió 200 años por delante de la cultural danesa, por eso estamos recién ahora tratando de entenderlo, y por eso, probablemente, yo también tenga esta vida provinciana que no me ha permitido conocerlo completamente.
¿Ustedes creen que un narrador de hoy necesariamente tiene que leer filosofía?
Carsten Jensen: Yo no creo que haya muchos narradores contemporáneos que estén inspirados por la filosofía. Hay quienes han leído algunos. Pero la búsqueda de un filósofo es opuesta a la del novelista, porque el filósofo no sólo crea conceptos abstractos sino que intenta dar respuestas, mientras que el novelista nunca da respuestas. Nunca entendés el significado de la vida al leer una novela, pero sí te llevás unas muy buenas preguntas.
Mariano Dorr: Coincido con Carsten. Efectivamente la novela va por otros caminos. La pregunta era si un narrador tiene que leer filosofía: yo creo que no. Pero sin duda tiene que leer, porque escribir es leer también. La literatura plantea preguntas y en ese sentido uno podría decir que se vuelve indistinguible de la filosofía en la medida en que uno piensa la filosofía como el planteamiento de la pregunta, como por ejemplo en términos de Heidegger, donde lo que importa es la pregunta y no la respuesta. La literatura plantea preguntas; cierta filosofía pretende dar respuestas. Y en el caso de Kierkegaard me parece que él se levanta contra esa filosofía que pretende responderlo todo y dejarlo todo en un orden inalterable.
¿Podemos hablar hoy de una filosofía que corresponda a un país? ¿Existe una filosofía danesa, existe una literatura danesa?
Carsten Jensen: Por supuesto hay una literatura danesa, aunque no hay filósofos daneses destacados hoy. Pero de nuevo: no creo que haya ningún filósofo destacado vivo en ningún país hoy. No digo que se haya terminado el tiempo de los filósofos. Creo que en mundo occidental hay muy buenos escritores, no puedo decir que algunos de ellos sean daneses. La mejor literatura danesa actualmente está siendo escrita por autores que se consideran a sí mismos como outsiders del ambiente literario. Hay una idea común entre escritores y críticos en que el avant garde es la literatura que se refiere a sí misma. Yo debo decir que me encuentro del otro lado. Hace casi 50 años que escuchamos ese discurso y creo que el experimento del avant garde se repite y ha perdido el interés. La buena literatura es siempre la que está en franca oposición a los lineamientos dominantes.
¿Abrimos al público?