El producto fue agregado correctamente
Blog > Filba > Imaginarios del trabajo
Filba

Imaginarios del trabajo

El panel del festival nacional sobre representaciones del trabajador en la literatura, del que participaron Juan Diego Incardona, Ignacio Molina y Aníbal Jarkowski con la moderación de Sonia Budassi.

Desgrabación: FP. Foto: Renzo Luna Chima.

En “Imaginarios del trabajo”, Aníbal Jarkowski, Ignacio Molina y Juan Diego Incardona hablaron de la manera en que construyen su obra en torno al tema de la convocatoria. Sonia Budassi moderó el panel y, antes de dar paso a los invitados, desgranó con precisión las diferentes novelas de cada uno, proponiendo nuevas relaciones entre ellas y recuperando frases dichas en otras actividades del festival para iluminar con otras luces lo expresado en esta mesa.

Sonia Budassi: Hola, buenas noches, muchas gracias a todos por venir. Cuando empecé a preparar esta mesa las cosas fueron cambiando al mismo tiempo que íbamos teniendo pequeños debates con los autores, y a mí me quedó de la inauguración de Diana Bellessi algo que me parece que la literatura de estos tres autores refleja y problematiza. Diana Bellessi hablaba en la inauguración sobre uno de los ejes del festival: el trabajo. Ella decía: “la noción de trabajo como mal: cuando no lo hay, porque casi nos expulsa de la condición humana, y cuando lo hay, porque muestra los límites del capitalismo, es decir, la condición esclava del trabajo, su carácter alienante”.

Estamos aquí con Juan Diego Incardona, Aníbal Jarkowski e Ignacio Molina, autores cuya literatura pone en cuestión y en imagen los conflictos alrededor del mundo del trabajo. En esta mesa nos vamos a proponer discutir, por un lado, la tradición de la figura del trabajador y las representaciones alrededor de las crisis en la literatura argentina. He decidido no extenderme demasiado aquí dado que uno de los escritores ha preparado un texto al respecto. Y también vamos a ver las figuras del trabajador manual, las figuraciones de las crisis económicas, los que generan las rupturas entre los lazos sociales y los lazos personales provocadas por el desempleo, y si nos alcanza el tiempo, quizás discutamos sobre el trabajo intelectual y literario en cada uno. Con relación a esto del trabajo intelectual y a esa dicotomía que se plantea muchas veces entre el escritor que puede escribir porque está ocioso, porque vive de rentas –digamos el arquetipo de Bioy Casares, Ocampo, hasta Borges–, y la precarización del trabajo intelectual y de la figura del escritor que muchos de ellos plantean en sus obras. Sobre este tema quería traer una anécdota breve y trivial: justamente el jueves, día que se inició el festival, me llamó una amiga que se dedica al periodismo policial para pedirme un favor y en un momento en que se extendió en la conversación le dije: “Discúlpame, en realidad estoy ocupada”. Me preguntó dónde estaba y le dije que en Bahía Blanca. “¿Qué estás haciendo en Bahía Blanca?” Le digo “Estoy trabajando para una mesa del festival nacional de literatura”. Su respuesta inmediata fue: “Ah, bueno, te estás rascando a cuatro manos”. En realidad fue un poco más soez, pero la única frase que se me ocurría para pensar esa expresión con respecto al trabajo intelectual, e inclusive a esta mesa, es esa frase que hemos escuchando en general en boca de los abuelos, entre indignados y resignados, que es “a esto le dicen trabajar…”.

Presento a los autores: Ignacio Molina nació en Bahía Blanca en 1976, publicó Los estantes vacíos en 2006 y Los modos de ganarse la vida en 2010, ambos por la editorial Entropía. También publicó los poemas Viajemos en subte a China y El idioma que usan todos, por editorial Pánico el pánico, y el libro híbrido entre la ficción y la autobiografía En los márgenes, publicado el año pasado en 17 grises. Según cuenta en este texto autobiográfico, en su primer empleo duró sólo un día y tenía que estar mucho tiempo contando billetes que eran de otro. Aníbal Jarkowski nació en Lanús en 1960, estudió Ciencias Económicas, pero a pesar de que estudiaba mucho, tuvo que abandonar porque en un año no logró aprobar ninguna materia. Gracias a sus lectores, desde 1986 es docente en escuelas secundarias y también en la Facultad de Filosofía y Letras en la UBA. Es especialista en literatura argentina, escribió ensayos sobre Borges, sobre Roberto Arlt, sobre Ezequiel Martínez Estrada, David Viñas, Abelardo Castillo y Oliverio Girondo, entre otros. Autor de importantes publicaciones de crítica en medios como Crisis, Punto de vista, Cuadernos hispanoamericanos, Variaciones Borges, Revista de crítica literaria latinoamericana y de Hispanoamérica; y publicó las novelas Rojo amor por la editorial Tantalia, luego Tres por editorial Tusquets y El trabajo. Entre sus trabajos críticos más recientes se encuentran los prólogos de nuevas ediciones de Nacha Regules y Un dios cotidiano, y también otro prólogo para una antología de textos de Borges que aún no logró salir a la luz y ya sospechamos quién es la culpable. Su novela El trabajo ha sido traducida recientemente al idioma hebreo. Juan Diego Incardona nació en Villa Celina en 1971 y se presenta en la solapa de sus libros como hijo de un tornero italiano y de una maestra argentina. En 2004 fundó la revista El Interpretador. Ha trabajado como vendedor ambulante de bijouterie que él mismo creaba –collares, anillos, aros– y en 2007 ese trabajo manual y comercial dio como resultado entre otras cosas su libro Objetos maravillosos. En el mimo año también publicó El ataque y luego vinieron Villa Celina en 2008, El campito en 2009 y Rock barrial en 2010. Al día de hoy coordina el área de Letras en el ECuNHi de la Fundación de Madres de Plaza de Mayo. Cada uno de ellos ha preparado una pequeña reflexión o una lectura para iniciar esta mesa. Comienza Juan Diego Incardona.

Juan Diego Incardona: Gracias, Sonia. Hola. En mis libros, sobre todo en el universo de Villa Celina (uno de los libros se titula Villa Celina, pero en realidad los siguientes transcurren en ese mismo universo, tanto El campito y Rock barrial, que ya están publicados, como una novela corta que viene a cerrar esa serie y se llama Las estrellas federales), aparece mucho el mundo del trabajo, el mundo del obrero. Sobre todo porque varios relatos transcurren en la década del noventa, las distintas peripecias y situaciones relacionadas con el desocupado. Esto tiene algo de autobiografía ya que mi papá fue tornero metalúrgico y de fábricas de plástico durante muchos años, e igual que otros tantos vecinos de este cordón suburbano y fabril, perdió el trabajo con el cierre de las fábricas, algo que angustió a muchos y que resultó incluso en varios suicidios. Esto no es fruto de la imaginación, son datos que yo me tomé el trabajo de consultar en los archivos del Ministerio de Salud. Los suicidios fueron sobre todo ahorcamientos, es como un tipo de muerte bastante barata. Y yo pensaba en relación a la consigna de la mesa que quizás uno cuando escribe está motivado por cuestiones mucho más cercanas a su vida, y no está pensando en inscribirse en una tradición. Sin embargo a mí, que me gusta mucho leer la literatura argentina, la literatura latinoamericana, una vez que el libro está escrito, me gusta pensar como en este caso: segmentar a través de un eje –literatura y trabajo–, buscar otros autores que también trabajaron algo similar en otras épocas. La idea es hacer un recorrido breve sobre una literatura del trabajo que consista justamente en la pérdida del trabajo, que es lo que ocurre en los relatos de Villa Celina y los siguientes libros. En lo primero que pensé es en Erdosain, en la serie de Arlt de Los siete locos y Los lanzallamas. Este gran relato arltiano se funda en la pérdida del trabajo porque empieza con un despido. Está bien que en este caso Erdosain comete un delito, roba; ya prefigura al lumpen que se va a desarrollar después junto a esta especie de cofradía delirante liderada por el astrólogo. Pero ahí, con la pérdida del trabajo, empieza un recorrido que desemboca en la destrucción del personaje, en el suicidio. En este caso no un ahorcamiento, sino que él se pega un tiro arriba de un tren. Si no leyeron Los lanzallamas disculpen que les estoy contando el final. También pensaba en otro libro que de algún modo tenía que ver con el trabajo, cuyo relato se fundaba en la pérdida del trabajo y terminaba trágicamente, anterior incluso a Arlt, a Los siete locos. Pensaba en Juan Moreira de Eduardo Gutiérrez. Quizás ahí están mezcladas otras cuestiones también, pero Juan Moreira era un gaucho muy trabajador que sufre ahí las consecuencias de la corrupción de su comunidad, de un comisario de la zona que está interesado en la mujer del personaje y que es un tipo que le debe plata. Duelo de por medio, Juan Moreira pierde el trabajo. Me gusta pensar en este caso porque Juan Moreira era del partido de La Matanza, incluso el verdadero gaucho, no solamente el que imagina Gutiérrez. Ahí también sentía una afinidad con esos obreros de la década del noventa que pierden el trabajo y empiezan a vivir determinadas peripecias. Entonces es el mundo del desocupado, que puede tener diferentes destinos. También pensaba en otro autor ligado a Bahía Blanca, Ezequiel Martínez Estrada, recordaba el cuento “Juan Florido, padre e hijo, minervistas”, donde también se retrata un mundo del obrero marginal, de una comunidad que no tiene acceso al trabajo y que vive un poco en la mugre. No está retratado piadosamente como en la literatura de Boedo, sino más cerca de Arlt. Los pobres del Palacio bisiesto son también de algún modo esos obreros y los hijos de los obreros que, ya casi llegando a 2001, vivían en esas comunidades del conurbano un cambio de códigos. Cambiaban las drogas, cambiaban los comportamientos. El ladrón del barrio, que era un tipo integrado a la comunidad, generalmente en Villa Celina piratas del asfalto, que pegaban un golpe en una ruta y si les iba bien repartían jamones y quesos entre los vecinos, cambiaban por el ladrón que robaba en el mismo barrio, que antes no existía. Empiezan a robar en el quiosco de la esquina o al remisero. Y pensaba en ese cuento de Martínez Estrada, en el palacio bisiesto, donde también los pobres están retratados no bondadosamente, sino también como inmorales, como tipos que ya no tienen ley. Algo sucede ahí que se derrumba una estructura, en este caso se derrumba una estructura del trabajo. Adolfo Prieto dice que Martínez Estrada es un autor kafkiano, que sus atmósferas, sus ambientes son similares a los de Kafka. Leyendo los cuentos de Martínez Estrada noté que quizás las causas de esas metamorfosis como las que vivía Gregor Samsa en el cuento de Kafka estaban motivadas no por crisis existenciales quizás, sino en la versión local del género, por cuestiones mucho más concretas. En este caso lo que venimos hablando de la pérdida del trabajo: la pobreza y la marginalidad. Sí se repite en cierta medida el procedimiento de animalización, los protagonistas, la familia Florido, no se convierten en cucaracha, pero se los compara muchas veces con ratas, con insectos. Incluso en un momento, al ver un caballo que tira de un carro, como un caballo de carro de botellero, ellos que sufren de acefaleas se ponen a observarlo y creen que los caballos también sufren de acefaleas, ven ahí como una hermandad con el animal. Eso me hace pensar que quizás ese caballo también había sufrido una metamorfosis similar a la de Kafka, pero a diferencia de Gregor Samsa, no había podido fugarse a esa alienación famosa del mundo del trabajo. La metamorfosis kafkiana argentina en el cuento de Martínez Estrada no es fuga sino que deviene en más trabajo: el caballo que sigue tirando de los carros. Por lo menos en mis libros, yo primero empecé como contando anécdotas, no había un programa, y a medida que el universo se me fue armando, uno sí empieza a tomar una conciencia de lo que va produciendo. Recordando y trayendo mis cuentos esa época, finales de los noventa, pre 2001, pensaba que ahí está la explicación de por qué muchos cuentos rompen con el realismo y se convierten en relatos fantásticos donde aparecen criaturas, donde aparecen mutantes. ¿Por qué? Porque quizás lavan un poco la crudeza de esa realidad con elementos que de algún modo entretienen, son ingeniosos o generan el humor, y que están más ligados a géneros literarios que a una realidad. Volviendo a Arlt, pensaba en la crisis del 30, que es más o menos el marco en el que se escribe Los siete locos, en paralelo con la crisis del 2001. En este caso el realismo se vuelve a conjeturar, se empieza a contaminar, y aparece la figura del fantasma. Una figura que por la inmovilidad de la pérdida del trabajo, de la decadencia, de la usura, del desgaste, provoca conciencias diferentes de ese mundo que ya no se reconoce, el mundo que se habitaba, que era contenido por las instituciones del barrio: la Sociedad de Fomento, el club, la parroquia, la Unidad Básica. Esas instituciones se empiezan a enrejar, toman el famoso drama de la inseguridad, que es un sentimiento que se vivía en el centro, pero que también pasa en un momento a la periferia. En este caso, en el caos del Palacio bisiesto donde se perdieron los códigos y donde estamos en la mugre y en la inmoralidad. Igual que en la crisis del 30, con su literatura de fantasmas posterior –por ejemplo en Horacio Quiroga, en Ziccardi–, también la crisis del 2001 desemboca en la ruina, donde yo recuerdo que todo se vuelve conjetural, y es natural buscar antes que nada, en la ruina, la identidad. Pensaba también en los ensayistas posteriores a la década del treinta, dos por lo menos ligados a Bahía Blanca. Mallea nacido en Bahía Blanca, Martínez Estrada santafesino pero bahiense por adopción, e incluyo también a Scalabrini Ortiz, que buscaban la identidad nacional, luego de la crisis del treinta, pero por afuera de la historia, que estaba paralizada, que había sufrido una crisis. Buscaban la identidad nacional en el mito. Esos ensayos tienen bastante de fantasmal. Buscar la identidad nacional en el mito, en el origen de la Pampa, en las características del gaucho o algún otro arquetipo de nuestro folklore, tiene algo de fantasmal, algo de espectral, que estaba antes y que de pronto vuelve. Volviendo a mis libros, los relatos de los desocupados del universo de Villa Celina, El campito, Rock barrial, también empezaron, a medida que yo los fui escribiendo, a ingresar en atmósferas fantásticas. Los obreros que no se suicidaron o los hijos de los obreros, guitarra del rock barrial al hombro, empiezan a dialogar con fantasmas, con ese pasado que vuelve. Los barrios en los relatos sufren metamorfosis y adquieren formas de bustos de próceres peronistas, así como Ciudad Evita, que mirada desde arriba tiene la forma de Evita (lo pueden comprobar en Google Earth). Los personajes que cruzan el campito también se vuelven mutantes. El obrero desocupado se corta el dedo y le vuelve a crecer. ¿Qué está pasando? Se corta la oreja y le vuelve a crecer. Se corta la lengua y le vuelve a crecer. En los alrededores del Mercado Central, hombres gato, lobizones, luces malas, criaturas más ligadas al universo rural que al universo de la ciudad. Es como si en la decadencia –y eso lo rastreaba tanto en las ficciones como en los ensayos posteriores a la década del treinta– uno volviera al origen de los tiempos, a la fundación en este caso mítica del barrio, que es anterior a los monoblocks y a las casas italianas con el porche en la entrada o a la casa californiana que mencionaba Santoro anteayer. Y estamos en el partido de La Matanza, esos espectros, claro, son figuras del peronismo. Hombres o animales. Acá me resuena a Marechal, como el gliptodonte del Adán cuando los excursionistas de Saavedra, que en realidad están parodiando a los personajes del grupo Martín Fierro –Borges, Xul Solar, etcétera– discuten sobre el origen de la Pampa. Otra vez, siempre el mito. Hay una cena donde ellos que creen que la Pampa viene del mar, se encuentran con un gliptodonte que habla; este animal prehistórico los corrige y les dice que en realidad la Pampa tiene un origen eólico, algo mucho más etéreo: que era una cordillera que sufrió una erosión, es decir que se derrumbó, que perdió algo, su estructura. Y ahí aparecen de nuevo, en “La calle muerta”, en “El campito”, en “La última esquina” con la facultad del habla para devolverle la identidad, a través del mito peronista en este caso, por afuera de la historia, al obrero que se queda sin trabajo. En ese mundo intuyo que es el arte y no la ciencia el mecanismo de acceso a lo sobrenatural. El que puede ver lo sobrenatural en esa comunidad generalmente es un alma sensible. Eso me remite a las letras del rock barrial, algo que despierta tanto prejuicio, que generalmente es considerado “lo peor del rock and roll”, “son todas letras malas, drogas, alcohol y todos hechos mierda”; pero para el pibe de flequillo recto, de pañuelito en el cuello, de jardinero, se vuelve una especie de genio naturalista, un loco visionario frente a su propia comunidad que está en ruinas. Y sus ritmos, sus letras, ven lo que los demás no pueden ver. El borracho en la novela El campito, Carlitos, el loco que es Tino en Villa Celina, la curandera que es la Porota en los tres libros, se vuelven médiums, como si fueran una especie de médium entre la realidad de la historia que está paralizada y la dimensión del mito y la mitología peronista. Y estos médiums, que están poseídos, que son fantasmas que se reencarnan, se vuelven ajenos a la muerte porque en realidad ya han muerto. Es decir, está el obrero que pierde el trabajo, enferma y muere. Se ahorca, supongamos. Pero también están los sobrevivientes que, al resistir la epidemia y el cierre de las fábricas, crean anticuerpos y se regeneran: se cortan un dedo y les vuelve a crecer. Creo que la historia argentina tiene muchos de estos ejemplos. Se corta la lengua y vuelve a crecer. Y el reencarnado se pregunta ¿quién era yo que soy uno y que soy otro, que estoy poseído? ¿Quién es el que me posee, este espíritu que de algún modo me da propiedades mágicas para regenerarme? Me parece que pone en cuestión la Historia que se vuelve conjetural; estamos en las ruinas, las fábricas se cerraron, las instituciones se enrejaron, los campitos también se transformaron, los basurales crecen y es como un mundo posapocalítpico. Recordaba Villa Celina y me parecía muy hermoso, aunque en realidad es raro. Pienso que estos tipos que están poseídos o reencarnados ya no son uno solo, son muchos. Viene toda una legión de demonios peronistas que los poseen, son plurales, y están multiplicados por los fantasmas. Una historia que es muchas historias y con finales divergentes. El obrero que sube a un taxi, el patrón de la PyME que se pone una remisería, el obrero que junta cartón, el que revende ambulante en los trenes y colectivos. Borgianamente también es un jardín de senderos que se bifurcan y que conducen no a una sola meta, sino que también en este caso tejen un laberinto. Es un laberinto proletario, como por ejemplo el barrio Piedrabuena, Lugano 1 y 2, Fuerte Apache y La Salada.

Ignacio Molina: Bueno, cuando me convocaron para esta mesa me llamó un poco la atención, dado el tema, porque mis libros no están centrados en el trabajo. Pero después me di cuenta que si bien no es el tema central, todos los personajes trabajan. A mí me sorprende mucho que en varias novelas y cuentos realistas –en el cine pasa lo mismo– no se sabe de qué trabajan los personajes, o no se sabe cuál es un modo de ganarse la vida, y el trabajo es algo tan importante en la vida de las personas, algo que ocupa tanto tiempo y tanta energía, que me sorprende que a veces no esté en primer plano. En mis relatos se sabe bien de qué trabaja la gente, o por lo menos se sabe que trabajan y que es un problema el trabajo, como el dinero: tener que pagar un alquiler, las cuentas. Uno de mis libros se llama Los modos de ganarse la vida. Capaz los que lo van a leer piensan que se trata sobre el trabajo. No exactamente, es como una pista falsa ese título, pero todos los personajes trabajan y tienen ese problema crucial en la vida, como todos, que es el trabajo. Esta tarde Sonia me dijo que le gustaría que leyera el fragmento que voy a leer, que es la tercera parte de la novela. El muchacho tendrá unos 28 o 29 años y trabaja en una oficina con la novia.

El edificio en que vivíamos ya no iba a ser el único en dos man­zanas a la redonda; a una cuadra, mientras estábamos de vacaciones, habían demolido una casa antigua para empezar a construir una to­rre. Desde la ventanilla del taxi, la mañana en que volvimos de San Bernardo, me había parecido ver algo diferente en el paisaje, pero sólo a la semana siguiente pude darme cuenta de lo que estaba pasando.
Un mediodía, en el almacén, vi cómo un hombre, con un casco entre las manos, pedía quinientos gramos de paleta, quinientos de queso y dos kilos de pan. Al verlo sacar de la heladera exhibidora dos botellas de gaseosa barata, supuse que entre los albañiles habría un código tácito que indicaba que sólo cuando llegaran a determi­nada cantidad de pisos empezarían a compartir asados en la vereda.
Ahora, en la computadora de la oficina, descargaba el conte­nido de la cámara digital que me habían prestado para las vacaciones y miraba las fotos que le había sacado a la obra en construcción desde la vereda de enfrente. Me detuve en las últimas palabras de la frase pintada en el frente de la casa de al lado. Una pintada que, a pesar de lo familiar que se me hacía –o justamente debido a eso– nunca había leído: … que la paguen los ricos.
Mi idea era registrar, cada quince o veinte días, cómo iba avan­zando la obra. Mientras imaginaba toda la serie de fotos –desde las primeras mezclas de cemento hasta el edificio terminado, el encar­gado baldeando la vereda y los balcones llenos de plantas– vi apare­cer a Ezequiel por detrás de la pantalla. Se me acercó con los brazos abiertos, pero al final sólo me saludó con un beso.
Los demás lo cargaban por su nuevo look: se había rapado la cabeza y, como para compensar esa pérdida de pelo, se había dejado crecer la barba. Era la primera vez que lo veía en zapatillas. Acababa de retirar el cheque de la indemnización. Había dejado de trabajar en la oficina durante mis vacaciones, y desde entonces yo, además de viajar en auto muy pocas veces, me había desentendido de los resultados del fútbol.
A la hora del almuerzo nos encontramos en un bar. A pesar de que tenía milanesas en un taper, no había podido rechazar su propuesta. Ahora él estaba con zapatos y corbata; venía de una entrevista laboral y no había encontrado dónde cambiarse. Como el humo de la parrilla tapaba cualquier otro olor, no pude saber si seguía usando el mismo perfume.
Pedimos los dos el mismo plato del día: carne al horno con papas. Durante los silencios yo miraba por la ventana sin ninguna cara en particular, como si no estuviera planeando cómo seguir la conver­sación. Ezequiel me contó que entre su padre y su suegro le estaban pasando el equivalente a un tercio del sueldo que ganaba en la ofi­cina, y que, por ahora, el único trabajo que tenía era freelance: los fi­nes de semana ayudaba a un amigo que sacaba fotos en fiestas de casamiento, bar mitzvah y cumpleaños de quince.
Cuando terminó de contarme anécdotas sobre la sesión que habían hecho en una despedida de solteros, yo dejé pasar unos se­gundos, como para que no sonara tan brusco el cambio de tono, y le hablé de "obra en construcción", mi proyecto fotográfico. Él me es­cuchó simulando interés, y después, jugando con migas de pan, me contó que en una casa abandonada del barrio de un amigo suyo sobrevivía una pintada de la década del setenta: Libertad a los presos de Trelew.
En la calle, después de pagar la cuenta en partes iguales, tuvimos que caminar esquivando a la gente. Eze­quiel me dijo que no había sacado el auto para no gastar nafta y me pidió que lo acompañara hasta la boca del subte. Yo no tenía chicles ni pastillas, y, para sacarme el gusto a comida, fumé conteniendo la respiración después de cada pitada. Como si me estuviera lavando los dientes con humo, pensé. Había planeado saludarlo sin emoción, como si nos fuéramos a ver al día siguiente, pero al final, empujado por la idea de olerle el perfume, no pude resistirme a su abrazo.
En el camino de vuelta a la oficina compré dos alfajores, uno de frutas y otro de chocolate, y mientras subía en el ascensor decidí cuál dejar para la merienda y cuál comerme de postre. Ya sentado frente a la computadora vi a Cecilia conectada al chat, le pregunté cómo andaba, le dije que no había podido comer las milanesas y le co­menté mi proyecto fotográfico.
–Medio absurdo –me dijo ella –. ¿No tenés nada mejor que hacer?
–Puede ser. En todo caso no es más absurdo que … -empecé a escribir, creyendo que durante el transcurso de la frase se me ocurri­ría algún ejemplo, pero justo en ese momento se cortó mi conexión a Internet.

Aníbal Jarkowski: En principio me parece muy adecuado que la mesa sobre el trabajo sea un domingo. Empezamos bien. Supongo que por cuestiones de edad, uno empieza a reflexionar por qué cree que la adolescencia es una época hermosa. Uno idealiza mucho su propia adolescencia y la ve cargada de emociones, de valores, no se parece a cuando uno es adolescente, que probablemente sea una época tortuosa de la vida, angustiante, compleja. Pero me parece que encontré una especie de respuesta a por qué idealizamos la adolescencia, y creo que es porque es la época en la que no trabajábamos. Quiero ser muy claro en esto: sé que hay adolescentes que trabajan, sé que hay niños que trabajan, que son explotados por los adultos, hagamos un paréntesis al respecto de eso porque no quiero ser cínico. Volvamos a esa visión más convencional: por lo habitual añoramos la adolescencia porque es aquel período de nuestra vida en el que no trabajábamos todavía. En la niñez se ocupa todo el tiempo. Los chicos quieren gastar el tiempo, juegan, fastidian, todo el tiempo quieren hacer algo, no pueden parar de hacer cosas. El adolescente, o por lo menos en mi generación –puede haber modificaciones– una de las cosas más maravillosas, era que tenía la posibilidad de disponer del tiempo para malgastarlo, o sea perder el tiempo. Uno no hace absolutamente nada. Ese no hacer nada se puede complementar; quiero decir, no hacer nada era el tiempo muerto que se pasaba solo, pero también con los amigos. Tengo recuerdos muy hermosos de haber perdido horas y horas de mi vida sin hacer absolutamente nada, hablando con amigos. Dejar pasar las horas, ver cómo el tiempo se iba y no hacer nada bueno por el bienestar del mundo. Nos sentábamos en la vereda, a veces podía ser en la casa de un amigo, y charlábamos o escuchábamos discos y éramos verdaderamente unos inútiles. Creo que eso, pasados unos años, hace que uno termine mutando la adolescencia como una edad dorada en la que uno podía realmente perder el tiempo. ¿Por qué? Porque cuando uno empieza a trabajar, lo que hace entre muchas otras cosas es vender el tiempo propio. Y es francamente un hecho violento. Trabajar es violento. Trabajar es vender el tiempo propio a un desconocido para que disponga de una cantidad de nuestras horas a cambio de un salario que siempre va a ser insatisfactorio, de tal manera que aquella libertad de estar paveando con los amigos en la calle, pasar horas y horas con gente querida, se desvanece. Es decir, ya no soy libre de perder mi tiempo producto de la cantidad de horas, que pueden ser ocho, pueden ser diez, pueden ser doce, que trabajo para otro. De pronto ya no soy más libre, le he vendido mis horas de vida a una persona que va a disponer de ellas y me va a decir lo que tengo que hacer en esa cantidad de horas. En ese sentido es razonable que uno extrañe la adolescencia como una época dorada, no porque lo sea, cuando tenemos hijos adolescentes vemos que lo sufren mucho, que no es de ninguna manera una época dorada, pero los que nos hemos despedido de la adolescencia hace mucho tiempo tenemos una idealización de aquel momento. De todas maneras, digamos que esa violencia que supone entrar en el mundo del trabajo se puede conocer en distintos momentos de la vida.

Quería comentar dos pequeñas anécdotas, una más personal y otra no. Hablando de los trabajos, recordé un oficio y a dos personas que lo realizaron. Una es absolutamente desconocida por todos ustedes, e incluso por mí, y la otra es absolutamente conocida por todos nosotros. Me refiero a dos bibliotecarios. La primera bibliotecaria es una mujer que trabajaba en una fábrica metalúrgica donde trabajaba mi padre. En mi casa no había biblioteca, es más: no había libros. Mi mamá era ama de casa, mi papá era obrero metalúrgico en una fábrica que producía bugías y acoplados, y trabajó muchísimos años ahí. La fábrica era realmente imponente, tendría unas cuatro o cinco cuadras. Tuvo su época de esplendor, de alguna manera, a fines de los sesenta y principios de los setenta, que Argentina hizo unos arreglos con Cuba para exportar acoplados, entonces la fábrica tuvo un gran empuje. Eso hacía que mi papá tuviera la suerte de poder trabajar de seis a diez de la noche, con lo cual las horas extras salvaban el salario de la familia. Yo no lo veía salir para el trabajo, me levantaba un poco más tarde, y no lo veía volver del trabajo porque ya estaba dormido para ir a la escuela. Fue una época de oro para esa fábrica. Después con la dictadura y el plan económico de Martínez de Hoz la fábrica entró en una progresiva decadencia y con Menem encontró el broche de oro. Menem dijo es el momento excelente para quebrar esa fábrica. A mi padre le propusieron una especie de retiro a cambio de la renuncia, así que terminó renunciando y fue a trabajar a otra fábrica. Esa fábrica se llamaba Prati Vazquez Iglesias, era una fábrica de acoplados y desde hace ya algunos años, todo el espacio de lo que era la fábrica y sus galpones está ocupado por un supermercado Carrefour. Lo curioso era que siendo una fábrica metalúrgica tenía una biblioteca dentro, la cual yo nunca pude visitar. A mi papá, que no tenía protocolos de lectura, se le ocurrió hacer algo: intentar que yo no fuera un obrero como él, que no me pasara de 6 a 22 trabajando en una fábrica, que no trabajara los sábados de 6 a 14, y comenzó a traerme libros que sacaba de esa fábrica. La bibliotecaria, con la mejor de las intenciones, le daba libros que posiblemente fueran inadecuados para mi edad, ahora se escriben libros para chicos de ocho, de diez, de doce, de doce y medio, de trece… Bueno, esta bibliotecaria no tenía ese criterio, creo que el criterio de ella era escritores importantes de la literatura, entonces yo a los diez u once años leía Sobre héroes y tumbas de Sabato, acaso inadecuado, El túnel, Por quién doblan las campanas de Hemingway, antes de leer Salgari yo ya había leído a Hemingway. O sea que esa biblioteca personal que fui armando no era de libros propios, pero sí de libros que me facilitaba una desconocida. Yo me apuraba a leer así me traían otro libro. Como dice Borges, nunca una causa es única, pero creo que parte importante de mi formación, mi eclecticismo, mi mejor o peor gusto, están marcadas por una mujer que jamás vi, no sé cómo se llama, no sé la edad que tenía, nunca pude hablar con ella porque estaba en el corazón de esa fábrica que ya no existe. Quería traer esta pequeña anécdota, hablar de un mundo perdido, podemos elaborar un montón de hipótesis, una comisión interna de obreros que reclamaba que la fábrica tuviera su biblioteca para la formación de los obreros y de sus hijos, pero bueno, es un mundo perdido, una biblioteca en el corazón de una fábrica. Y tengo un gran agradecimiento a esa mujer de la que tengo un recuerdo anónimo porque jamás vi.

El otro bibliotecario es diferente, es el más famoso bibliotecario del planeta, y es Borges. El bibliotecario por antonomasia. Borges, a diferencia de la bibliotecaria de esta fábrica, fue llevado al empleo, al trabajo, quiero decir a vender el tiempo por un sueldo por razones muy particulares. A medida que la ceguera crecía en el padre de Borges, la pensión que recibían se hacía más endeble para mantener la economía familiar, con lo cual Borges se vio obligado a tener un empleo fijo, regular, con un salario. A través de unos contactos empezó a trabajar en una biblioteca del barrio de Boedo en Buenos Aires que se llama Miguel Cané –hermosa biblioteca que existe, por suerte–. Decir que Borges era bibliotecario es decir demasiado, en realidad él fue como auxiliar tercero en esa biblioteca, y básicamente su tarea era clasificar libros. No tenía la impronta que tuvo después cuando fue Director de la Biblioteca Nacional. Trabajaba seis horas por día en el turno tarde. Se tomaba un tranvía desde Plaza San Martín hasta Boedo. Según cuenta, el primer día quiso trabajar bastante y sus compañeros le dijeron que aflojara un poco porque ponía en evidencia a todos los demás, con lo cual quedó claro que una hora de trabajo por día era suficiente. Borges descalifica ese mundo del empleado público, lo muestra como banal, decía que fueron siete años infernales trabajando en esa biblioteca. De todos modos pasó algo raro ahí, en esos siete años que Borges conceptúa como infernales, trabajando una de las seis horas de la jornada, escribió los mejores cuentos de toda la historia. Es decir, en la medida que no trabajaba pudo escribir los cuentos, por ejemplo, de El jardín de senderos que se bifurcan, que fue su primer libro digamos imponente. Pero también hay otros cuentos que fueron escritos en las horas que Borges robaba al tiempo de la biblioteca. Invirtiendo esta idea que planteaba al principio, vender el tiempo propio a cambio de un salario que siempre va a ser insatisfactorio, Borges va a ser algo bastante razonable, y creo que todos los de esta mesa lo hemos encarado en algún momento y es robar tiempo adentro del trabajo. Cómo podemos hacer para no trabajar, aún estando en el trabajo; es decir, que nos paguen para que no trabajemos. Y esto es lo que hizo Borges. Puede ser reprochable desde un pensamiento progresista que crea que todas las personas tienen que trabajar todo el tiempo, pero haber robado esas horas al trabajo diario permitió que Borges escribiera los más grandes cuentos de su literatura. Es decir que sin que Borges asumiera nunca el carácter de vago, sí reconocía que en invierno escribía en el sótano y en verano escribía en la terraza de la biblioteca. No solamente escribía, sino que también leía. Buena parte de los libros que Borges leyó en aquel período no estaban en su casa, con lo cual la biblioteca pública le permitió acceder a libros que de otro modo jamás hubiese conocido. No sé cómo será en el futuro el trabajo de bibliotecario, no sé si alguno de los presentes trabaja de ese oficio que yo admiro, probablemente sea un trabajo que tienda a perderse, y melancólicamente hoy quería traer el recuerdo de aquella bibliotecaria que jamás conocí y aquel bibliotecario famoso que era bastante vago, y la desdicha que significa vender el tiempo propio a personas que nunca nos van a pagar como se merece.

Sonia Budassi: Tenemos sólo cinco minutos; es una situación muy crítica porque hay tanto para preguntar de tantos tópicos en las exposiciones y en las obras. Voy a ser breve. Cada uno de estos autores maneja distintas representaciones del trabajador y de las crisis, como también de lo que significa tener trabajo. Por ejemplo, en el trabajo de Jarkowski y en Los modos de ganarse la vida de Ignacio Molina, muchas veces está presente la alienación. Y, si bien en la literatura de Incardona más bien hay una cuestión dignificante y honorable que también le da una entidad a la épica que construye Incardona, hay otra clase de épica más minimalista o más sofocante en el caso de Aníbal Jarkowski.

De todas maneras, en lo que acabamos de escuchar y en sus obras, se esquematiza también el trabajo del artista o la condición del artista. Y esto lo vinculo con la relación de la que hablaban recién entre arte, vida, trabajo, que es algo que en El campito de Juan Diego Incardona es posible: hay un personaje, que es el narrador oral, que va contando de qué se trata este mundo posapocalíptico en el que conviven muchos personajes y muchos se definen así como se define a una de las trabajadoras como “la recepcionista”. Con orgullo los habitantes de este mundo se presentan como “el mecánico”, “el tornero”… Lo mismo va a pasar con Ignacio Molina en el trabajo como fuerte impronta identitaria. En un momento de Los modos de ganarse la vida el narrador dice como algo importante “aunque nunca más trabaje de canillita, para mí siempre va a ser el canillita”.

Quería leer qué sucede cuando le preguntan a este personaje, que es un linyera, un borracho, dijo recién Incardona, un ciruja, un buscavida, en medio de una comunidad muy peronista donde todos quieren ser los primeros trabajadores, de qué trabaja. Y el personaje contesta: “La verdad, nada en especial. No me gusta trabajar. Prefiero la aventura, rebuscármela, viajar. Bajé la voz pero el cantor –que es otro personaje– escuchó y se metió en la conversación: -¿Pero qué clase de peronista es usted m’hijo? ¿Por qué lo dice? Me puse incómodo. Mire, se lo voy a decir con todo respeto –se atajó– pero es una contradicción ser peronista y no querer trabajar, el peronismo es el movimiento de la clase obrera, sentenció.” Luego de una serie de disquisiciones interviene otro personaje para reivindicarlo en un momento que termina en un clímax emotivo muy bien logrado. “El jardinero dijo ¿quién dice que este hombre no trabaja? Por lo que cuenta, la suya es una actividad muy esforzada, probablemente uno de los trabajos más duros y nobles que existen. Los demás quedaron descolocados, pero ninguno tanto como yo, que no tenía la menor idea de qué quería decir con eso. ¿Cuál es el trabajo?, preguntó Borja. El trabajo del buscavidas, que es un oficio que no se puede aprender en la escuela ni en la universidad, sino en la misma práctica, una ocupación realmente vocacional que no está hecha para cualquiera sino para los que tienen templanza, ingenio y mucho corazón. Le digo más, el oficio del señor Carlitos es el oficio por excelencia, porque trabajo y vida se funden en una sola cosa.”

Al mismo tiempo, cuando escuchaba hablar recién a Incardona de esa representación que hay en Rock barrial del pibe con el flequillo, el pañuelito al cuello, usando jardinero, me remitía también a la representación del narrador, del artista que aparece en Objetos maravillosos, que también es un buscavidas y que cuestiona la distancia entre el trabajo creativo, el trabajo intelectual y el trabajo de vender, de hacer cosas con las manos. En la novela de Aníbal Jarkowski varias veces se menciona “la condición de artista”. Se me ocurre que lo opuesto vendría a ser el trabajo burocrático, administrativo, el que no tiene teleología, al que los empleados de esa empresa que él recrea tan bien no le encuentran sentido más allá de la ética que generan los rumores producidos por la propia empresa que está por despedir a alguien, y eso es lo que los mantiene activos, con cierta adrenalina –y manipulados, obviamente– a los trabajadores.

Voy a citar sólo una de las veces que Jarkowski habla de la condición de artista. Con respecto a un personaje el narrador dice “entendí que, más allá de cualquier intención que yo hubiera tenido, lo que la conmovía era el hecho de que le reconocieran su condición de artista”. También la condición de artista va a operar como una instancia legitimadora o ambiguamente salvadora de la protagonista, que hace un año que está buscando trabajo y el gerente entre otras cosas –disculpen que sea tan sucinta en la descripción de la escena– le dice que le interesa que su currículum se diferencia del resto porque es bailarina y que a él le gusta leer poesía. La va a contratar por su condición de artista, más allá de que su trabajo será, en principio, el de una secretaria.

Molina, en uno de sus soliloquios, me remitió a una idea de Auden —no sé si leyó el ensayo que menciono—. Auden dice que si tuviera que poner una escuela de poetas, lo primero que les enseñaría es un oficio manual. Una de las lecturas es para que tengan despejada la cabeza y puedan dedicarse a la creación. En Los modos de ganarse la vida podemos leer: “Mientras fingía prestarle atención mirándolo a los ojos en cada esquina, yo me concentraba en dos cosas a la vez: fantaseaba con la posibilidad de cambiar de trabajo y, por debajo de ese pensamiento, me preguntaba hacia dónde estaría viajando si no viviera con Cecilia. Volviendo a mirar por la ventanilla, pensé que me hubiese gustado aprender algún oficio, zapatero, carpintero o cualquiera que tuviera que ver con las manualidades, y me dije que en alguno de esos casos podría trabajar en un taller instalado en mi casa”.

Voy a hacerles una pregunta general: ¿distinguen entre su trabajo redituable y su trabajo como escritores? En todo caso, sin querer que suene pretencioso: ¿en qué los beneficia la condición de artista a cada uno? Habida cuenta de que en el medio literario hay una suerte de prejuicio con el tema de escribir por encargo, por ejemplo. Para los periodistas está bien, pero entre los escritores es más complejo o más debatido.

Aníbal Jarkowski: En principio tengo enormes ventajas por ser escritor: vine a Bahía Blanca. Si no, no me hubieran invitado. Pero más allá de eso yo soy docente en el escuela media y en la universidad, de eso vive mi familia, de eso vivo yo. Escribir ficción es un rasgo amateur, nada más que eso. No es ninguna motivación económica de ningún tipo.

Sonia Budassi: ¿Cómo se vincula con tu trabajo intelectual de crítico y de docente?

Aníbal Jarkowski: Es equivalente. Hay momentos en que se escribe ficción y momentos en que se escribe crítica, que también es escribir, no hay mayor valor. Sé que se imagina que es mejor escribir una novela que escribir un artículo; para mí eso no es correcto: es lo mismo. Lo importante es vivir en literatura, y la condición de docente y la condición de autor de novelas hacen que hace muchos años yo viva en literatura y me dé la posibilidad de visitar Bahía Blanca en mi condición de crítico y escritor. Conocí Rosario, conocí Santa Fe, conocí Córdoba. No sé si todos los trabajos tienen la alegría de poder hacer eso, así que yo estoy muy agradecido de poder vivir en literatura, más allá del género que sea, que es menor.

Juan Diego Incardona: Escribir es un trabajo. La escritura también incluye de algún modo la idea de materiales, de herramientas, de técnicas. Es un trabajo que me gusta. Quizás como uno no puede vivir de escribir, lo que intento –como la mayoría de los escritores– es tener trabajos lo más cercanos posibles a la literatura o que estén más cercanos a mi vocación. Aunque a veces hay que trabajar de algo que no guste tanto. Con respecto a mi trabajo anterior, que en realidad era simultáneo a la escritura, fueron trece años de vender artesanías por la calle, la parte muy linda que era la producción. Estaba muy tranquilo en mi casa, ponía música, agarraba la soldadora y empezaba a dibujar figuras con los alambres. Con el tiempo se hizo tedioso vender en bares. Sería genial si sólo hubiese podido producir; que nadie me jodiera. En esa época yo estudiaba Letras y pensaba que lo hacía para vender mejor los anillos, porque mis discursos de venta ambulante tenían un plus frente a otros vendedores que decían “querés ver” y nadie les daba bola: yo iba con los anillos y tenía un discurso súper cargado de adjetivos que en cualquier taller literario me denunciarían [Risas].

Sonia Budassi: ¿No querés hacernos el speech que decías?

Juan Diego Incardona: “¿Quieren deleitar sus ojos con unos objetos maravillosos? Anillos ansiosos de abrazar a sus dedos con inmensos poderes afrodisíacos…” [Risas] Así toda la frase de veinte minutos y las mujeres, claro, que son clientas compulsivas, empezaban a gritar y yo me empezaba a cubrir. Al principio era genial. Venía de Villa Celina, iba a Plaza Francia, eran todas hermosas, todas rubias de ojos azules y decía wow, se ríen con mis chistes. Después ya un poco pudría [Risas]. Comprobaba la existencia real del estímulo-respuesta. El vendedor ambulante se apoya en muletillas. Tiene frases hechas que son efectivas. Yo las usaba y de tanto usarlas ya sabía lo que me iban a responder. Entonces tenía más o menos dos o tres opciones y bueno, iba tendiendo toda una trampa. Era una trama también, con procedimientos, recursos. Por momentos me daba cuenta de que, de alguna manera, estaba aprendiendo a escribir.

Ignacio Molina: Yo estoy un poco preocupado porque Juan Diego me firmó Objetos maravillosos y me puso el gancho de inmensos poderes afrodisíacos. [Risas] Es un tema muy complejo el de compatibilizar literatura y trabajo, que la literatura se convierta en trabajo. Ahora trabajo en cosas relacionadas con la escritura, pero la escritura muchas veces no tiene nada que ver con la literatura. Trabajé como redactor publicitario, trabajé en una editorial el año anterior, a veces trabajo de periodista y trato de trabajar con la literatura (con los derechos de autor se gana algo, pero es escaso, no alcanza para mucho). A mí me viene muy bien escribir. Me ahorro mucha plata en psicólogos, por ejemplo. Entonces de algún modo sí estoy haciendo algo por mi vida. Estaría bueno escribir un best seller, pero estaría mucho mejor ganar el prode o la lotería porque uno podría seguir escribiendo como le gusta escribir sin estar condicionado por el dinero. El arte y el dinero son dos cosas opuestas; si bien el libro es una mercancía, es para que llegue a los lectores a los que realmente les interesa.

Juan Diego Incardona: ¿Sabés, Ignacio? A mí una vez se me ocurrió inventar un sistema estadístico para ganar el prode. Una idea medio arltiana. Y lo probé el primer día sin jugar. Eran diez partidos, no eran trece, y acerté los diez. Entonces digo ya está, y después empecé a jugar y nunca más emboqué.

Ignacio Molina: Yo jugaba al prode, pero el señor de la lotería me dijo que el prode no lo gana nadie y ahí me desilusioné.

Juan Diego Incardona: Ahora, por lo que averigüé, hay premios no sólo por los trece puntos, sino también por doce, once. Son premios más escasos que en otra época.

Sonia Budassi: Empezamos hablando de representaciones del trabajo en la literatura y terminamos hablando de timba. Muchas gracias a todos por venir.

Artículos relacionados

Viernes 08 de abril de 2016
Homenaje a Di Benedetto en el Filba Nacional
La nueva edición del festival de literatura Filba Nacional comenzó ayer en San Rafael, Mendoza, con una lectura homenaje al autor de Zama en el que participaron ocho escritores invitados. Las actividades siguen hasta el domingo.
Festival nacional de literatura
Lunes 11 de abril de 2016
Sol de Búkaro
Invitada al festival de literatura Filba Nacional que se realizó en San Rafael, Mendoza, la autora de Las cosas que perdimos en el fuego (Anagrama) participó en un panel junto a Iván Moiseeff y Tálata Rodríguez en el que leyó el siguiente texto que tenía como eje los abismos y situaciones límites que marcaron su vida.
Un texto inédito de Mariana Enriquez
Jueves 14 de abril de 2016
Cóndores inconmovibles planeando bajo

En cada festival de literatura Filba, tanto en la versión nacional como en la internacional, un grupo de escritores es invitado a escribir un texto a partir de una experiencia que se vive en los días del festival. Esos textos se llaman “Bitácoras”. Presentamos aquí el que escribió Mercedes Araujo durante la última versión del Filba Nacional, que acaba de suceder en San Rafael (Mendoza).

Una bitácora del Filba Nacional

Viernes 23 de octubre de 2020
Mircea Cărtărescu: "La belleza está en todas partes"

Recuperamos algunas de las frases claves del encuentro entre el autor rumano y la periodista argentina Lala Toutonián, encuentro en el que se declaró admirador de Ernesto Sábato y Julio Cortázar.

Los destacados de la entrevista en #Filba2020

Miércoles 24 de agosto de 2016
"El lector es siempre el interés primordial"

El equipo del Filba, bajo la dirección de Gabriela Adamo, presentó la octava edición del festival. Se llevará a cabo en Buenos Aires y Montevideo y hay más de 100 participantes, entre ellos 20 autores internacionales, en talleres, mesas de debate, lecturas, performances, residencias, intercambios y cruces.

 

Se viene la octava edición

Miércoles 21 de setiembre de 2016
OULIPO: la literatura como juego

Este mes te podés sentar en la primera fila de un movimiento que tuvo en sus filas a Raymond Queneau, Italo Calvino y Georges Perec: tres integrantes visitarán Argentina y Caja Negra acaba de sacar un tomo completísimo de ejercicios de literatura potencial.  

Desembarco francés

×
Aceptar
×
Seguir comprando
Finalizar compra
0 item(s) agregado tu carrito
MUTMA
Continuar
CHECKOUT
×
Se va a agregar 1 ítem a tu carrito
¿Es para un colectivo?
No
Aceptar